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Ahora deberá ganar la paz
Nasser no comprendió que el
ingreso de Moshé Dayan en la plana mayor de gobierno de Tel Aviv significaba lisa y
llanamente que Israel le declaraba la guerra. Tampoco comprendió que con la presencia de
Dayan esa guerra aún no declarada ya estaba ganada. Pocos días después tuvo que
comprenderlo dolorosamente, cuando Dayan, secundado por el general Rabin, repitió sus
hazañas de 1948 y de 1956 y ganó la tercera guerra israelí contra los árabes. Así la
atención mundial volvió a centrarse en la gallarda figura del general tuerto, tal vez el
mayor genio militar en lo que va del siglo. Por eso hubo estupor cuando Dayan respondió
recientemente a un periodista que lo entrevistaba: "¿Mis mayores entusiasmos? La
agricultura científica y la arqueología". Y su joven asistente -uno de esos
singulares soldados israelíes que tutean a los oficiales y conocen todos los secretos de
la guerra ultramoderna- aumentó la sorpresa del periodista murmurando por lo bajo:
"El general se olvida de su tercer gran entusiasmo: las damas..."
Es que la imagen bélica del mítico Moshé Dayan ha opacado todas las otras
facetas de su impactante personalidad. El mundo entero conoce la historia guerrera de este
"sabra", genuino producto de la tierra palestina, que pasó su niñez labrando
la tierra de sus antepasados. Como el pequeño Moshé vivió siempre con la azada en una
mano y el fusil en la otra, todos recuerdan al niño guerrero y olvidan al agricultor que
se estremecía de gozo cuando un golpe de su azada hacía surgir de las entrañas de la
tierra un resto arqueológico, testigo de la Israel milenaria. De Dayan la cronología
sólo ha retenido los datos de un pasado violento.
A los 18 años adiestraba a comandos de la Haganah, la organización que núcleo a
los judíos que se defendían contra el hostigamiento árabe mientras peleaban junto a los
aliados en la Segunda Guerra Mundial. En 1941, luego de someter con un racimo de hombres
el fuerte francés de Gouraud, en el Líbano, Moshé Dayan perdió un ojo y casi la vida.
Un soldado somalí le disparó mientras oteaba el horizonte con su catalejo; la bala dio
en el largavistas y una de las astillas le barrenó el ojo. Al terminar la guerra, la
Haganah fue disuelta: el Imperio Británico, presionado por los árabes, pasó a una
política de "mano dura" con los judíos cuyo poder expansivo perjudicaba los
intereses inmediatos de la metrópoli en la región. Dayan no se amedrentó y pasó a
luchar en la clandestinidad. Fue apresado por los ingleses, y conoció dos años de
cárcel; al caer Berlín en 1945 llegó su indulto y volvió a Palestina para acelerar la
independencia de su país. Tres años más tarde, en 1948, con la Haganah convertida en
ejército regular israelí Dayan dejó de ser el aventurero francotirador del parche negro
en un ojo para erigirse como el gran estratega, tal vez superior a Rommel, y como éste
último apodado también: zorro. El nuevo zorro bélico, que daba lecciones a los
generales del mundo, y que en 1956 y 1957 iba a obtener otras dos victorias fulminantes
contra los árabes coaligados. Sin embargo, Dayan se jacta de una victoria que nadie
recuerda: la de haber producido una variedad de tomate que lo resiste todo, un poco como
su propio creador. Y mientras estuvo plasmando la fortaleza militar israelí, no abandonó
sus trabajos de arqueología en los que ha logrado éxitos ocultos pero singulares.
Lo que sí recoge la crónica, como "la otra cara" del militar
triunfante, es su capacidad de Don Juan al que ninguna mujer resiste, ni siquiera su
propia esposa que ama y disculpa sin indagar nada. Dayan es el insólito general que tiene
dos carteles para colgar en la puerta de su despacho: uno con el dibujo de una paloma, el
otro con la imagen de un diván. El primero quiere decir: "Estoy en gira"; el
segundo: "No molesten..." Los lances amorosos del bizarro tuerto son múltiples.
Hoy, desde el gobierno, Moshé Dayan ha ganado una guerra y debe ganar la paz. Pero
el terreno de la diplomacia puede ser más arduo que las arenas movedizas del Sinaí.
Israel, hasta de vivir con perenne riesgo, parece inclinada a mantener posiciones
obtenidas con las armas para asegurarse una mejor protección, así como ampliar su
territorio y recibir un aflujo inmigratorio que robustezca el cuerpo nacional. Esto no es
tolerable ni para los árabes, ni para la Unión Soviética con el bloque comunista, ni
tampoco para muchos países del Tercer Mundo que verían en la aceptación internacional
de nuevas fronteras un precedente muy riesgoso con respecto a sus propias líneas
demarcatorias. Francia se ha mantenido amiga de árabes e israelíes, pero ya deja
entrever que no aceptará cambios de fronteras debido a la guerra. Los aliados más
sólidos de Israel, como Gran Bretaña y otros países europeos, dependen mucho del
petróleo del Levante y tal vez se inclinen a apaciguar a los árabes en desmedro del
vencedor. En cuanto a los Estados Unidos, sin duda tratarán de salvar el acuerdo logrado
con la Unión Soviética: un acuerdo que ha demostrado cómo la paz y la guerra dependen
en última instancia del solitario diálogo secreto entre las dos superpotencias
nucleares. La posición diplomática de Israel es delicada, y se prevén largas y feroces
batallas en las Naciones Unidas y sobre todo en las trastiendas de las cancillerías. |

Moshé Dayan, héroe, arqueólogo y Don Juan

la joven generación progresista y tecnificada que labró la
victoria demuestra su alegría al haber recuperado a Jerusalén, cumpliendo el sueño de
sus antepasados

si después de cada victoria israelí, Moshé Dayan depuso las
armas, hoy es figura fuerte en la mesa que negociará la paz o la continuación de la
guerra
Lo más candente es
el problema de los refugiados palestinos cuyo número se ha visto ahora violentamente
incrementado: en esa solución deben participar por igual Israel y los países árabes.
Dayan lanzó la idea de una confederación árabe israelí que cooperase
salvaguardando los aspectos nacionales. Parece un proyecto utópico. Sin embargo, la
única solución durable residiría en un diálogo profundo y sincero entre árabes e
israelíes: los primeros deben aceptar el hecho consumado de una nueva nación no
islámica en la zona; los segundos deben evitar todo envanecimiento y aceptar que no
están enclavados en occidente sino que pertenecen a una región oriental cuyos intereses
básicos deben entender. Claro que lo previo sería una total reconciliación de los
enconados enemigos. La desaparición de Nasser hubiera facilitado tal vez el diálogo.
Pero en momentos tremendos para el ultraemotivo pueblo árabe, renunciar a un símbolo
como Nasser hubiera sido mucho peor que renunciar a la victoria. De todos modos, la
perduración de ese símbolo ya figurado parece difícil. Se dibujan dos posibilidades de
reemplazo: una, que Boumedienne, cuya influencia se agiganta, tome el lugar del Rais
egipcio, con lo que se esfumaría toda chance de paz sólida. La otra consistía en una
improbable pero no imposible preeminencia de las posiciones moderadas como la de Bourguiba
de Túnez que hace ya dos años pidió tratativas directas con Israel. Entonces los
árabes aceptarían coexistir con el enemigo mientras libasen sus urgentes batallas por el
desarrollo y por el aprovechamiento de sus enormes riquezas petrolíferas. En ese caso
-una eventualidad que hoy parece apenas un sueño-, Moshé Dayan, que sabe que se pueden
ganar cien guerras pero que no se puede pelear por los siglos de los siglos, se
dedicaría, con un suspiro de alivio, a la agricultura, a la arqueología y a ese
"juego de damas" en el que demuestra también insuperables calidades de
estratega... |