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A fines del mes pasado, Henry
Kissinger prevenía una una vez más a la URSS contra toda tentación de inmiscuirse en
los asuntos portugueses, aunque sin mencionar una sola prueba de que ello ocurra. Por el
contrario, él mismo, en su reciente discurso de Milwaukee, había desautorizado el fácil
recurso de atribuir a designios de Moscú las vicisitudes de ese país, originadas por una
larga dictadura y una guerra colonial perdida.
Pocas horas después, Leonid Breznev, recibiendo en las playas de Crimea a un grupo
de senadores norteamericanos, advertía que ninguna potencia debe intervenir en los
asuntos internos de Portugal, y señalaba, para demostrar la inocencia de su gobierno, que
el Partido Comunista Portugués no integra el quinto gabinete revolucionario.
La torpeza de esta argumentación es evidente: como hubo comunistas en los cuatro
gobiernos anteriores, se podría deducir que entonces la URSS se entrometió hasta ahora;
lo que Kissinger niega.
Pero tampoco el jefe de la diplomacia norteamericana estuvo muy feliz al recordar
que Portugal es "un viejo aliado de los Estados Unidos", porque ello obliga a
recordar que no es la URSS, precisamente, quien ocupa la base de Lajes, en las Azores,
donde se ha manifestado un movimiento sececionista (¡cuyos dirigentes han sido recibidos
por el propio Kissinger!).
Por otra parte, el jefe soviético declaró a los senadores que no cree necesario
poner en práctica todo lo establecido en el Acta de Helsinki en cuanto a los derechos
humanos, porque ese documento no es un tratado y no comporta obligaciones, (¡con lo cual
reduce su eficacia, después de haber luchado más de una década para consolidar, por su
intermedio, las actuales fronteras en Europa!). Y Kissinger, a su vez, cuando supone que
su país tiene derechos especiales "de este lado de la línea", está adoptando
la vituperada "doctrina Breznev", ¡que sirvió en 1968 para justificar la
invasión de Checoslovaquia! Doctrina que la URSS condenó formalmente al suscribir el
Acta de Helsinki.
Rífifí entre los comunistas
Estas divertidas contradicciones
de las dos superpotencias, sin embargo, no merecen mayor atención que la polémica entre
los partidos comunistas a propósito de Portugal.
Pravda, Órgano del Comité Central soviético, que hace pocos meses recomendaba a
los comunistas portugueses una actitud más conciliadora con los socialistas, publicó
sorpresivamente el 8 de agosto un texto teórico de Konstantin Zarodov sobre el conocido
trabajo de Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la Revolución Democrática.
Según ese folleto, escrito en Ginebra el año 1905, los comunistas deberían establecer
su "hegemonía" sobre los otros partidos, aun "sin mayoría
aritmética" y "por la fuerza", si es necesario.
Los comunistas franceses, aliados a los socialistas de Francois Mitterrand, se
apresuraron a declarar que su línea política se decide en París y no en Moscú. Sin
embargo, no parecen muy convencidos de que esa alianza los lleve al poder más
rápidamente que mediante la infiltración en el Ejército, siguiendo -con todas las
diferencias del caso- el ejemplo portugués.
En cuanto a los comunistas italianos y españoles, que el mes pasado firmaron una
declaración conjunta en favor del "pluralismo" político, el cual sería no ya
un recurso táctico, sino una opción definitiva -válida para toda Europa Occidental-, no
han titubeado en condenar expresamente a sus camaradas lusitanos, provocando una airada
réplica de Alvaro Cunhal.
Para entender lo que pasa en Portugal es preciso, antes que nada, notificarse de
que en abril de 1974, cuando se derrumbó la dictadura salazarista, no había sino dos
centros de poder: uno, el Movimiento de las Fuerzas Armadas; otro, el Partido Comunista
Portugués. El MFA surgió de la noche a la mañana, sorprendiendo por completo a los
servicios de inteligencia militar y a los del cuerpo diplomático extranjero El PCP fue,
durante medio siglo, la única resistencia organizada; sus dirigentes habían envejecido
en la clandestinidad, una clandestinidad sin esperanzas.
Durante varias semanas, el júbilo popular envolvió tanto a los jóvenes oficiales
revolucionarios como a los veteranos militantes comunistas, y los claveles rojos
ensartados en los fusiles simbolizaron esa extraña comunidad de ideas entre dos fuerzas
que habían sido entrenadas para combatirse con odio feroz. "Mientras los militares
portugueses fascinaban al mundo -escribió un periodista extranjero-, sus comunistas los
fascinaban a ellos." En medio de un pueblo sin nervio, sin espíritu de lucha,
resignado a una opresión inmemorial, unos y otros tenían el sentido del mando, de la
disciplina y de la organización.
Dos minorías
Eran dos minorías, sin embargo.
Entre 6.000 oficiales de las tres armas, los miembros del MFA no pasaban de .300. Los
comunistas contaban con algunas decenas de miles de simpatizantes en los barrios
industriales de Lisboa y Oporto, pero el "aparato" del partido, los
"profesionales", los "responsables", tampoco excedían esa cifra.
Ambas minorías tomaron rápidamente las posiciones claves: Una en los cuarteles y
en las bases aéreas y navales; la otra en los sindicatos que emergían de la ilegalidad;
en la prensa, la radio y televisión, la propaganda del Estado; y en los concejos
municipales, votados por aclamación. El PCP, sagazmente conducido por Alvaro Cunhal, un
intelectual que pasó más de la mitad de su vida en la cárcel y el exilio, disponía,
incluso, de un partido satélite: El Movimiento Democrático Portugués, que había
disfrutado de una cierta tolerancia bajo el gobierno de Marcelo Caetano; seguramente lo
consideraba útil para mantener entretenida a cierta pequeña burguesía con "ideas
avanzadas".
Pero después del 25 de abril empezaron a moverse otras fuerzas tanto o más
minoritarias que las otras dos, las cuales, sin embargo, connotaban de alguna manera los
intereses de vastos sectores de la sociedad portuguesa, con sus 10 millones de almas,
incluido el medio millón de trabajadores repartidos por Europa y más de un millón de
colonos establecidos en África (Guinea, Angola, Mozambique, Cabo Verde, Santo Tomé y
Príncipe) y en Asia (Macao y Timor).
La burguesía urbana buscó su expresión en el Partido Socialista Portugués,
fundado poco antes en Bonn, con ostensible ayuda financiera de la socialdemocracia
alemana. Aunque su jefe, el abogado Mario Soares, no se cansaba de repetir que su partido
es, de veras, revolucionario y no vagamente reformista, como todos los demás de la
Internacional Socialista, el comercio, la industria y las finanzas aportaron al PSP, como
la mejor alternativa posible a la diabólica alianza del MFA y el PCP.
Esos mismos intereses, no del todo tranquilos ante los arrebatos oratorios de
Soares, erigieron también otra socialdemocracia, más genuina, como que se atreve a
presentarse como tal en medio de la tormenta revolucionaria. Era el Partido Popular
Democrático, inspirado por Francisco Sa Carneiro, jurista de 32 años que se había
distinguido por su celo liberal, más que por la exigencia de bruscas transformaciones
sociales. Si el PSP, presionado por su ala izquierda, se tornaba incómodo, el PPD
actuaría como reaseguro. Esa presión se alivió con dos crisis sucesivas: El MES
(Movimiento de Esquerda Socialista) y el FSP (Frente Socialista Popular) sólo pudieron
segregar algunos tecnócratas que habían servido en organismos internacionales y
minúsculos grupos de estudiantes bulliciosos.
En cuanto a los arrogantes terratenientes del Norte, que mantuvieron bajo Salazar y
Caetano una relaciones de producción semifeudales y las indigentes masas rurales
domesticadas por una mohosa Iglesia sin inquietudes conciliares, se expresaron
políticamente a través del CDS (Centro Democrático y Social).
El monóculo caído
La dinámica revolucionaria dejó
atrás rápidamente a la primera combinación ministerial, presidida por el catedrático
liberal Adelino Palma Carlos, e integrada por los cinco partidos antedichos. El presidente
de la República, general Antonio de Spínola, se había quitado el monóculo; pero era,
sin duda, un sobreviviente del antiguo régimen, que se contentaba con disolver la PIDE
(policía secreta del salazarismo) y tolerar una iracunda libertad de prensa. |

Melo Antunes

Otelo de Carvalho

Mario Soares
Pronto quedó en minoría en la
Junta de Salvación Nacional (siete miembros, todos militares) y tuvo que nombrar primer
ministro al "brigadeiro" Vasco Goncalves, quien representaba entonces a una
clara mayoría del MFA. Mario Soares, canciller, dedicó unos meses a descolonizar los
territorios africanos, donde se formaron gobiernos de transición hacia la independencia,
todos ellos dirigidos por partidos nacionalistas de izquierda.
Pronto se hizo evidente la rivalidad entre el PCP, que apoyaba sin reservas al MFA,
no sin arrostrar furiosas críticas de la ultra-izquierda (maoísta, trotskista,
anarquista, incluso la de un grupo "albanés"), y el PSP, que protestaba contra
el "sectarismo" comunista, patente en un voraz monopolio de los medios de
difusión.
El 28 de setiembre, Spínola intentaba convocar a la "mayoría
silenciosa", que indudablemente veía con alarma la radicalización del MFA.
Fracasó. Las calles de Lisboa y los accesos a la capital fueron copados por las fuerzas
de seguridad del Copcon (Comando Operativo del Continente), al mando del joven general
Otelo Saraiva de Carvalho, y por grupos de civiles diestramente movilizados por el PCP.
Existen dudas razonables sobre la autenticidad de golpe de Estado
"spinolista" de este año. Ciertamente, el ex presidente se había convertido en
centro de atracción de todos los militares descontentos; pero es muy probable que la
intentona haya sido precipitada por agentes infiltrados en la conspiración. Spínola y
otros 18 oficiales se asilaron primero en España y luego en el Brasil; varias decenas de
sospechosos fueron encarcelados y expulsados de las filas.
De contragolpe, el MFA y los partidos de izquierda estatizaron el 60 por ciento de
la economía nacional, "para privar de base material a la burguesía
reaccionaria". Acción políticamente explicable, condujo a una grave situación
económica, caracterizada por la fuga de capitales, la indisciplina laboral, un fuerte
incremento de la tasa inflacionaria y la del desempleo, esta última acelerada también
por el regreso a la metrópoli de buena parte del Ejército colonial y muchos miles de
afroportugueses, en medio de los disturbios raciales que sacudieron sobre todo a Angola y
Mozambique.
Portugueses, a las urnas
El 25 de abril, primer
aniversario de la Revolución de los Claveles, el pueblo portugués, con entusiasmo
insospechado, acudió a las urnas para formar una Asamblea Constituyente cuyos poderes
habían sido previamente limitados por el Consejo de la Revolución que impuso a los nueve
partidos legalizados un compromiso por el cual aceptaron el proyecto constitucional que
oportunamente les presentaría el MFA. El PSP, el centro y la derecha firmaron bajo
protesta, pero así logró el MFA disimular el hecho indudable de que había perdido una
parte del apoyo popular con que fue acogido el año anterior.
Lo que no pudo disimularse, en cambio, fue la derrota del PCP y su aliado el MPD,
que reunieron apenas el 18 por ciento. Las dos terceras partes del cuerpo electoral votó
por los socialistas y, en segundo término, por los demócratas-populares. No fue una
sorpresa sino para quienes, intencionadamente, habían agitado el "fantasma
comunista". Nadie podía suponer que el PCP tuviera una fuerza electoral comparable a
la de su poder de movilización. Los nostálgicos del salazarismo alcanzaron una ínfima
representación en la Asamblea, pero todo el poder económico privado y el activo
proselitismo del clero se concentraron sin vacilaciones en los emblemas del PSP y del PPD,
los cuales aglutinaron así un electorado ajeno, que no se corresponde en modo alguno con
la línea política oficialmente declarada por ambos partidos.
Aunque el Consejo de la Revolución trató de minimizar el significado de la
elección, alegando que el PSP y el PPD fueron votados en cuanto se los consideró
solidarios con el MFA cuyo proyecto constitucional deberán hacer suyo, esos resultados
provocaron una crisis política y militar que ha durado ya cuatro meses y Soares,
respaldado por toda la socialdemocracia internacional y en particular por la Comunidad
Económica Europea, que promete créditos por valor de 600 millones de dólares, exigió
una composición ministerial a tono con la consulta popular. Al no obtenerla, retiró del
gobierno a sus representantes y lanzó enardecidas multitudes al asalto de los locales
comunistas, sin que ello respondiera a la provocación para no debilitar aún más a
Goncalves.
No tardó en escindirse del Consejo de la Revolución una tendencia moderada que
tiene por jefe al mayor Ernesto Melo Antunes, que sucediera a Soares en la cancillería.
Nueve oficiales, contando él mismo, firmaron un documento contra Goncalves, a quien
sostuvieron en un principio los otros veinte. Pero cinco de ellos adhirieron a un programa
ultraizquierdista concebido por Otelo Saraiva, cuya fraseología tremebunda parece
destinada a enmascarar una coincidencia de hecho con la campaña de Melo Antunes contra el
primer ministro. El Consejo de la Revolución, sintiendo que la división en su seno se
ahondaba, transfirió sus poderes a un triunvirato formado por Costa Gomes, quien no
oculta sus simpatías socialistas, por Goncalves, tildado de cripto-comunista, y por
Saraiva, singular personaje en quien algunos adivinan que hay pasta de dictador, no
importa si de izquierda o de derecha.
El juego es muy intrincado y, además, bastante sucio. La conexión entre Soares y
Melo Antunes es pública; la de ambos con Costa Gomes, prácticamente segura; la de
Saraiva con todos ellos, más probable que su fidelidad a Goncalves. Pero existe otra,
aún más turbadora. Spínola estuvo secretamente en París durante quince días y se
publicó que ha recibido a toda clase de opositores, incluido algún emisario socialista.
Soares desmintió, pero Spínola se ha negado a hacerlo. |