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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

HIROSHIMA
NUNCA MAS

A 24 años de la mayor catástrofe provocada por el hombre, el mundo no ha logrado disipar la angustia que acarreó esa trágica experiencia. La aterradora posibilidad de que la hecatombe se repita convierte a cada uno de los episodios que rodearon la gestación de la bomba atómica en dramáticos mojones de un camino que no debe volver a transitarse.
La calurosa noche del 2 de agosto de 1945 el presidente norteamericano Harry Truman escuchó con más atención que nunca la suave voz del locutor Japonés, que entre descargas de estática completaba su habitual emisión de noticias de guerra. Truman era un maníaco oyente de esos boletines enemigos que ofrecían la visión nipona de los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial. Ya derrotado el Eje en Europa, ahora Estados Unidos, Gran Bretaña y China volvían su potencial contra el coloso japonés. Horas antes, los tres aliados habían enviado un ultimátum de rendición incondicional a Tokio; curiosamente, la amenaza del uso del "arma total" (eufemístico nombre de la bomba atómica) no constaba en el texto del emplazamiento. La voz del locutor hizo desdeñosa referencia al documento aliado y con la Marcha Imperial se dio por finalizada la trasmisión. Entonces, sin pensarlo más, Truman tomó el teléfono y se comunicó con el Pentágono; "Elijan un centro poblado, arrojen a Little Boy". La escueta orden cambiaría el curso de la historia a extremos que aún hoy la humanidad no puede prever.

 

 

 

La bomba no era muy diferente a cualquier otra de las que solían arrojar las superfortalezas volantes B-29, grupo 509, al mando del coronel Paul W. Tibbets. Era un cilindro de 80 centímetros de diámetro, 3 metros 28 centímetros de largo y 4.400 kilos de peso. La carga nuclear era de apenas 62,3 kilos de uranio 235, descompuesta en cuatro partes iguales y escrupulosamente separadas. Sólo a último momento 4 mecanismos detonantes estarían listos para hacer estallar las cargas, aproximando la una contra la otra hasta alcanzar un masa crítica a 1.500 metros por segundo. El 3 de agosto Little Boy (pequeño muchacho) hacía ya una semana que se encontraba en la isla de Tinian, en el archipiélago de las Marianas, en la Micronesia, traída por el crucero Indianápolis.
En la noche del 5 de agosto un zafarrancho de combate alertó a todos los pilotos de la base de la Fuerza Aérea norteamericana, cuyos aparatos estaban dispuestos para una misión de rutina, consistente en volar a 500 kilómetros por hora y 9 mil metros de altura para bombardear objetivos nipones. Pero era un avión llamado Enola Gay (en homenaje a la madre del comandante Tibbets) el elegido para un minucioso proceso de ajuste final. La tripulación del B-29 sólo sabía que una bomba de considerable poder iba a ser arrojada sobre un objetivo aún ignorado. El comandante Tibbets apenas sabía que Kokura, Yokohama, Nagasaki e Hiroshima eran los blancos posibles, cuya elección final dependería de las condiciones atmosféricas reinantes sobre esos puntos.
Esa noche nadie durmió en la base: era la 1.37 del 6 de agosto cuando decolaron de Tinian tres B-29 cargados de instrumentos meteorológicos. A las 2.45 partió el Enola Gay con Little Boy en el vientre. Había doce hombres a bordo: los pilotos Tibbets y Charlie Lewis, el radarista Peter Stiborik, los expertos en la bomba Mike Jeppson y John Beser, el navegante Van Kirk, el ayudante Tom Ferebee, el radiotelegrafista Barry Nelson, los electricistas James Shumart y Frederick Duzembury, el ametralladorista Norman Caron. Hoy nadie se acuerda de sus nombres: eran meros instrumentos, pero casi todos terminaron sus días refugiados en sanatorios, manicomios y cárceles. Durante los primeros 2.600 kilómetros el aparato voló a sólo 2.500 metros, para no provocar una catástrofe al enfrentar a alguna de las macizas formaciones de B-29 que en esos días cubrían el cielo oriental. A las 6.05 pasó sobre las islas de lwo Jima y recién entonces la aeronave comenzó a elevarse hasta 9 mil metros sobre el mar. Mientras tanto, una de las fortalezas volantes que cumplían servicios meteorológicos informó escuetamente a Tibbets: "Cielo cubierto sobre Kokura. En Yokohama: cubierto. En Nagasaki: cubierto". Tras una breve pausa, la voz impersonal comunicó: "Hiroshima: sin nubosidad. Tiempo muy bueno. Visibilidad excelente". El oficial responsable del informe eran William Eatherly, quien terminaría siendo el pacífico interno número A 29465 del hospital psiquiátrico de Waco, atacado de "locura atómica".
En ese momento los 250 mil habitantes de Hiroshima despertaban para iniciar un muevo día; apenas se preocuparon por aquellos dos extraños aparatos enemigos -tan frecuentes, por otra parte- que daban vueltas sobre la ciudad. Por pura rutina, las sirenas de alarma antiaérea comenzaron a sonar, mientras las patrullas de la Defensa Civil ni miraron al cielo. Los cañones enviaron una andanada, en un saludo casi formal, para cumplir con las extrañas cortesías de la guerra. Eran las 7.31 cuando cesó el fuego, mientras el Enola Gay, en ruta ya directa hacia Hiroshima, cubría los últimos 350 kilómetros de distancia. La guerra era algo remoto bajo ese sol tan tibio, en ese cielo sin nubes, sin viento, sin brisa casi. A las 8 el Enola Gay estaba a menos de cien kilómetros y el mayor Ferebee se preparaba a abrir las compuertas que ocultaban la única bomba que cargaba el aparato.
El pastor Yoshio Okado, en las colinas verdes de los suburbios de Hiroshima, apenas divisó un punto plateado que se desplazaba allí, muy arriba. Eran las 8.11 cuando Tibbets corrigió la ruta hacia la izquierda, a 9.632 metros de altura y a una velocidad de 528 kilómetros por hora. A las 8.14 Ferebee abrió las compuertas y toda la tripulación fijó sus ojos en la rápida maniobra del comandante Tibbets, quien inició el regreso. Eran las 8.15 del 6 de agosto cuando la bomba explotó a 600 metros de altura sobre la ciudad, pulverizando al instante todo lo existente en un área de tres kilómetros cuadrados y vomitando una masa de aire que alcanzaba entre 300 y 900 mil grados de temperatura sobre una superficie diez veces más extensa. Aquellos habitantes de Hiroshima que fueron disueltos dejaron su sombra sobre las piedras vitrificadas. La onda expansiva ejercía una presión de 7 mil toneladas por centímetro cuadrado. Arriba, la mano de un gigante parecía intentar apresar a la fortaleza volante; sólo la pericia de Tibbets permitió mantener el control. Abajo, el infierno.
Quienes estaban al descampado ni siquiera tuvieron idea de lo que les sucedió: sin piel, vomitando, apenas atinaron a arrastrarse hacia hospitales, de los cuales sólo tres sobre cuarenta y siete habían quedado en pie. Ya no quedaba Defensa Civil en Hiroshima: todo había terminado, ardido, desintegrado.
Esa noche el presidente Truman anuncia la verdad al mundo. De las bases del Pacifico parten enjambres de bombarderos que lanzan millones de volantes sobre el Japón para que la opinión pública presione al emperador y lo obligue a rendirse sin condiciones. Los norteamericanos amenazan con una bomba aún más poderosa, de plutonio. Las radios japonesas, sin embargo, no dan indicios de que Hirohito se sienta derrotado. La bomba de plutonio explota a las 11.02 del 9 de agosto sobre Nagasaki, y sus efectos, aún más diabólicos, fuerzan a los generales japoneses a negociar a través de la Cruz Roja. El 14 de agosto la rendición se formaliza y el 2 de septiembre el acorazado Missouri, con el general Douglas Mac Arthur a bordo, entra en la rada de Tokio. La Segunda Guerra Mundial ha terminado, a la sombra del hongo atómico. La historia de este genocidio comienza, sin embargo, en un recoleto gabinete de física, en Francia, a fines del siglo pasado.

PATRIARCAS Y CULPABLES

Un día de 1896 el físico Henri Becquerel observó que un fragmento de uranio que había quedado en un cajón de su escritorio había logrado impresionar una placa fotográfica a pesar de la envoltura de carbón aislante que lo cubría. Esa propiedad de emitir radiaciones fue luego denominada radiactividad. En 1945 esas mismas radiaciones provocaron la destrucción de dos ciudades japonesas. Esta es, en síntesis, la trayectoria del mineral tal como te expresó el escritor científico Georges Gamow. Claro que entre ambas fechas hay 49 años, en cuyo trascurso el hombre primero intuyó, para luego utilizar, una nueva forma de energía pasible de ser desplegada con fines pacíficos. Tal fue el primitivo propósito que impulsó a los sabios que investigaron en ese campo. Los estrategas de la guerra vinieron mucho después.
Cuando el físico alemán Albert Einstein estructuró su famosa relación E = mc2 (que en lenguaje más simple establece la equivalencia entre masa y energía y es un fundamento para el desarrollo de la liberación del átomo), por supuesto que no pensaba en Hiroshima. La tragedia atómica reside en que existen dos campos distintos (la investigación nuclear y sus aplicaciones bélicas), que en un principio nada tenían que ver entre sí. La historia debe remontarse, en rigor, a los primeros adelantados, como Demócrito y Empédocles, quienes esbozaron teorías del átomo, luego combatidas por Aristóteles, hace ya más de 2.500 años. Pero es en realidad en el siglo XIX cuando Dalton coloca las bases de una teoría atómica científicamente fundamentada, luego enriquecida por físicos como Amadeo Avogadro, Demetrio Mendeleiev y Guillermo Proust.
La materia tiene un componente elemental que es el átomo, su partícula más pequeña. El italiano Avogadro determinó la diferencia entre átomo y molécula, esta última integrada por átomos elementales aunque de diversa naturaleza, mientras Mendeleiev puso a punto el famoso sistema periódico de los elementos dispuestos en orden de su peso atómico creciente. Luego, el alemán Guillermo Röentgen, al descubrir los rayos X, en 1895, reveló que dentro del átomo existen pequeños corpúsculos; así cayó el mito según el cual el átomo era indivisible, comenzando realmente la edad de la Física Atómica. Las partículas detectadas por Röentgen y un colega inglés, John Thompson, son denominadas electrones. Pero todas estas revelaciones no significarían nada si no fuera porque Becquerel -y su fragmento de uranio en el cajón del escritorio- utilizó todos estos nuevos conocimientos para un trabajo sistemático que luego continuaron los esposos Pierre y Marie Curie. La vida de ambos sabios constituye una conmovedora parábola al servicio de la ciencia: en 1898 descubren el polonio y luego el radio, un elemento cuyo poder radiactivo es millones de veces superior al uranio. Pero todavía este rompecabezas no está arenado: en 1900 un inglés genial, Ernest Rutherford, juega un papel clave al dedicarse a estudiar las relaciones entre los electrones y la radiactividad.

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Franklin D. Roosevelt

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Albert Einstein y sus colaboradores

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16 de julio de 1945, primer bomba experimental

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Claude Eatherly suministró el parte meteorológico que posibilitó al Enola Gay arrojar la bomba sobre Hiroshima

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Enola Gay

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Einstein informó a Roosevelt sobre la posibilidad de que los científicos alemanes pudieran fabricar la bomba nuclear

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Base Trinidad en el desierto de Alamogordo

Por esa misma época el alemán Hans Geiger inventa su hoy popularísimo contador de radiaciones, llegando a discernir que los minerales radiactivos emiten tres clases de rayos: alfa, beta y gama. Luego comienzan experiencias de increíbles resultados. El físico Ginestra Amaldi ejemplifica en 1901: "Si imaginamos al átomo como una esfera que tenga un diámetro de un kilómetro aproximadamente, el núcleo estará en el centro y será otra esfera de pocos centímetros de diámetro". Estas no son ejercitaciones puramente lúdicas, sino que posibilitan los trabajos de Max Planck, un suizo que prepara el advenimiento de las teorías einstenianas. Así, Planck sostiene la hipótesis de que la energía es enviada de manera discontinua, en dosis sucesivas llamadas cuantos. En 1905 Einstein afirma que la energía no sólo es enviada y recibida por estos cuantos, sino que es la luz viajando por el espacio, localizada en cuantos luminosos o fotones.
Los aportes del danés Niels Bohr, en 1912, completan el proceso que revoluciona todos los fundamentos de la física: Bohr demostró que los electrones circulan por órbitas bien precisas, cada uno con su nivel de energía. Quizá Robert Jungk pueda explicar muy didácticamente todo este proceso; el citado científico resume la profunda revolución que vive la física de fines de siglo y de principios del actual, al afirmar: "Una violenta sacudida había sufrido la concepción válida durante milenios según la cual la naturaleza era evolutiva y no procedía por saltos. Ahora dichos saltos parecían un hecho. Einstein había demostrado que los datos espacio y tiempo eran relativos, descubriendo asimismo que la materia era energía congelada; los Curie, Rutherford y Bohr mostraban que lo indivisible era divisible, que lo que parecía fijo en realidad estaba en constante movimiento y trasformación".
Las fichas del mosaico empezaban a ajustarse. La física teórica asumía una dirección totalmente nueva, trasformándose en "mecánica cuántica". La matemática tiene una directa relación con estas trasformaciones y así, a mediados de la década del 20, entre las verdes colinas que rodean a la Universidad alemana de Gottingen, y en el laboratorio de Rutherford, en Cambridge, Inglaterra, un núcleo de cerebros excepcionales prepara, sin saberlo, la mayor catástrofe desatada por el hombre.

(sigue)

 

 

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