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DE HITLER A ROOSEVELT
Dos vértices más completaban el
cuadrilátero: Copenhague, donde Niels Bohr dirigía a su grupo danés, y las
universidades norteamericanas. En un clima de idílica colaboración académica, el futuro
Padre de la Bomba H, el alemán Robert Oppenheimer, ingresó en Gottingen. Luego, en sus
memorias, aseguraría que el nivel de discusión y experimentaciones en que se trabajaba
en las universidades "implicaba una verdadera fraternidad, donde la mera idea de
utilizar la fisión atómica para construir una bomba constituía una fantasía tan
inadmisible que jamás recuerdo haber escuchado conversación alguna sobre el tema".
Incluso el irascible Rutherford, amo absoluto de Cambridge, comentó en 1933: "Quien
habla de utilizar eventual mente la energía atómica liberada en vasta escala, está en
la Luna". Tampoco Einstein creía en las posibles aplicaciones prácticas de sus
descubrimientos.
Es en 1935 cuando el sabio italiano Enrico Fermi, en su gabinete de Roma, bombardea
y fisiona por primera vez un átomo de uranio. Pero en esos años la persecución nazi
contra los científicos liberales o judíos hace que el acontecimiento -afortunadamente-
no pueda ser debidamente aprovechado por la Alemania sometida al hitlerismo. Comienza la
fuga de cerebros; la universidad de Gottingen, orgullo de la cultura occidental, queda
devastada y el propio Führer, sin saberlo, deja escapar de sus manos el arma más colosal
que jamás hubiera soñado la humanidad. La propaganda nazi describe a la teoría de la
relatividad como "un colosal bluff judío":cuando descubre su error ya es tarde.
La universidad norteamericana de Princeton, con Einstein y su equipo de refugiados,
se convierte en el más importante centro de investigación atómica del mundo. Tampoco
Benito Mussolini, más preocupado por emular la pax romana conquistando Etiopía, repara
en su Enrico Fermi, quien se asila en 1938 en la universidad estadounidense de Columbia,
junto con buena parte de su equipo, integrado por varios italianos de origen hebreo. Sólo
el científico Otto Hahn quedaba en la órbita del Eje con capacidad para fabricar una
bomba atómica para Hitler.
En julio de 1939 un refugiado con ropas muy gastadas llega al chalet de Long
Island, donde Einstein pasa sus vacaciones. Es Leo Szilard, un alemán que le confía sus
temores acerca de la posibilidad de que Hahn produzca el infernal artefacto por cuenta del
Tercer Reich. Después de la ocupación de Checoslovaquia el nazismo lanzaba diariamente
un rosario de siniestras amenazas. Bélgica, que tenía enormes reservas de uranio en el
Congo, era un codiciado botín para los generales de Hitler. Ni Szilard ni Einstein
pretenden convencer al gobierno norteamericano para que fabrique la bomba. Simplemente,
intentan que ejerza presiones para poner a buen recaudo las reservas de uranio belgas;
para ello utilizan la mediación del banquero Alexander Sachs, refinado admirador de la
pintura renacentista pero, además, amigo íntimo del presidente Franklin Roosevelt, a
quien lleva una carta firmada por Einstein. Roosevelt no presta demasiada atención al
pedido, pero Sachs le recuerda: "A Napoleón Bonaparte un joven inglés llamado
Fulton le propuso el absurdo plan de construir barcos de vapor para invadir Gran Bretaña.
¿Qué hubiera ocurrido si el emperador lo hubiera escuchado?". Roosevelt lo mira en
silencio.
A fines de junio de 1940 los Estados Unidos inician los preparativos para el
Proyecto Manhattan, que después del ataque nipón a PearI Harbor, el 6 de diciembre de
1941, se convierte en primera prioridad. En el mayor secreto, en medio del desierto de Los
Alamos (Nueva México), el trust de cerebros proporcionado por Hitler a los Estados Unidos
comienza a trabajar, aunque sin Einstein, olvidado por una inexplicable torpeza. Cierto es
que el fundador de la física atómica está desgarrado por una angustia intolerable:
arrepentido de haber dado el primer paso, asegura que no se debe construir una bomba
nuclear sino simplemente investigar sobre las leyes del electromagnetismo y la
gravitación universal. "En Los Alamos se sientan las bases para el apocalipsis
universal", confía Einstein a sus íntimos, pero ya no puede detener la maquinaria
bélico-industrial que involuntariamente contribuyó a montar. En marzo de 1945 el propio
Szilard, quien lo conectó con el gobierno norteamericano, aparece en Princeton con otro
ruego, diametralmente opuesto al de cinco años atrás. Alemania ya ha sido prácticamente
derrotada, pero los generales del Pentágono están decididos a usar la bomba atómica,
casi concluida, contra Japón. Einstein, desesperado, intenta convencer a Roosevelt de la
peligrosidad del proyecto. Pero antes de concretar una larga entrevista, que quizá pudo
ser trascendental, Roosevelt muere el 12 de abril de 1945.
LA CIUDAD ATÓMICA
Pero las investigaciones
realizadas en Los Alamos, un superlaboratorio secreto montado en las proximidades de la
ciudad homónima, poblada de latinoamericanos (16 mil habitantes), tampoco dependen
totalmente de la voluntad de Roosevelt. Ninguno de los residentes habituales de esa
región, salpicada de pueblos indios abandonados y desiertos arenosos, se enteró de la
existencia de la base hasta después de la detonación de Hiroshima. Allí trabajó, en la
mayor clandestinidad, Oppenheimer, tolerando la rudeza de cowboy del general Leslie
Groves, jefe militar de la base, cuyo único antecedente consistía en haber cumplido
pacientes tareas administrativas durante la construcción del hoy legendario edificio del
Pentágono, sede del comando militar norteamericano, en Washington.
La colaboración inapreciable del italiano Fermi demostró que era posible
desencadenar y controlar una reacción en cadena dentro de la pila atómica, pero de todas
maneras la base de Los Alamos fue sólo una de las tres que engendró la bomba. El primer
centro, llamado X, producía, en Oak Ridge, sobre el valle del Tennessee, el uranio 235;
en el centro W, en Hanford, estado de Virginia, se fabricaba el plutonio; pero era en el
centro Y, en Los Alamos, donde Oppenheimer, a los 38 años, dirigía el proceso más
decisivo: establecer la masa de material fisionable necesaria para desarrollar la
reacción en cadena y determinar los diferentes sistemas explosivos: en una palabra,
fabricar la bomba.
Bebiendo Coca-Cola (ya que las aguas de la zona estaban contaminadas o
defectuosamente filtradas), tras densas alambradas, con sistemas de vigilancia de todo
tipo, utilizando nombres falsos (Fermi se llamaba Henry Farmer, por ejemplo), unos 6 mil
científicos poblaban la base.
En junio de 1945 el general Groves insiste en que las experiencias deben concluir y
que la bomba debe ser empleada contra Japón. En una dramática entrevista, Oppenheimer le
pregunta a Groves: "¿Qué sentido tiene esa medida? Eran los nazis los únicos que
podían llegar primero que nosotros a concluir una bomba atómica. El Reich fue derrotado
y las sospechas eran infundadas. ¿Para qué desencadenar la catástrofe?". Pero
Groves no hace otra cosa que encender su pipa frente a un Oppenheimer deprimido, que
rebajó 15 kilos durante las últimas semanas.
En los primeros días de julio, a 320 kilómetros de Los Alamos, en un páramo
llamado Jornada del Muerto, bajo un sol paradisíaco, se prepara un estallido
experimental. Transcurre la cuenta regresiva: eran las 5.10 del 16 de junio cuando el
hongo deslumbrador se expande por primera vez sobre la Tierra. Una niña mexicana ciega,
Carola Torres, grita en el cercano desierto de Alamogordo: "¡He visto la luz!".
Anonadados, confusos, silenciosos, los científicos vuelven a Los Alamos. Ese estupor los
acompañará toda la vida, paralelo a una tardía tormenta de polémicas. Muchos impugnan
todo el proceso y se niegan a continuar trabajando, en tanto Harry Greneewalt,
representante de la empresa Du Pont, que construyó las grandes pilas atómicas necesarias
para producir la Bomba A, parte con rumbo a Nueva York. En rigor, la tarea de los
investigadores ha terminado y las discusiones son obviamente inútiles. Desde Hiroshima,
ese 6 de agosto de 1945, una nueva etapa se inicia en la historia militar. Y los efectos
de la defectuosa bomba lanzada por el comandante Tibbets sobre Hiroshima demuestran que
también una nueva era de siniestras agorerías se yergue sobre el mundo.
DE HIROSHIMA A VIETNAM
El informe inscripto a fuego en
las paredes del Museo de la Bomba Atómica, hoy centro de peregrinaje en Hiroshima,
constituye una inevitable advertencia: "La bomba se precipitó desde el B-29, dejando
tras sí una estela roja; antes de tocar tierra se trasformó en una esfera de fuego en
medio de una terrible detonación. Llamas rojas, azules y marrones cubrieron el 40 por
ciento del área urbana, mientras el sonido de la explosión era ensordecedor. Una columna
de humo blanco en forma de hongo se elevó en cuarenta segundos a tres mil metros, y al
minuto y medio alcanzó los nueve mil. Un cuarto de hora más tarde una lluvia densa y
viscosa, que luego se hizo llovizna, inundó la ciudad con partículas radiactivas. La
presión del aire aplastó contra el suelo todos los edificios en un radio de un
kilómetro y medio. Veinte minutos después de la explosión los incendios destruyeron la
ciudad; 240 mil personas murieron y otras 100 mil, en los alrededores, sufrieron heridas
lacerantes".
Curiosamente, el pikadon (pika, rayo, don, trueno, en japonés) se produjo a la
misma hora y en el mismo día en que, tres siglos antes, Hiroshima sufriera la inundación
más espantosa de la historia del Japón. Pero ahora las heridas invisibles, que no
producen las inundaciones, aumentaban la devastación de la ciudad. Muchos ni siquiera
sufrieron un rasguño pero -irremisiblemente condenados- murieron días o meses o años
después. Perdían el pelo, la piel, los ojos, los glóbulos blancos, y agonizan entre
vómitos y fiebres. En 1946 el promedio mensual de muertes en Hiroshima era hasta veinte
veces mayor que antes de la explosión.
Entre 1951 y 1953 millares de personas morían de cáncer, leucemia, úlceras
internas. Resfríos comunes degeneraban en dolencias crónicas; en junio de 1959 el
profesor Nazanori Makaisumi, de la Universidad de Tokio, reveló que entre las víctimas
habían aumentado los tumores, el deterioro de las funciones cerebrales, del corazón, de
los órganos respiratorios y de la circulación.
Los temidos keloid (cicatrices provocadas por las quemaduras) fueron durante la
década del 50 el más cruel estigma para los sobrevivientes, ya que muchos empresarios se
negaban a darles trabajo, porque en efecto mermaban su rendimiento. El temor de procrear
monstruos determinó que los jóvenes con keloid vivieran condenados a la soledad por
propia determinación. Según el profesor Eijo Shigueto, director de un hospital de
Hiroshima que alberga a 100 sobrevivientes, el promedio de niños deformes nacidos de
sobrevivientes de la explosión no supera, sin embargo, el que se observa en niños de
padres normales. Pero la feroz voluntad de supervivencia de la ciudad se demostró el 9 de
agosto de 1945, cuando el diario local Chugoku Shimbun reanudó sus entregas cotidianas a
tos suscriptores sobrevivientes.
Esta voluntad convirtió a Hiroshima en la ciudad más pujante del Lejano Oriente.
El referido periódico afirmaba en 1959: "Hay ahora aquí más casas que antes del
pikadon: unas 90 mil contra 76.300 de entonces. De los 450 mil habitantes actuales sólo
90 mil son sobrevivientes de la catástrofe. Desde 1956 la población goza de un nivel de
ingresos superior al de otras ciudades japonesas. El promedio de lavarropas y televisores
es mayor al de cualquier centro poblado de Asia. Unos dos millones de turistas recorren
anualmente el sitio, buscando infructuosamente indicios de la catástrofe".
Sin embargo, algo ha quedado de las viejas piedras calcinadas: en el centro de la
ciudad, una construcción en ruinas exhibe el esqueleto de hierro de una "cúpula
atómica". Esos ladrillos quemados y esos hierros retorcidos son restos del antiguo
Palacio de Justicia, una especie de feria comercial permanente en donde antes de 1945 la
ciudad exhibía el producto de su actividad creadora. Sobre una de las paredes calcinadas,
escritas con sangre, pueden leerse unas palabras en inglés: "No more
Hiroshimas" (Nunca más Hiroshimas), garrapateada el 3 de octubre de 1945 por un
infante de marina norteamericano, cuando el gobierno japonés ya se había rendido. A
mediados del año pasado otra mano anónima garrapateó: "No more Vietnams".
Pero pronto la policía borró la inscripción última, trazada con una efímera tiza
blanca. La acotación ubicaba la hecatombe de Hiroshima en directa relación con el futuro
inmediato de la humanidad. |
el museo de Hiroshima
restos del desastre, reloj de bolsillo con sus agujas detenidas
a las 8.15, hora de la explosión
restos del desastre, dos botellas deformadas por el infernal
calor que irradió el estallido
museo de Hiroshima
el Cenotafio erigido en la plaza de la Paz de Hiroshima
visitantes japoneses en el salón fotográfico del Museo
la ciudad de Nagasaki, parcialmente arrasada en la mañana del 9
de agosto
fotografías de víctimas mutiladas y deformadas por la
explosión
HOMBRES O INSECTOS
"La guerra es un acto de
fuerza, y para la fuerza no hay limite alguno", habría afirmado en 1945 el general
Leslie Groves en Los Alamos, durante su conversación con Oppenheimer. Había citado al
filósofo militar prusiano Kart von Klausewitz, quien a comienzos del siglo XIX escribió
esa sentencia. Pero después de Hiroshima tales palabras son algo más que una visión del
mundo: constituyen la amenaza de la liquidación definitiva de la cuestión humana,
limpiando del planeta a sus 3.000 millones de habitantes. Mientras Hiroshima constituyó
un mero ensayo general del fin del mundo, para 1970 los doce países que cuentan con
bombas atómicas dispondrán de un stock fisionable equivalente a 500 mil bombas similares
a la empleada en Hiroshima. Pero si este material se utiliza como detonante para las
bombas de hidrógeno (cuya construcción fue calificada por Einstein como "el segundo
trágico error en la historia de la ciencia después de la Bomba A"), la potencia
destructiva podrá multiplicarse todavía más.
Y todos saben también que la hecatombe puede producirse a pesar de los recaudos:
ya se contabilizaron, por lo menos, doce accidentes graves, en los Estados Unidos y en
otras partes del mundo, que pudieron provocar la gran tragedia irremediable. La pérdida
de bombas atómicas en Groenlandia, el año pasado, no fue más que la reedición del
episodio que aterrorizó a la localidad española de Palomares en enero de 1966. La caída
de una bomba A sobre una granja de Carolina del Norte (al desprenderse de un B-52), y que
finalmente no estalló, constituye otra advertencia. Se afirma que una red de aparatos
norteamericanos y soviéticos, provistos de bombas atómicas, surcan todos los cielos del
mundo, siempre listos para la acción. Un mero error, como el satirizado en el film Dr.
Insólito, provocaría la paradójica autodestrucción del homo sapiens, a quien el
biólogo Jean Rostand llamó "débil resplandor entre dos eternidades de
tiniebla".
En caso de una guerra total, mientras los hombres mueran, "los insectos y las
bacterias sobrevivirán", según afirmó el biólogo inglés Bentley Glass,
profetizando que "las cucarachas, una especie venerable, se multiplicarán
catastróficamente, apropiándose de las casas de los hombres". Es que poseen una
enorme resistencia a la radiactividad: mientras un hombre muere al absorber 600 roentgens
(unidad en que se mide la radiación), hasta 100 mil roentgens pueden no incomodar a un
insecto.
Sin embargo, ningún panegírico pacifista podrá ignorar que las potencias que
cuentan con armas atómicas no se disponen a renunciar a sus poderes mortíferos. Las
comisiones de desarme no lograron alcanzar sus objetivos y las aproximadamente 25 guerras
zonales que estallaron desde 1945 parecerían ser la postergación o la focalización de
una guerra total. La creciente preeminencia de los planes logísticos sobre los programas
de uso internacional y pacífico del átomo es un hecho que los expertos no ignoran. La
más reciente potencia nuclear China comunista, acusada de ser partidaria de un holocausto
universal, afirmó, a través de su dirigente supremo, que "nadie quiere tal cosa,
pero en la medida en que los imperialistas norteamericanos y los revisionistas soviéticos
cuenten con armas nucleares, es prudente que los estados revolucionarios posean los medios
adecuados para enfrentar la amenaza". Estas declaraciones de Mao Tsé-tung, vertidas
en mayo pasado, no pueden ocultar que el mundo avanza sobre el filo de te navaja.
Recordar a Hiroshima puede ser, para algunos, un abstracto y lacrimoso panfleto
pacifista; sin embargo, desde cualquier ideología o perspectiva filosófica el siguiente
testimonio es inapelable. Sadako Sasaki no nació en agosto de 1945. En esa época la
niña estaba en el vientre de su madre, quien sufrió la radiactividad de Hiroshima. A los
12 años enfermó de leucemia. Según una antigua tradición japonesa, un joven que está
a punto de morir puede salvarse si construye con sus manos 2 mil cigüeñas de papel.
Sadako se puso a trabajar y llenó su habitación con pequeños pájaros de colores.
Llegó a confeccionar 544. Fue entonces que todos los estudiantes japoneses se entregaron
al delirio de fabricar cigüeñas de papel. Pero la radiación derrotó al mito. Las
últimas palabras de Sadako fueron: "¡Papá, mamá, no lloren!". Eso fue en
1957 y millones de hombres sintieron la misma desesperación que expresó una víctima de
Hiroshima, en un poema escrito cuando Eleanor Roosevelt, la viuda del presidente
norteamericano, visitó la ciudad: El gran hongo-nube me ha devorado; No aparte usted la
vista, señora de Roosevelt: Mientras viva, permaneceré sepultado en sus tinieblas.
agosto 1969
revista siete dias ilustrados |