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Hace quince días el periodista
británico Peter Lawrence voló de Londres a Moscú. En su cartapacio llegaba una
primicia: "No debe dejar de venir -le había escrito su colega ruso Alexander
Adveenko, un mes antes-. Son muy pocos los que están enterados del acontecimiento y si
las cosas ocurren como yo pienso todo el asunto será una verdadera revolución" Se
refería a La guerra y la paz, el ballet de Natalia Kasatkina y Vladimir Vasilyev que -la
semana pasada- obtuvo el primer premio en el Festival Nacional de la Danza, organizado por
el teatro Bolshoi, de Moscú. Adveenko no se equivocaba: cuando el jurado no tuvo otra
chance que la de adjudicar a la pieza el galardón más importante, se tuvo la certeza de
que algo acababa de morir en Rusia. Lawrence, de esa manera, fue el único periodista de
Europa occidental que pudo acceder a esos funerales: su crónica es un minucioso trabajo
de orfebrería. En ella se narra una historia mínima, intima, donde los principales
protagonistas son Nina Sorokina y Yuri Vladimirov, una pareja de bailarines que -con la
fuerza de su arte- han decretado la desaparición del ballet tradicional en la Unión
Soviética. Una renovación cuyas proyecciones finales son, todavía, muy difíciles de
prever. Con todo, algo es indudable: las formas clásicas de la danza han sufrido un duro
revés en la Rusia soviética.
Son, por cierto, los síntomas claros de un nuevo deshielo.
UN LENGUAJE DISTINTO
La intrincada y estática
geometría de los ballets tradicionales, las pautas hieráticas establecidas por las
costumbres, no son a la medida de Nina y Yuri. Atrincherada en el teatro Bolshoi desde
hace poco más de una década, la pareja -son marido y mujer en la vida real- fue
motejada, con frecuencia, de anárquica y poco disciplinada. "Yo soy incapaz de
sumergirme en el rol almidonado de esos príncipes a los que nos tiene acostumbrados el
ballet tradicional", declaró en una oportunidad Yuri Vladimirov. Sin embargo, todos
coinciden en reconocer en él a uno de los mejores bailarines soviéticos de los últimos
años. Su técnica depurada, sus dotes de gran actor le valieron el elogio unánime de
críticos y especialistas.
Lo mismo ocurre con la Sorokina: desde la Pavlova -recuerdan los memoriosos- no se
había visto una bailarina como ella en los escenarios de Moscú. Tantas virtudes, no
obstante, son un alimento insuficiente para los divos; "Mi lenguaje es distinto
-asegura Yuri-; yo quiero representar a gente de mi época, usando los ademanes, los
rostros y los gestos de los tiempos actuales".
Es verdad: cuando los jóvenes coreógrafos soviéticos ponen en escena una pieza
que debe ser interpretada con un nuevo idioma siempre encuentran en Vladimirov y Sorokina
una mágica afinidad. "Yuri y Nina -se alegró el coreógrafo Vasilyev son quienes
han revolucionado el arte del ballet en la Unión Soviética. Sin ellos aún estaríamos
viendo los espectáculos tradicionales, de buena calidad técnica y profesional, pero que
nada tienen que ver con el mundo moderno. Hace quince años -certificó Vasilyev- un
bailarín del calibre de Yuri jamás habría pisado los escenarios moscovitas; pero las
cosas ahora están maduras para la renovación. Quizá lo más interesante de esta pareja
sea lo que ha enseñado a los compositores y a los directores. Yuri y Nina no sólo han
inventado una nueva simbología y perfeccionado técnicas distintas, sino que, además,
modificaron las viejas obras otorgándoles otro significado. Las empalagosas heroínas de
Tchaikovsky, encamadas por la Sorokina, se convierten en mujeres de carne y hueso, dejan
de ser muñecas refinadas, lánguidas, lacrimógenas, para volverse un cuerpo fisiológico
que sufre, traspira y hasta es capaz de perder la vida, sinceramente, por sus pasiones.
Sin ellos -finaliza el obstinado exegeta- la revolución que significa La guerra y la paz
no habría ocurrido."
"Creo que mis posibilidades de "intérprete aumentan cuando tengo el
cuerpo libre, sin las ataduras que limitan mi capacidad de improvisación", es lo que
aseguró la Sorokina en uno de los ensayos del ballet de Vasilyev y Kasatkina. Al verla
actuar su afirmación parece cierta: La guerra y la paz ostenta las filigranas de una
complicada coreografía donde -en ciertos pasajes- una verdadera multitud de bailarines se
apeñusca en el escenario. El amor interrumpido por la guerra, la lucha para conservarlo a
pesar de las dificultades objetivas, el horror de las despedidas y la euforia de los
encuentros -todos los conflictos interiores, en síntesis- encuentran en Yuri y Nina dos
actores irreemplazables. Esas virtudes, probablemente, fueron las que decidieron al jurado
a otorgarles la medalla de oro del Bolshoi -un envidiado lauro- y a Yuri el título de
Benemérito Actor del Pueblo, otorgado por la Academia de Artes de la Unión Soviética.
Sin embargo, esa circunstancia no los salvó de la critica más aguda: "Bajo
la pretendida renovación artística de Vladimirov y Sorokina se esconden viejas
aspiraciones del arte burgués -sectarizó Oleg Kalarenko, crítico de arte del Pravda,
después de asistir al último Festival del Bolshoi-; desdeñar las tradiciones suele ser
el primer paso. El segundo, que ellos aún no han dado, es el de hacer la apología de las
libertades capitalistas. Es una lástima que tan depurado desborde de técnica y
precisión se malogre por los defectos teóricos al afrontar los problemas artísticos.
Para ser un creador no hace falta barrer con un solo gesto todos los parámetros
establecidos por la experiencia y el gusto del pueblo. Esperamos que Sorokina y Vladimirov
-amenazó el teórico- no den el segundo paso: podría costarles la admiración del
público, de la que hasta ahora han disfrutado".
UN DELITO CASI PERFECTO
Con todo, el delito que se le
imputa a la pareja es -según los jóvenes- su increíble precisión para expresar los
problemas de la vida moderna en la Rusia de hoy.
La fama de rebeldes de Yuri y Nina comenzó en 1968, cuando bailaron el ballet
Geologits, pergeñado por el anticonformista Grigorovich: un músico que no vacila en
atacar las nuevas formas de alienación en la Unión Soviética. De factura dodecafónica
-donde a la orquesta se mezclan los desbordes electrónicos emitidos por una extraña
banda de sonido-, el engendro de Grigorovich cuenta la historia de amor, pasiones y celos
en que se debate una pareja de geólogos en Ucrania. |




Sin el tizne de
heroísmo que suele caracterizar a las producciones del realismo socialista, el ballet
exige de sus intérpretes una actuación exasperante, libre de conformismo. Yuri y Nina
-se asegura- alcanzaron en Geologits una de sus más empinadas actuaciones. Allí, en un
mundo desprovisto de hadas y espíritus -donde lo mágico es solamente la realidad
cotidiana de las pasiones mezquinas o nobles de los hombres-, Nina y Yuri recrearon una
pareja de adolescentes con la cual era fácil identificarse. Desde entonces, los jóvenes
de Rusia los convirtieron en sus ídolos preferidos.
Ahora -después del triunfo logrado por la guerra y la paz- la pareja prepara un
nuevo deslumbramiento: el ballet Spartacus, con música de Aram Khachaturian. "Este
Espartaco que intento llevar a escena -confiesa Vladimirov- no se parecerá a ningún otro
que se haya representado en la Unión Soviética. Nina y yo hace rato que lo estamos
proyectando; tanto nos entusiasma que hay veces que confundimos nuestra personalidad en la
vida real con los personajes de ficción. En nuestro ballet, Frigia y Espartaco no sólo
lucharán contra la injusticia, la vanidad o el vicio sino que, por sobre todas las cosas,
tratarán de preservar el amor que los une." Otra vuelta de tuerca sobre el aspecto
intimista de un tema heroico que, a no dudar, afectará el proceso biliar de los críticos
del Pravda.
Pero a Nina y Yuri eso parece no importarles: en su cálido departamento de dos
piezas, en el barrio sur de Moscú (una populosa barriada de obreros y oficinistas), se
entregan, sin tapujos, a sus diversiones favoritas: jugar con su perro, atesorar sus
medallas de oro y creerse que son -en realidad- Frigia y Espartaco. Una manera, algo
suicida, de preservar su amor y de dar el segundo paso.
revista siete días
ilustrados 1969 |