Soberanía
El combate de la Cordillera

 

 

 

 

 

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El lugar es desolado, oscuro. Una casilla de maderas (el puesto Arbilla) abre apenas sus cuatro ventanas entre un bosque de abetos, ramas y troncos secos de álamos y un cerco de montañas; a lo lejos, un lago arrima piedras y cortezas hasta la orilla. El sábado 6 de noviembre, hacia la media tarde, la bandera chilena que los carabineros habían plantado al tope de una varilla, doce días atrás, fue avistada por cinco gendarmes argentinos, la avanzada de una patrulla despachada desde Río Gallegos, capital de Santa Cruz, a las 9 de la mañana. Los hombres habían vadeado un laberinto de ciénagas y habían sorteado otros bosques antes de irrumpir en esa región, la de Laguna del Desierto.
Se tumbaron entre las maderas secas, sobre el césped helado, y rodearon la casilla. Adentro, repartidos en tres cuartos, acampaban los carabineros que comandaba el mayor Miguel Torres Fernández. Junto a sus bolsas de dormir, apoyados contra la pared, se amontonaban algunas ametralladoras del tipo Piripipí y una decena de fusiles FAL. "¿Quién es? ¿Quién anda ahí?", gritó el mayor Torres, desde la casilla. Se le ordenó salir, con las manos en alto. "Los tenemos rodeados", replicó un alférez argentino, "Salgan o disparamos."
Desde atrás de un abeto, el sargento de carabineros Miguel Manrique asomó la cabeza y alardeó: "Vengan... Los estamos esperando..." Cuenta el corresponsal del semanario Gente que Manrique se agacho como un relámpago y empezó a disparar; insiste también en que sus balas desataron la batalla. Desde el otro lado del bosque, un balazo lo tumbó, herido. '"¡Desgraciados!...'". atinó a protestar un teniente chileno, Hernán Merico Correa. Se acercó hasta las líneas argentinas, con su fusil en guardia, pero lo soltó en seguida: otro balazo le había partido el corazón.
La escaramuza duró apenas diez minutos, desde las 8 menos diez hasta las 8 de la tarde. A las 8 y cuarto, la bandera chilena era arriada de su precario mástil. Estaba llegando a su climax el más áspero litigio que hayan sostenido, a causa de sus límites, los dos países más australes de América: los mapas trazados por el arbitraje inglés estaban dando la razón a la Argentina y calificando a Chile de intruso. Pero la incursión de los carabineros no era puramente patriótica: según abundan, las constancias, parecía haber una cuestión de intereses, a la ilusión de que el territorio disputado era rico en oro y en uranio o, más probablemente, a la protección de un traspaso de ganado desde Santa Cruz hasta la provincia chilena de Magallanes.

El oficio de estar quieto
La historia es compleja y no parece inútil narrar el principia de su desenlace: el viernes pasado, al anochecer, el Director Nacional de Gendarmería, general Julio Alsogaray, esperaba en una improvisada pista de aterrizaje, junto a la Estancia San José, el avión que debía devolverlo a Río Gallegos. El lugar está a unos 180 kilómetros de la Estancia La Florida (uno de cuyos puestos es el Arbilla), y se supone que este páramo vecino al cerro Fitz Roy sigue infestado de carabineros. Fue el propio general Alsogaray quien lo dijo a Primera Plana: "Supongo que las tropas chilenas están en Juana Sepúlveda, al norte del puesto, y si avanzamos puede haber un nuevo encontronazo. La situación se agravaría entonces, por supuesto, hasta un límite insostenible. Por ahora esperamos. No hay orden de avanzar. Toda la información de que disponemos proviene de las radios chilenas".
En la casilla donde esta historia empezó, hace diez días, el sargento Juan Carlos Cabrera, protagonista del tiroteo, explica ahora: "Los chilenos dispararon primero, como le digo. Nos insultaron y nos desafiaron. El carabinero que huyó se escudó detrás de dos niños. Eso nos sublevó la sangre. ¡Debía haber oído al sargento Miguel Manrique cuando lo llevamos en una angarilla, entre los montes! ¡No hacía más que insultarnos mientras andábamos!"
En el cuartel de la Gendarmería de Río Gallegos, el hombre herido, que cumplió hace poco 40 años, ya no protesta: respirando a duras penas ("La bala me perforó un pulmón", dice), cuenta que "al ser llevado por entre las montañas pensé que no llegaría. Me tenía loco este dolor. Ahora, es cierto —reconoce—, me están atendiendo bien."
Es el propio Ricardo Arbilla, dueño de la estancia La Florida, quien encendió el polvorín. Encontró a los carabineros en posesión de la pequeña casilla construida junto al Fitz Roy y los intimó a irse, "¿Por qué? —dice que le contestaron—. Este es territorio chileno." Arbilla exhibió un mapa que procedía del propio Chile, donde el área de Laguna del Desierto aparecía incorporada a la Argentina. Los carabineros capturaron el documento y lo hicieron desaparecer. "Váyase a Santiago —dispusieron —y arregle el asunto con el Ministerio de Colonización." Ante un Arbilla estupefacto, completaron así la orden: "Los argentinos no saben pelear por lo suyo, y los gendarmes son unos cobardes. Que vengan a defenderlo si pueden".

La vida tranquila
Veinticuatro horas después de esa disputa, el Canciller Miguel Ángel Zavala Ortiz reflexionaba ante una funcionario de su Ministerio: "Tendremos un fin de semana tranquilo. El episodio de Laguna del Desierto ha sido superado y ahora discutiremos pacíficamente los límites". La frase anticipaba el tono del comunicado que darían a conocer simultáneamente, hacia el mediodía del sábado 6, los gobiernos de Argentina y Chile.
Entre los abetos y los álamos patagónicos, aquel conciliatorio documento de 60 palabras sonaba a fórmula vacía: desde Río Gallegos avanzaban los gendarmes; por entre las ventanas de una casilla, bajo el Fitz Roy, los carabineros veían ondear una bandera chilena. La Batalla de los Diez Minutos, a las 8 de la noche de ese sábado, obligó al Canciller a interrumpir su "fin de semana tranquilo": las radios de Santiago despedían insultos contra el supuesto imperialismo argentino, y en las mesas de las redacciones llovían cables informando sobre el grave cariz tomado por el pleito. "No me lo explico —dijo perplejamente el Canciller—. Habíamos acordado a los carabineros dos días de plazo para que evacuaran el lugar."
El plazo había vencido al mediodía del sábado, pero las tropas chilenas no intentaron aprovecharlo. La noche del domingo 7, el doctor Zavala Ortiz tuvo que aceptar: "Esto es muy serio, más de lo que imaginaba". Probablemente ya se había enterado de que en los cálculos del mayor Torres Fernández estaba la ocupación del territorio argentino hasta Cerro Bonete, unos 70 kilómetros, fuera del límite.
A esa altura, dos teorías sobre el origen del enfrentamiento se iban abriendo paso entre la maraña de declaraciones políticas:
* Decenas de pobladores chilenos de Laguna del Desierto tienen títulos de propiedad extendidos por las autoridades de ese país. Cuando pretenden vender ganado, los gendarmes argentinos les impiden pasar los rebaños al otro lado de la frontera, porque los animales son considerados como propiedad patagónica.
* En marzo de 1957, un Senador chileno impugnó los mapas militares que incluían. Laguna del Desierto e indicó que la línea fronteriza debía llegar hasta la mitad de la laguna. De ese modo, Chile se apropiaba de una porción de terreno que la compañía minera Aysen pensaba explorar. Los aviones de esa empresa merodeaban día y noche por la zona con alarmante insistencia. La prudencia obligó a postergar los sondeos: pero Aysen suponía que el área era rica en oro, platino, plata y uranio, y no quería dejar de verificarlo. Algún tiempo después, una decena de sus obreros llegó hasta el lugar y plantaron un monolito, aprovechando la ausencia de gendarmes.
Es probable que el gobierno chileno no quiera ahora tomar en cuenta esos hechos. Resultaría difícil exponerlos ante un público Heno de susceptibilidades, resueltamente hostil a la Argentina: el clima de Santiago parece más propicio ahora para imponer el nombre de Hernán Merino Correa a calles que se llamaban Sarmiento o Bartolomé Mitre.
En Buenos Aires, a mediados de semana, los jefes militares empezaron a analizar estos hechos:
* Las respuestas diplomáticas chilenas negaban la presencia de carabineros en territorio argentino, pero eludían aclarar que estaban en la zona disputada. Para ellos, implícitamente, los carabineros pisaban tierra propia.
* El Presidente Eduardo Freí había manifestado sus dudas sobre la ausencia de tropas chilenas en Laguna del Desierto, y envió una avión con su delegado personal para verificar esa presunción.
* El plazo de 48 horas para retirar a los carabineros (según petición de Chile) no fue oficializado por el comunicado de los dos países. Eso permitió que el pacto, extraoficial, fuese violado.
Cuando el Ministro de Defensa Nacional, reunido con el general AIsogaray y otros jefes militares en la Secretaría de Guerra, recibió al Embajador chileno Hernán Videla Lira, el domingo 7, tuvo que oírle una frase sorprendida: "Francamente, no entiendo... El propio Frei me dijo que enviaría un avión con gente de su confianza para inspeccionar la zona..." La respuesta del Embajador no conformó a nadie; hubo hasta quien deslizó una sutileza: "Parece que el Presidente Frei tenía las mismas dudas que nosotros".

Las dos versiones
La reunión convocada por el Ministro Leopoldo Suárez, a la que se sumó el Presidente Illia a la una y media de la mañana del lunes 8, terminó a las 3 con la aprobación de un nuevo comunicado en el que se señalaba que "los gendarmes intimaron a replegarse al pelotón de carabineros y abandonar el territorio argentino, pero obtuvieron como respuesta la agresión de palabra y de hecho, al abrir el fuego contra los gendarmes. Los efectivos de Gendarmería se vieron obligados a defenderse y repeler la agresión".
Por su parte, las informaciones que partían del Palacio de la Moneda eran diametralmente opuestas: "Cuatro carabineros chilenos han sido muertos en un ataque realizado por gendarmes argentinos. Son ellos el mayor Manuel Torres, un teniente, un suboficial y un carabinero raso. Nos atacaron antes de vencer el plazo para evacuar la zona". Las revelaciones de los testigos comprobarían, horas después, que los muertos no eran cuatro sino uno, que el mayor Torres se llamaba Miguel y no Manuel y que el plazo había vencido antes de la lucha. Pero era tarde, las calles de Santiago habían cambiado de nombre y clima. La Embajada argentina fue apedreada y la bandera incinerada por grupos de jóvenes exaltados. La prensa chilena se sumó al ensañamiento y desplegó violentos titulares: "Metralleta en mano, los carabineros defienden el sur de Chile, pisoteado por gorilas" (Clarín); "Chile ante una nueva agresión del gorilismo" (Ultima Hora); "Los gorilas no nos echarán el moño" (La Tercera); y "Unánime condenación del ataque argentino" ("Diario Ilustrado"). La euforia reventó en un diario comunista ("El Siglo"); "La mano del Pentágono tras la agresión gorila".
En Punta Arenas, cerca de Laguna del Desierto, los incidentes fueron más violentos y las manifestaciones recorrieron las calles permanentemente. Un desfile de antorchas terminó con un intento de incendio del consulado argentino. Santiago, azuzado por los editoriales, volvió a presenciar la tercera decapitación del busto de Sarmiento y un tradicional destino: el río Mapocho. Los clubes de fútbol licenciaron, apurados, a sus jugadores trasandinos. Las ventanas del edificio de Aerolíneas Argentinas fueron rotas a pedradas y los concejos municipales, reunidos con urgencia, aprobaron el reemplazo de algunos nombres de paseos y plazas (República Argentina, Buenos Aires, Sarmiento) por el del carabinero muerto.

Esfuerzos argentinos y chilenos
En la madrugada del lunes 8, fresca todavía la tinta del comunicado oficial, seis aviones partieron de Rosario con 150 gendarmes, rumbo a la Patagonia. Simultáneamente, en Bahía Blanca, se reunían el Comandante del Cuerpo V del Ejército, general Osiris Villegas y el comandante del área y base naval de Puerto Belgrano, Contraalmirante Constantino Arguelles, para decidir el envío de nuevos contingentes.
Por su parte, un considerable refuerzo de carabineros fue transportado por vía aérea al sur chileno para reforzar las guarniciones próximas a Laguna del Desierto. Ese día la tensión alcanzó su punto culminante, cuando el gobierno chileno hizo saber que "no habrá conversaciones hasta tanto sean devueltos el cadáver del carabinero, el herido y los dos detenidos". El Embajador Videla Lira, llamado urgentemente por su gobierno, voló a Santiago a recibir instrucciones de su Canciller; luego declaró que "Chile no ha descartado la posibilidad de presentar el incidente en la próxima reunión de la OEA en Río de Janeiro".
La misión chilena que llegó a Río Gallegos presidida por el Subsecretario del Interior, Juan Hamilton Depassier, estuvo pocas horas en el país. Las suficientes para recibir el cadáver de Merino Correa y formalizar la entrega de los prisioneros: habían llegado en actitud beligerante y se retiraban desarmados. Chile reconoció "la actitud amistosa" de la Argentina.
Sólo podía especularse con el fervor popular que concentraría a cien mil personas junto al féretro de Merino Correa, el día del entierro, al que no faltó el Presidente Frei.
Interrogados también los prisioneros que recuperaron su libertad, el Gobierno chileno corrigió las versiones del episodio que difundió inicialmente. Pero sólo eliminó los equívocos y aprovechó para dramatizar la escena: "Noventa gendarmes armados con ametralladoras y provistos de cascos atacaron a cuatro carabineros en presencia de dos niños. Mató a un carabinero, hirió a otro y arrestó a dos que estaban desarmados. Luego los hizo caminar 9 horas hasta un puesto, llevando al herido en una camilla improvisada y al muerto sobre un caballo". La declaración insistía en que el primer disparo había partido del lado argentino.
La Gendarmería, a su vez, recibiría esa misma tarde del martes 9 la presencia de su máximo jefe, el general Julio Alsogaray, acompañado del titular de la regional sur, comandante general Ernesto Enrique Justo: los dos volaron a Río Gallegos para impartir estrictas órdenes: "Vigilar celosamente la zona e impedir nuevos desplazamientos de carabineros sobre los límites establecidos".
La tranquilidad diplomática renació en Buenos Aires el miércoles pasado, cuando el Embajador Videla Lira retornó a la Cancillería a reasumir sus funciones y conversó con Zavala Ortiz. Al día siguiente, los Ministros de Defensa y Relaciones Exteriores informaron en la Cámara de Diputados (sólo a las comisiones respectivas) los detalles del suceso. El Diputado Juan Carlos Luco (Justicialista) se lamentó de la "atonía popular argentina ante la efervescencia chilena", y su colega Luis A. León (UCRP) aprovechó para exaltar la conducta argentina como "un signo de madurez y serenidad". Una declaración aglutinó luego las firmas de todos los sectores políticos "en solidaridad con la firme actuación de las Fuerzas Armadas y la Gendarmería, al repeler la agresión armada dentro del territorio argentino".
La "atonía argentina" a la que aludió Luco tuvo apenas una excepción: la intempestiva marcha de 300 jóvenes que surcaron el centro de Buenos Aires el miércoles pasado, vociferando contra Chile, y que se disolvieron pacíficamente en la Plaza San Martín. La Embajada chilena había sido celosamente custodiada por la policía.
En el resto del país, el incidente fue observado con indiferencia y comentado burlonamente. La sola mención de la frase "Estamos en guerra con Chile" era suficiente para descargar toda clase de chistes sobre soldados y borrachos. Solamente en las ciudades y aldeas patagónicas el problema se miraba de otro modo. Un corresponsal de Primera Plana pudo comprobar en Río Gallegos que las fricciones entre argentinos y chilenos son permanentes, casi diarias. Allí donde apenas la mitad de la población nació en este país, el sábado 30 de octubre, millares de chilenos rugían indignados en el humilde estadio del Club Hispano mientras el equipo Ferronave, de Punta Arenas, caía batido por dos a cero frente a Talleres, de Santa Cruz. Para ese entonces, las versiones sobre un avance chileno en Laguna del Desierto habían inundado la ciudad. El domingo 7, la noticia del tiroteo flotaba en todas partes y nadie podía confirmarla. La falta de diarios (Día del Canillita) agudizó la expectativa, y Alcorta, la calle donde está instalado el diario La Opinión, se tornó intransitable. Todos esperaban la anunciada edición extra que se entregaría gratuitamente a los vendedores. Al distribuirse los primeros ejemplares, las informaciones sobre el choque fronterizo quedaron verificadas y la noticia del carabinero muerto exaltó los ánimos del 40 por ciento de la población chilena. Vehículos cargados con gendarmes comenzaron a patrullar las calles de tierra (sólo las avenidas están asfaltadas). Similares medidas de precaución fueron tomadas en Río Turbio, el yacimiento cuya población de 4 mil habitantes está compuesta en un 70 por ciento de mineros chilenos. No hubo incidentes, pero el clima había alcanzado una densidad desusada.
El lunes 8, cuando los pobladores argentinos despertaron en Río Gallegos, creyeron encontrarse fuera de su país. Los mozos de los hoteles omitían saludar a sus clientes, las camareras desairaban sus órdenes. La hostilidad llegó a tornarse peligrosa cuando las radios chilenas, de fácil captación en esa zona, descargaron su catarata de injurias. Tocados por el orgullo nacional, los argentinos intentaron convocar a una concentración pacífica para el martes en la Plaza San Martín "con el único objeto de cantar el Himno Nacional". Pero todo quedó en la nada cuando la atención se desvió hacia la llegada de la misión chilena que iba a rescatar los prisioneros y el cadáver de Merino Correa.
Quienes soportaron estoicamente la animosidad chilena fueron los 40 argentinos alojados en el hotel Cabo de Hornos, en Punta Arenas. Uno de ellos, Alfredo A. Blanco, dijo a Primera Plana, cuando regresó a Río Gallegos: "Estábamos sitiados por una turba delirante que apedreó el hotel y se pasó la tarde provocando". En la plaza situada frente a ese edificio se alza un monumento denominado Abrazo del Estrecho, donde aparecen el presidente chileno Errázuriz y el general Roca: los manifestantes lo derribaron en medio de un griterío infernal. "Parecían guerrilleros ajusticiando al enemigo —agregó Blanco—, y nos tuvimos que quedar encerrados 14 horas en el hotel." En las calles de Punta Arenas, los automóviles cuyas chapas eran identificadas como procedentes de Río Gallegos fueron abollados y ensuciados. Uno de ellos terminó envuelto en llamas. Dramáticamente, mientras los insultos arreciaban, los funcionarios del consulado argentino se arriesgaron a organizar una caravana de automóviles y evacuaron a sus compatriotas.
El incidente fronterizo tendió a diluirse con declaraciones y devolución de prisioneros; los límites serán discutidos en una comisión bilateral y los protagonistas, condecorados por sus respectivos países; el busto de Sarmiento y el monumento Abrazo del Estrecho nuevamente han sido colocados en sus pedestales. Todo parecía finalmente, volver a la normalidad. Pero en Río Gallegos, la mañana del sábado pasado, un agrimensor se lamentó ante Primera Plana: "Sí, todo parece en paz. Aunque, créame, es una paz falsa. Estas tierras estarán siempre a merced de los extranjeros hasta que los argentinos no vengan a poblarlas". La frase equivalía tal vez a un réquiem del pleito que tuvo en ascuas a los militares de los dos países enfrentados. Pero quería ser, ante todo, un llamamiento, el principio de un examen de conciencia.
18 DE NOVIEMBRE DE 1965
PRIMERA PLANA
Vamos al revistero


carabinero muerto


bandera chilena arrida


desfile en la Alameda de Santiago