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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Mario Benedetti
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Un intelectual comprometido habla de los intelectuales y los compromisos. Pocos tan indicados como Mario Benedetti -poeta, cuentista, periodista, ensayista y exiliado múltiple- para abordar el tema. Desde México, el uruguayo sigue poniendo los puntos sobre las íes.
Revista Humor - 1983

 

 

Las Palabras

Si periódicamente se efectuara una cotización pública del intelectual, tan minuciosa como la de la bolsa de valores, probablemente se harían patentes los altibajos que escritores y artistas experimentan en la consideración ajena y en la propia. Después de todo, nadie agrede o maltrata o minimiza al intelectual con tanta acritud y tanta intolerancia como el mismo intelectual. Es claro que ese sarampión viene por épocas, o quizá por modas o epidemias.
A las etapas de compromiso suceden casi obligatoriamente las de desafiliación; al capítulo de los autosuficientes sigue el de los autoflagelados. Pero yo siempre tengo presente a un simpático negro, veterano trabajador de la Casa de las Américas, que, cuando observa que un compañero de labor no se comporta bien, no vacila en decirle: "Tengo que hacerte una autocrítica". Así es: contra toda razón y también contra toda gabela etimológica, la autocrítica y también la autoflagelación, por lo general, se las hacemos al otro mucho más ágilmente que a nosotros mismos.
Hoy en día el morbo viene desangelado y contagioso. La cuaresma del compromiso, también llamada tiempo de abstinencia, tiene por lo general buena prensa, A esta altura, rinde (y viste) mucho ser neutral. El mito y el misterio son más seductores que la realidad monda y lironda, y el compromiso ha pasado a ser casi un motivo de escarnio, una señal de atraso. Lo curioso es que, si bien para algunos el compromiso ha pasado de moda, en cambio siguen estando en boga los hechos que lo originan. Digamos que la tortura sigue (a nivel semimundial) tan campante. La censura suele gozar de buena salud. Crece el número de desaparecidos y, al menos para los militares argentinos, no es problema de derechos humanos, sino de sinonimia. Desaparecido es sinónimo de muerto. Y punto.
Por otra parte, los escritores y artistas secuestrados y/o asesinados en América latina se obstinan en no comparecer, y si compareciesen tendrían seguramente el estigma de no ser neutrales. En el continente mestizo hay por lo menos treinta poetas que murieron por razones políticas, y más de un neutral ha de pensar que tal vez merecían ese destino, ya que fueron tan ingenuos como para tomar partido, como para no atreverse con el suntuoso mito y el candente misterio y sí en cambio con las consentidas dictaduras del mundo libre.
El poeta colombiano Alvaro Mutis escribía hace unas semanas sobre la ingenuidad de "los intelectuales que insisten en juzgar y en moldear el complicado andamiaje de sórdidos intereses y pequeños egoísmos lamentables, que en lo último que piensan es en acatar la opinión de quienes ni en sueños se ha pensado invitar al nauseabundo pandemónium". Y el razonamiento lo llevaba a pronunciarse por la no participación.
En otras palabras, ¿a qué comprometernos si nadie nos va a escuchar ni a tener en cuenta? Tampoco es tan oscuro el panorama. Después de todo, la historia aporta más de un Dreyfus salvado de la mazmorra por un Zola. Pero aunque fuese cierto, ¿acaso los políticos, los que están en su salsa, los especialistas y vocacionales del poder, logran siempre ser escuchados, tenidos en cuenta por los verdaderamente poderosos? Es una lástima que no se pueda hacer esa pregunta a Salvador Allende, ni a Patricio Lumumba, ni a Zelmar Michelini, ni a Quiroga Santa Cruz, ni siquiera a John F. Kennedy.
En estos días se juega buena parte del destino de la humanidad en las conversaciones de Ginebra. ¿Qué cuentan allí gobiernos tan directamente aludidos como los de Francia, Gran Bretaña, Italia, Alemania, etcétera? Parece que no mucho. Bastante hacen con aportar su carne de misiles. Ni qué decir de los países tan peyorativamente llamados tercermundistas. A sus Gobiernos no se les consulta ni por equivocación. Después de todo, ¿para qué? Bastante hacen con aportar su hambre, su niño muerto por minuto. Sin embargo, no hay más segura garantía de la hecatombe que el fatalismo. Ahora bien, si el intelectual no puede influir en nada ni en nadie (al menos eso dicen); si el político que sólo ostenta un podercito limitado y frágil no posee la menor posibilidad de participar en diálogos y decisiones que van a afectar a su país, ¿qué le queda al inerme ciudadano de la calle o del surco sino inclinar la testa y abrir descorazonadamente la sombrilla contra los MX, los Pershing, los SS-20 y el resto del macabro alfabeto nuclear?
Quizá la única salvación posible esté en empezar desde abajo, desde ese ciudadano inerme que sólo empuña su sombrilla inútil. Ya que los de arriba no logran viabilizar la paz, sino que se preocupan en hacer cada semana más creíble la catástrofe; ya que los semipoderosos, los mandantes mediatizados, no logran desprenderse de esa humillante tutela y ni siquiera consiguen ser escuchados, pues entonces pleguemos de una buena vez nuestra sombrilla antiatómica y pinchemos con ella a los intermediarios, a los vicedéspotas y a los subtiranos, a los gobernantes legales e ilegales, a los marxistas de variado cuño, a los conservadores mejor conservados, a los ideólogos y corruptólogos, a las materias (y eminencias) grises. Pinchémoslos hasta despertarles la osadía y lograr que se atrevan a pinchar a los de arriba, y así hasta llegar a los poderosos de verdad.
Es posible que la más difundida carencia en los altos y medianos niveles, a escala mundial, sea la falta de la buena osadía. Allí, en esas cimas y medianías, pocos se atreven a jugarse efectivamente por la paz, a tomar medidas concretas que la garanticen de una vez para siempre. Se transita mansa y cobardemente hacia la destrucción.
Se es muy gallardo para anticipar la guerra y muy pusilánime para construir la paz. Se tiene un miedo espantoso a descender de la soberbia, un pánico terrible a ser tomado por un hombre de paz. Si Gandhi y Martín Luther King no hubieran sido asesinados, quizá habría que programar su asesinato, ya que su obsesión por la paz era terriblemente contagiosa, y así, ¿dónde iríamos a parar? ¿Qué sería de los fabricantes de armamentos (¡y de sus familias!)?
En realidad se piensa que si se lucha por la paz se perderán comicios, votos populares, prestigio en fin. Todos quieren demostrar que son exultante y concluyentemente patriotas. La Grandeur ha hecho escuela, pero De Gaulle lo hacía mejor. Están los imperialistas realizados y los frustrados; los que son, los que fueron y los que darían media provincia con tal de tener un estadito asociado, una colonia de bolsillo. La retórica del orador puede llegar a ser tan anacrónica que no advierta que la tarima está ardiendo y que los bomberos baten palmas. Como dijo el viejo Tácito en su Vida de agrícola; "Hacen un desierto y llámanlo la paz."
Si en otros tiempos y ocasiones los árboles impedían ver el bosque, ahora el confort oculta el horror. Por lo menos una parte menor, pero decisiva, de la sociedad occidental y cristiana está tan arrellanada en sus dividendos y en su arrogante supremacía que ha decidido no despertar de su letargo. Les han asegurado que la bomba de neutrones no dañará sus bienes inmuebles, y eso les basta, sin tener en cuenta que ellos son bien muebles.
Por todo esto y mucho más, a la hora de adoptar una postura medianamente digna o por lo menos sin bochorno; a la hora de sugerir salidas verosímiles a situaciones aparentemente irreversibles, no es tan desalentador que nadie o muy pocos den crédito a la alerta del intelectual. Lo peor del desastre es resignarse a él. Nuestra palabra debe ser dicha a pesar de todo. Es claro que existen fundadas dudas de que con la palabra logremos algo, pero en cambio existe la seguridad absoluta de que con el mutismo no conseguiremos nada. Y más aún. En un período crítico como el actual, cuando la pulseada entre hechos y hechos, entre amenazas y amenazas, entre misiles y misiles, se halla dramática y frágilmente equilibrada, quizá haya llegado la hora de que la palabra vuelva a tener fuerza y credibilidad y capacidad de alarma y poder de convocatoria, y al juntarse con otra palabra y con otra más (ya lo cantó Daniel Viglietti: "Que una gota con ser poco / con otra se hace aguacero") lleguen a formar por fin una buena noticia, esa linda costumbre hoy caída en desuso.

Mario Benedetti casi no necesita presentaciones. Periodista y escritor uruguayo exiliado a partir de la ruptura de la democracia en su país, sufre el destierro como pocos. Ello se nota en su reciente producción literaria. Y también en esta hermosa nota publicada para el diario madrileño "El País", el pasado 18 de abril. Reproducirla para nuestros lectores, nos pareció casi una obligación.

El "desexilio"

El rápido deterioro de la dictadura argentina tras el desastre militar en la guerra de las Malvinas ha forzado un proceso que hoy parece obligado a desembocar en el establecimiento de un Gobierno civil, surgido por fin de elecciones regulares. Todo ello ha abierto a los exiliados argentinos algunas posibilidades de regreso, en consecuencia, ha desencadenado una serie de actitudes y sentimientos contradictorios del regreso como los del desarraigo.
Seguramente no pasará mucho tiempo sin que el mismo problema, con sus alternativas, euforias, confrontaciones y escrúpulos anexos, cobre vigencia para otros exilios, ya que si bien ni el truculento Pinochet ni la opaca dictadura colegiada de Uruguay han sufrido una pérdida de autoridad profesional tan contundente y tan vertiginosa como la de los militares argentinos, la situación en Chile y Uruguay se ha deteriorado debido a otros ejercicios de la ineficacia y la tozudez, y no parece descabellado augurar a mediano plazo una contramarcha a la boliviana y una inevitable asunción del poder (o al menos del gobierno) por los civiles. En consecuencia, puede desde ya asegurarse que el desexilio será un problema casi tan arduo como en su momento lo fue el exilio, y hasta puede que más complejo.
Cuando a mediados de los años setenta comenzó la ola de emigración política y masiva, la decisión de abandonar el país propio tenía la coherencia de ser virtualmente ajena al individuo, ya que no era éste quien resolvía espontáneamente incorporarse a la diáspora; el impulso directo o indirecto venía casi siempre de la represión. Se emigraba por varias razones, pero, sobre todo, para evitar la prisión y la tortura y, en definitiva, para salvar la vida. Hoy día es previsible que a medida que la situación se vaya normalizando en la comarca del terror, a medida que vayan verdaderamente desapareciendo los riesgos y las amenazas, el desexilio pasara a ser una decisión individual. Cada exiliado deberá resolver por sí mismo si regresa a su tierra o se queda en el país de refugio.
Dada esta perspectiva, puede ser que se avecinen tiempos en los que la comprensión llegue a ser una palabra clave. Unos volverán y otros no, y cada uno tendrá sus razones, pero ¿hasta qué punto los que se quedaron o pudieron quedarse van a comprender el exilio cuando sepan todos sus datos? (Es probable que hoy se tengan en el interior de esos países datos muy limitados de lo que se hace y de lo que no se hace en el exilio, así como de lo que se hace bien y de lo que se hace mal.) ¿Y hasta qué punto los que regresen comprenderán ese país distinto que van a encontrar? De una y otra parte aflorarán prejuicios inevitables. Va a ser de todas maneras una experiencia inquietante, que sólo tendrá un buen desenlace si tanto los de fuera como los de dentro proceden sin esquematismos, dispuestos a recibir no sólo las noticias, sino también los estados de ánimo, las preguntas acuciosas, los análisis temerarios, las transformaciones, aun las temperamentales, que pueden darse en uno u otro lado. Que los amigos, o los hermanos, o los miembros de una pareja, al reencontrarse, sepan de antemano que no son ni podrían ser los mismos.

Una palabra clave

Todo dependerá de la comprensión, palabra clave. Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han podido levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado en entrelineas, que ya requieren una buena dosis de osadía y de imaginación. Los de dentro, por su parte, deberán entender que los exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros deberemos sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos estuvimos amputados: ellos, de la libertad; nosotros, del contexto.
Es obvio que esa comprensión debe darse en primer término entre los mismos exiliados. No todos los que regresen lo harán por los mismos motivos, ni todos los que no vuelvan tomarán esa difícil decisión por las mismas causas. Sin duda será más fácil que regrese quien por alguna razón tenga asegurados un trabajo o una fuente de ingresos, y, en cambio, la vuelta será más difícil para quien sea consciente de que irá a engrosar las nutridas filas del desempleo. Más fácil será el regreso para aquellas parejas que no tengan hijos o los tengan de corta edad que para aquellas otras que los tengan ya mayores y estén estudiando en el nuevo país o hayan establecido a su vez una relación de pareja. En cualquier caso, el reproche puede llegar a ser una herencia maldita que sólo serviría para enrarecer el futuro.
En situaciones como ésta, el ser humano tiende a menudo a ser esquemático, intolerante, egoísta. Cuanto más le ha costado atravesar el puente de la duda para llegar a una decisión compleja, más rotundo suele ser con quienes todavía vacilan. Y, sin embargo, ningún exiliado tiene el derecho a resolver por otros, y mucho menos a levantar el dedo admonitorio contra quienes han elegido una solución que tal vez él mismo ha desechado tras varios concurridos insomnios. La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más aún si el exilio no prolonga) en que nos convertimos en un modesto empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar; la curiosa nostalgia del exilio en plena patria.
Y si no debemos sentirnos culpables por todo lo que recordamos y trajimos con nosotros, así fueran miedos, decepciones, frustraciones, derrota, tampoco debemos avergonzarnos de los recuerdos que hoy estamos construyendo, y que si un día o una noche nos vamos, integrarán nuestra mochila. Aunque se llamen soledades, consuelo, incomprensión, solidaridad, amagos de xenofobia y otros esperpentos y disfrutes. No hay que desperdiciar ni malograr las ocasiones de entender el mundo, esa sublime madriguera.
Quizá volvamos (los que volvamos) fatigados, más viejos; quizá también estén más viejos, aunque con otra fatiga, los que allá encontremos y reencontremos, pero estoy seguro de que la reunión nos rejuvenecerá a todos y mutuamente nos rehabilitará para el trecho que a cada uno le reste. Ese es, después de todo, el destino del hombre (y de la mujer), no sólo del exiliado o la exiliada. Es gracias a ese tira y afloja entre lo que se añora y lo que se obtiene, es gracias a esa compensación inacabable, que nuestra memoria y nuestra vida se enriquecen, y nuestra muerte (ese exilio sin retorno ni desexilio) no tiene más remedio que otorgarnos nuevas y fecundas moratorias.

 

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