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Las Palabras
Si periódicamente se efectuara una
cotización pública del intelectual, tan minuciosa como la de la bolsa de valores,
probablemente se harían patentes los altibajos que escritores y artistas experimentan en
la consideración ajena y en la propia. Después de todo, nadie agrede o maltrata o
minimiza al intelectual con tanta acritud y tanta intolerancia como el mismo intelectual.
Es claro que ese sarampión viene por épocas, o quizá por modas o epidemias.
A las etapas de compromiso suceden casi obligatoriamente las de desafiliación; al
capítulo de los autosuficientes sigue el de los autoflagelados. Pero yo siempre tengo
presente a un simpático negro, veterano trabajador de la Casa de las Américas, que,
cuando observa que un compañero de labor no se comporta bien, no vacila en decirle:
"Tengo que hacerte una autocrítica". Así es: contra toda razón y también
contra toda gabela etimológica, la autocrítica y también la autoflagelación, por lo
general, se las hacemos al otro mucho más ágilmente que a nosotros mismos.
Hoy en día el morbo viene desangelado y contagioso. La cuaresma del compromiso, también
llamada tiempo de abstinencia, tiene por lo general buena prensa, A esta altura, rinde (y
viste) mucho ser neutral. El mito y el misterio son más seductores que la realidad monda
y lironda, y el compromiso ha pasado a ser casi un motivo de escarnio, una señal de
atraso. Lo curioso es que, si bien para algunos el compromiso ha pasado de moda, en cambio
siguen estando en boga los hechos que lo originan. Digamos que la tortura sigue (a nivel
semimundial) tan campante. La censura suele gozar de buena salud. Crece el número de
desaparecidos y, al menos para los militares argentinos, no es problema de derechos
humanos, sino de sinonimia. Desaparecido es sinónimo de muerto. Y punto.
Por otra parte, los escritores y artistas secuestrados y/o asesinados en América latina
se obstinan en no comparecer, y si compareciesen tendrían seguramente el estigma de no
ser neutrales. En el continente mestizo hay por lo menos treinta poetas que murieron por
razones políticas, y más de un neutral ha de pensar que tal vez merecían ese destino,
ya que fueron tan ingenuos como para tomar partido, como para no atreverse con el suntuoso
mito y el candente misterio y sí en cambio con las consentidas dictaduras del mundo
libre.
El poeta colombiano Alvaro Mutis escribía hace unas semanas sobre la ingenuidad de
"los intelectuales que insisten en juzgar y en moldear el complicado andamiaje de
sórdidos intereses y pequeños egoísmos lamentables, que en lo último que piensan es en
acatar la opinión de quienes ni en sueños se ha pensado invitar al nauseabundo
pandemónium". Y el razonamiento lo llevaba a pronunciarse por la no participación.
En otras palabras, ¿a qué comprometernos si nadie nos va a escuchar ni a tener en
cuenta? Tampoco es tan oscuro el panorama. Después de todo, la historia aporta más de un
Dreyfus salvado de la mazmorra por un Zola. Pero aunque fuese cierto, ¿acaso los
políticos, los que están en su salsa, los especialistas y vocacionales del poder, logran
siempre ser escuchados, tenidos en cuenta por los verdaderamente poderosos? Es una
lástima que no se pueda hacer esa pregunta a Salvador Allende, ni a Patricio Lumumba, ni
a Zelmar Michelini, ni a Quiroga Santa Cruz, ni siquiera a John F. Kennedy.
En estos días se juega buena parte del destino de la humanidad en las conversaciones de
Ginebra. ¿Qué cuentan allí gobiernos tan directamente aludidos como los de Francia,
Gran Bretaña, Italia, Alemania, etcétera? Parece que no mucho. Bastante hacen con
aportar su carne de misiles. Ni qué decir de los países tan peyorativamente llamados
tercermundistas. A sus Gobiernos no se les consulta ni por equivocación. Después de
todo, ¿para qué? Bastante hacen con aportar su hambre, su niño muerto por minuto. Sin
embargo, no hay más segura garantía de la hecatombe que el fatalismo. Ahora bien, si el
intelectual no puede influir en nada ni en nadie (al menos eso dicen); si el político que
sólo ostenta un podercito limitado y frágil no posee la menor posibilidad de participar
en diálogos y decisiones que van a afectar a su país, ¿qué le queda al inerme
ciudadano de la calle o del surco sino inclinar la testa y abrir descorazonadamente la
sombrilla contra los MX, los Pershing, los SS-20 y el resto del macabro alfabeto nuclear?
Quizá la única salvación posible esté en empezar desde abajo, desde ese ciudadano
inerme que sólo empuña su sombrilla inútil. Ya que los de arriba no logran viabilizar
la paz, sino que se preocupan en hacer cada semana más creíble la catástrofe; ya que
los semipoderosos, los mandantes mediatizados, no logran desprenderse de esa humillante
tutela y ni siquiera consiguen ser escuchados, pues entonces pleguemos de una buena vez
nuestra sombrilla antiatómica y pinchemos con ella a los intermediarios, a los
vicedéspotas y a los subtiranos, a los gobernantes legales e ilegales, a los marxistas de
variado cuño, a los conservadores mejor conservados, a los ideólogos y corruptólogos, a
las materias (y eminencias) grises. Pinchémoslos hasta despertarles la osadía y lograr
que se atrevan a pinchar a los de arriba, y así hasta llegar a los poderosos de verdad.
Es posible que la más difundida carencia en los altos y medianos niveles, a escala
mundial, sea la falta de la buena osadía. Allí, en esas cimas y medianías, pocos se
atreven a jugarse efectivamente por la paz, a tomar medidas concretas que la garanticen de
una vez para siempre. Se transita mansa y cobardemente hacia la destrucción.
Se es muy gallardo para anticipar la guerra y muy pusilánime para construir la paz. Se
tiene un miedo espantoso a descender de la soberbia, un pánico terrible a ser tomado por
un hombre de paz. Si Gandhi y Martín Luther King no hubieran sido asesinados, quizá
habría que programar su asesinato, ya que su obsesión por la paz era terriblemente
contagiosa, y así, ¿dónde iríamos a parar? ¿Qué sería de los fabricantes de
armamentos (¡y de sus familias!)?
En realidad se piensa que si se lucha por la paz se perderán comicios, votos populares,
prestigio en fin. Todos quieren demostrar que son exultante y concluyentemente patriotas.
La Grandeur ha hecho escuela, pero De Gaulle lo hacía mejor. Están los imperialistas
realizados y los frustrados; los que son, los que fueron y los que darían media provincia
con tal de tener un estadito asociado, una colonia de bolsillo. La retórica del orador
puede llegar a ser tan anacrónica que no advierta que la tarima está ardiendo y que los
bomberos baten palmas. Como dijo el viejo Tácito en su Vida de agrícola; "Hacen un
desierto y llámanlo la paz."
Si en otros tiempos y ocasiones los árboles impedían ver el bosque, ahora el confort
oculta el horror. Por lo menos una parte menor, pero decisiva, de la sociedad occidental y
cristiana está tan arrellanada en sus dividendos y en su arrogante supremacía que ha
decidido no despertar de su letargo. Les han asegurado que la bomba de neutrones no
dañará sus bienes inmuebles, y eso les basta, sin tener en cuenta que ellos son bien
muebles.
Por todo esto y mucho más, a la hora de adoptar una postura medianamente digna o por lo
menos sin bochorno; a la hora de sugerir salidas verosímiles a situaciones aparentemente
irreversibles, no es tan desalentador que nadie o muy pocos den crédito a la alerta del
intelectual. Lo peor del desastre es resignarse a él. Nuestra palabra debe ser dicha a
pesar de todo. Es claro que existen fundadas dudas de que con la palabra logremos algo,
pero en cambio existe la seguridad absoluta de que con el mutismo no conseguiremos nada. Y
más aún. En un período crítico como el actual, cuando la pulseada entre hechos y
hechos, entre amenazas y amenazas, entre misiles y misiles, se halla dramática y
frágilmente equilibrada, quizá haya llegado la hora de que la palabra vuelva a tener
fuerza y credibilidad y capacidad de alarma y poder de convocatoria, y al juntarse con
otra palabra y con otra más (ya lo cantó Daniel Viglietti: "Que una gota con ser
poco / con otra se hace aguacero") lleguen a formar por fin una buena noticia, esa
linda costumbre hoy caída en desuso. |
Mario Benedetti casi no
necesita presentaciones. Periodista y escritor uruguayo exiliado a partir de la ruptura de
la democracia en su país, sufre el destierro como pocos. Ello se nota en su reciente
producción literaria. Y también en esta hermosa nota publicada para el diario madrileño
"El País", el pasado 18 de abril. Reproducirla para nuestros lectores, nos
pareció casi una obligación.
El "desexilio"
El rápido deterioro de la dictadura
argentina tras el desastre militar en la guerra de las Malvinas ha forzado un proceso que
hoy parece obligado a desembocar en el establecimiento de un Gobierno civil, surgido por
fin de elecciones regulares. Todo ello ha abierto a los exiliados argentinos algunas
posibilidades de regreso, en consecuencia, ha desencadenado una serie de actitudes y
sentimientos contradictorios del regreso como los del desarraigo.
Seguramente no pasará mucho tiempo sin que el mismo problema, con sus alternativas,
euforias, confrontaciones y escrúpulos anexos, cobre vigencia para otros exilios, ya que
si bien ni el truculento Pinochet ni la opaca dictadura colegiada de Uruguay han sufrido
una pérdida de autoridad profesional tan contundente y tan vertiginosa como la de los
militares argentinos, la situación en Chile y Uruguay se ha deteriorado debido a otros
ejercicios de la ineficacia y la tozudez, y no parece descabellado augurar a mediano plazo
una contramarcha a la boliviana y una inevitable asunción del poder (o al menos del
gobierno) por los civiles. En consecuencia, puede desde ya asegurarse que el desexilio
será un problema casi tan arduo como en su momento lo fue el exilio, y hasta puede que
más complejo.
Cuando a mediados de los años setenta comenzó la ola de emigración política y masiva,
la decisión de abandonar el país propio tenía la coherencia de ser virtualmente ajena
al individuo, ya que no era éste quien resolvía espontáneamente incorporarse a la
diáspora; el impulso directo o indirecto venía casi siempre de la represión. Se
emigraba por varias razones, pero, sobre todo, para evitar la prisión y la tortura y, en
definitiva, para salvar la vida. Hoy día es previsible que a medida que la situación se
vaya normalizando en la comarca del terror, a medida que vayan verdaderamente
desapareciendo los riesgos y las amenazas, el desexilio pasara a ser una decisión
individual. Cada exiliado deberá resolver por sí mismo si regresa a su tierra o se queda
en el país de refugio.
Dada esta perspectiva, puede ser que se avecinen tiempos en los que la comprensión llegue
a ser una palabra clave. Unos volverán y otros no, y cada uno tendrá sus razones, pero
¿hasta qué punto los que se quedaron o pudieron quedarse van a comprender el exilio
cuando sepan todos sus datos? (Es probable que hoy se tengan en el interior de esos
países datos muy limitados de lo que se hace y de lo que no se hace en el exilio, así
como de lo que se hace bien y de lo que se hace mal.) ¿Y hasta qué punto los que
regresen comprenderán ese país distinto que van a encontrar? De una y otra parte
aflorarán prejuicios inevitables. Va a ser de todas maneras una experiencia inquietante,
que sólo tendrá un buen desenlace si tanto los de fuera como los de dentro proceden sin
esquematismos, dispuestos a recibir no sólo las noticias, sino también los estados de
ánimo, las preguntas acuciosas, los análisis temerarios, las transformaciones, aun las
temperamentales, que pueden darse en uno u otro lado. Que los amigos, o los hermanos, o
los miembros de una pareja, al reencontrarse, sepan de antemano que no son ni podrían ser
los mismos.
Una palabra clave
Todo dependerá de la comprensión,
palabra clave. Los de fuera deberán comprender que los de dentro pocas veces han podido
levantar la voz; a lo sumo se habrán expresado en entrelineas, que ya requieren una buena
dosis de osadía y de imaginación. Los de dentro, por su parte, deberán entender que los
exiliados muchas veces se han visto impulsados a usar otro tono, otra terminología, como
un medio de que la denuncia fuera escuchada y admitida. Unos y otros deberemos
sobreponernos a la fácil tentación del reproche. Todos estuvimos amputados: ellos, de la
libertad; nosotros, del contexto.
Es obvio que esa comprensión debe darse en primer término entre los mismos exiliados. No
todos los que regresen lo harán por los mismos motivos, ni todos los que no vuelvan
tomarán esa difícil decisión por las mismas causas. Sin duda será más fácil que
regrese quien por alguna razón tenga asegurados un trabajo o una fuente de ingresos, y,
en cambio, la vuelta será más difícil para quien sea consciente de que irá a engrosar
las nutridas filas del desempleo. Más fácil será el regreso para aquellas parejas que
no tengan hijos o los tengan de corta edad que para aquellas otras que los tengan ya
mayores y estén estudiando en el nuevo país o hayan establecido a su vez una relación
de pareja. En cualquier caso, el reproche puede llegar a ser una herencia maldita que
sólo serviría para enrarecer el futuro.
En situaciones como ésta, el ser humano tiende a menudo a ser esquemático, intolerante,
egoísta. Cuanto más le ha costado atravesar el puente de la duda para llegar a una
decisión compleja, más rotundo suele ser con quienes todavía vacilan. Y, sin embargo,
ningún exiliado tiene el derecho a resolver por otros, y mucho menos a levantar el dedo
admonitorio contra quienes han elegido una solución que tal vez él mismo ha desechado
tras varios concurridos insomnios. La nostalgia suele ser un rasgo determinante del
exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la
patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras infancias,
nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras calles,
nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol,
así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores,
odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento
(más aún si el exilio no prolonga) en que nos convertimos en un modesto empalme de
culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto
con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede
que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de
lo que hoy tenemos y vamos a dejar; la curiosa nostalgia del exilio en plena patria.
Y si no debemos sentirnos culpables por todo lo que recordamos y trajimos con nosotros,
así fueran miedos, decepciones, frustraciones, derrota, tampoco debemos avergonzarnos de
los recuerdos que hoy estamos construyendo, y que si un día o una noche nos vamos,
integrarán nuestra mochila. Aunque se llamen soledades, consuelo, incomprensión,
solidaridad, amagos de xenofobia y otros esperpentos y disfrutes. No hay que desperdiciar
ni malograr las ocasiones de entender el mundo, esa sublime madriguera.
Quizá volvamos (los que volvamos) fatigados, más viejos; quizá también estén más
viejos, aunque con otra fatiga, los que allá encontremos y reencontremos, pero estoy
seguro de que la reunión nos rejuvenecerá a todos y mutuamente nos rehabilitará para el
trecho que a cada uno le reste. Ese es, después de todo, el destino del hombre (y de la
mujer), no sólo del exiliado o la exiliada. Es gracias a ese tira y afloja entre lo que
se añora y lo que se obtiene, es gracias a esa compensación inacabable, que nuestra
memoria y nuestra vida se enriquecen, y nuestra muerte (ese exilio sin retorno ni
desexilio) no tiene más remedio que otorgarnos nuevas y fecundas moratorias. |