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"Cuando decidí viajar a Perú,
nunca pensé que me tendría que quedar tres meses." Lo que tampoco sabia el
cordobés Antonio Seguí era que los peruanos son muy celosos de su riqueza artística,
que consideran de interés nacional, y que nadie puede sacar impunemente del país 30
huacos, aunque el turista sea pintor y de los famosos. Seguí quedó demorado noventa
días en Lima, perdió los huacos y sólo pudo pasear sus bigotes por Buenos Aires durante
72 horas ("¡Qué aburrido; todo sigue igual!", tuvo tiempo de advertir) antes
de seguir viaje a París. Allí, en un suburbio del Sur de la capital francesa, en los
fondos de la casa donde vivió el célebre sabio Raspail, dialogó durante una hora con
SIETE DÍAS, sin dejar un momento sus pinceles ni de cambiar opiniones con dos colegas
jóvenes con quienes comparte su taller: un yugoslavo que sabe algunas palabras en
castellano (las peores) y un francés que, desde luego, sólo habla su idioma natural.
"En compañía de estos dos -los señala con el pincel-, los cuatro perros cocker y
la luz pálida, húmeda de la ciudad, más el tibio calor de la estufa, se logra un clima
muy apto para trabajar." Le conviene, porque este año le espera un programa
realmente agotador: retrospectiva gráfica en Cracovia y exposición en la Montreal
Gallery, de Canadá (abril); Lefebre Gallery, de Nueva York (mayo); Kunsthale de
Frankfort, Alemania (junio); "luego, al museo de Utrecht más la inauguración de la
galería T, en Amsterdam", bufa, impaciente. ¿Medios? "Fundamentalmente, el
pincel; aunque en ocasiones me apoye en fotografías, maderas, moldes -como en las obras
que ilustran estas páginas, pertenecientes a la pinacoteca privada de Vittorio Minardi,
un alto funcionario del Instituto ítalo Latinoamericano de Cultura, de Roma-, mí arma
preferida es el pincel". Actualmente está ocupado en pintar una serie de paisajes
cordobeses que en realidad son "una burla a las tarjetas postales", según su
cáustica opinión. Antes pintó nueve afiches sobre la revuelta estudiantil de mayo del
68, "un proceso todavía latente, porque la revolución continúa; se han conseguido
algunas conquistas, pero la cosa sigue. Aunque, hay que desengañarse: el mundo lo hacen
los desconocidos. De Gaulle y Pompidou parecen mellizos, pero éste, al menos, se sacó la
careta". Como preocupado por incursionar en un terreno que no es el suyo, se encoge
de hombros y proclama, antes de despedirse: "Un pintor no puede trasformar el mundo.
¿O sí?" Le contesta el ladrido de uno de los cocker.

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