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"Como argentinos tenemos un
privilegio: formamos parte del único país del mundo en que fue prohibida la película de
Pasolini, Teorema, considerada como la mejor realización de este director", ironizó
el vespertino La Razón, el domingo 11.
No se trataba, sin embargo, de una excepción: seducidos por los alcances de la
flamante ley 18.019 y por las normas para su aplicación, discriminadas por Federico
Frischknecht en la resolución 464 / 020 del último 10 de marzo, los censores
argentinos parecen haberse lanzado a una remozada ordalía. A la sanción contra el film
de Pier Paolo Pasolini, habría que agregar las prohibiciones que cayeron sobre Ufa con el
sexo, del argentino Rodolfo Kuhn, y Yo, mujer II, del escandinavo Mac Ahlberg, y las
demoradas calificaciones de films candidatos a sufrir idéntico destino (Refugio de
amantes, un film de la Metro realizado por el sempiterno Vittorio De Sica, tiembla desde
hace un mes en la antesala de los catones a pesar de haber sido aligerado por la tijera de
los propios distribuidores; insaciable en el amor, una realización de Romain Gary sobre
la que la crítica europea anticipa ponderables expectativas).
La epidemia paternalista no es, por supuesto, un virus desconocido en la Argentina.
Lo que alarma a los preocupados por cuestiones tales como la libertad y la Constitución,
es la rigurosidad inédita con la que parece presentarse en esta nueva versión.
LO QUE VA DE BARD A HOY
Cuando el diputado radical
antipersonalista Leopoldo Bard, se animó a presentar en la Cámara un proyecto de
censura cinematográfica (en 1929, fecha de la partida de nacimiento, en el país, de un
movimiento que llegaría a ostentar líderes epónimos como el fiscal Guillermo de la
Riestra) estuvo a punto de ser lapidado por sus pares. Sin embargo, el inocente congresal
apenas solicitaba que los films se dividiesen en "prohibidos para menores de 15
años", o "aptos para todo público", llevando su celo educativo a la
recomendación de que se suprimiesen los diálogos sobreimpresos, "cuando contuviesen
faltas de ortografía".
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes. No solamente porque ya no
existe un Congreso que pueda escaldar las ínfulas de los sucesores de Bard, sino porque
la Argentina ha recorrido cuatro décadas de implacable avance hacia la Edad Media; desde
entonces los pasos de los censores se han hecho cada vez más firmes en cuanto a los
supuestos que se atribuyen para juzgar.
Así desde la modesta censura municipal de 1934, a la reciente ley
18.019 los progresos de los catones no han cesado de crecer: lo que en un comienzo
fue un intento de protección a desprevenidos menores, se ha convertido en un difuso pero
inapelable "estilo de vida", que se supone comparten todos los argentinos,
cualquiera sea su edad, sexo, formación cultural o estado civil.
Los pasos de esa carga contra el artículo 14 de la Constitución Nacional
que los defensores de la censura cinematográfica insisten en relacionar sólo con
la prensa, olvidando el obvio detalle de que, en 1853, los hermanos Lumiére no habían
comenzado aun a gatear por su Francia natal pueden resumirse más o menos así:
1929: El precario intento del
diputado Bard es rechazado en el Congreso, y comentado como "una extravagancia"
por sus contemporáneos;
1934: La censura llega al
Municipio de la ciudad de Buenos Aires, facultado para calificar y prohibir
exclusivamente en la Capital Federal, pero no aún para cortar (detalle de
significativa importancia, ya que los censores no se consideraban entonces discriminadores
competentes de las intenciones de un realizador: eran los tiempos en que aún se entendía
como atentatoria contra la unidad de una obra de arte, y contra la libertad de expresión
de un creador, toda mutilación parcial).
1951: La censura alcanza vigencia
nacional.
1957-1963: Breve interregno
durante el cual los argentinos alcanzan la categoría de adultos. El decreto-ley 62,
refrendado por P. E. Aramburu, no sólo garantizaba las exhibiciones, sino que daba un
notorio paso adelante al puntualizar, en su artículo 22, sanciones penales para todo
aquel que se atreviera a ejercer censura. Nadie se atrevió. Resultó más fácil derogar
el decreto, suplantarlo por el 8205/63, que retrotraía el problema a su estado anterior,
y creaba una Comisión de Catones más robusta que nunca.
1969: El 17 de febrero entró en
vigor la Ley 18.019, la más rigurosa que haya pesado sobre la libertad de expresión en
el país. Con ella, la censura designada con el eufemista nombre de Ente de
Calificación Cinematográfica llega al ejercicio de sus plenos poderes. |
Un paso más, sin embargo, le
faltaba aún por resolver: facultada para prohibir o cortar lo que se le ocurra sin
apelación posible, recurre ahora también a la intimidación para extender su potestad.
El celo del secretario Frischknecht es responsable de ese flamante rasgo majestuoso: el
artículo 6 de la Resolución 464/020 que coordina la aplicación de la ley de
censura especifica textualmente que "el Instituto Nacional de Cinematografía
denunciará ante el Juez competente por tentativa de apología del delito, o de
publicación obscena, toda presentación de proyectos o películas a que les sea aplicable
lo dispuesto en los puntos 4.2.2 y 4.3.2 de esta resolución".
La parábola del ascenso de poder
de los censores, parece cumplida: ya no sólo pueden calificar, cortar, prohibir todo lo
que deseen, sino enviar a la cárcel a cualquier distribuidor, productor o guionista que
se atreva a solicitarles permiso en privado para exhibir los frutos de una
mentalidad sospechosa de pecado.
A CONTROL BATIENTE
Pero el punto realmente
inquietante de ese poder abusivo, reside en la versatilidad de la Ley 18.019: los
redactores de SIETE DÍAS analizaron medio centenar de films estrenados en lo que va del
año, y hallaron sólo tres (Playtime, Funny Girl, El día que me quieras) que no incurran
en algunas de las vastísimas causales de prohibición.
Sin embargo, ninguno de ellos fue prohibido, aunque no menos de la mitad sufrió
mutilaciones de diversa importancia. Para intentar esclarecer ésta y otras incoherencias,
SIETE DÍAS entrevistó al doctor Ramiro de Lafuente, director general del Ente de
Calificación Cinematográfica. De Lafuente, un abogado católico de 47 años, doctorado
en jurisprudencia, no concedió una entrevista personal pero aceptó responder a un
cuestionario por escrito. Sus respuestas cautas, a veces agresivas, a menudo
nebulosas no alcanzan a despejar el halo de arbitrariedad y omnipotencia que rodea
al Ente.
Consultado sobre la inconstitucionalidad de la Ley 18.019 en la que varios
juristas argentinos están acordes, dado su carácter restrictivo de la libertad de
expresión, se limitó a responder que no compartía esa opinión, pero no aportó
como se le pedía pruebas para rebatir el consenso de sus colegas; cuando se
le interrogó sobre los criterios de aplicación del temible articulo 6 que inaugura
la posibilidad de castigos penales en la historia de la censura argentina, derivó
la responsabilidad de una respuesta al Instituto de Cinematografía.
Se negó, por otra parte, a proporcionar información sobre sus colaboradores
inmediatos: "A mi criterio resulta casi ofensivo insinuar que estos representantes no
pudieran interpretar sin errores las intenciones de un director o un guionista",
pontificó, cerrando así toda posible discusión sobre la idoneidad de los poco
publicitados integrantes del Ente.
El desalentador cuestionario permite extraer una sola conclusión: el doctor De
Lafuente no aporta pruebas a favor de la censura, porque parece creer que no las necesita.
Hay, sin embargo, quienes discrepan con esa opinión.
LA LETRA CON FUERZA SALE
"El artículo 6, que ha
causado tanta impresión, es una incongruencia jurídica explicó el doctor Bernardo
Beiderman, un elegante ex catedrático de Derecho Penal, y actual profesor en la New York
University, dado que no puede haber tentativa de delito en un sometimiento
voluntario a la ley, como el que supone la presentación de un guión o un film para su
calificación". Beiderman orilla los probables estratos profundos de la 18.019,
cuando afirma que, "a pesar de su indefinición, típica en materia de censura,
formula claramente pautas políticas del actual gobierno".
"La ley insiste en señalar su defensa del estilo nacional de vida y de las
pautas culturales de la comunidad argentina señaló, sonriente, un jurista que
pidió no ser mencionado, pero no hay un sólo organismo legal en la Argentina, al
que se pueda consultar para que dé una definición de ese estilo, y de esas pautas. Se
sobreentiende, entonces, que toda esa fraseología no alude más que a las opiniones
personales de quienes ejercen el poder".
Habiendo conseguido ya todos sus objetivos en la esfera del cine, no es probable
que la censura y sus adalides se detengan allí. Se afirma que una Ley de Publicidad
estaría ya redactada y lista para su promulgación, y el ministro Guillermo Borda
admitió la posibilidad de una Ley de Prensa.
Se supone que ambas garantizarán la más absoluta libertad de expresión. Pero,
claro, con algunas excepciones. |