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Jorge Luis Borges desayunaba. Había
un rutilante mantel individual, con el diseño de la bandera inglesa, bajo el café. Su
madre, una mujer frágil y pálida, lo contemplaba con expresión ensimismada o ausente.
Borges se puso de pie y me extendió su mano, que pasivamente se dejó apretar.
"Tener que vivir 97 años, no se lo deseo a nadie", dijo la madre.
-A mí me gustaría vivir muchos años.
-Cuando uno depende de otros para vivir, vivir no es agradable. Es un gran
sacrificio, dijo, y se encaminó hacia el balcón con pequeños pasos vacilantes. "Me
dicen que camine, yo no quiero caminar; no quiero caminar más."
"Vaya ahora al balcón, madre", dijo Borges, y se sentó. Tenía la
expresión vagamente feliz que le conozco ya de otros reportajes y que podría
sintetizarse: "No me incomoda hablar, más bien me divierte".
Desde la calle, entre voces, chirriar de frenos y bocinas, subía discontinua la
melodía de un tango. "No se puede vivir aquí con tanto ruido."
-¿No le gusta el tango?
-Detesto el tango -dijo enfáticamente-. Tan sentimental. Cuando pienso en los
orígenes infames del tango, inventado en los prostíbulos de la calle Junín del año
ochenta, o quizás en los prostíbulos de la calle Yerbal en Montevideo, en la misma
fecha. Tiene un origen infame que se nota.
-El origen de las cosas ... ¿quién piensa en eso? Además poco tiene que ver este
tango con aquél.
-Este es peor que aquél.
-¿PiazzoIIa no le gusta?
-¡Oh PiazzoIIa! PiazzoIIa qué tiene de tango, es lo último que puede haber...
Bueno, en realidad, yo he tenido problemas con él.
-¿Qué le pasó?, ¿le hizo alguna letra suya?
-Sí, desgraciadamente le puso música a una milonga, pero de milonga no tiene
nada.
-Cuénteme de su infancia.
-Bueno -dijo, y quedó pensativo-. Recuerdo mis largos veraneos de entonces.
Algunos en la quinta de mi tío Francisco Haedo en Montevideo en el Paso del Molino, en la
calle Lucas Obes, sobre un arroyo que se llamaba Quitacalzones. Mis veraneos en las
estancias. Cuando chico era bastante jinete, bueno como todo el mundo.
-Como todo el mundo que pertenece a su clase.
-¿Ser jinete?
-Seguro, los chicos no son jinetes salvo que sean del campo o de clase alta. Los
chicos de la ciudad juegan al fútbol.
-Eso es verdad, pero cuando yo era chico la palabra fútbol era desconocida salvo
en los colegios ingleses. En cambio a casi todo el mundo le gustaban las riñas de gallos.
-¿Veía, de niño, riñas de gallo?
-Niños y mujeres no iban a las riñas. Vi más tarde.
Mientras habla se pellizca las manos, se aprieta los dedos en un gesto que repite
interminable, inevitablemente. Son los gestos que corresponderían a un nervioso. Sin
embargo están realizados con una tal lentitud y hay tanta desconexión entre ellos y la
expresión serena, un poco ajena a todo, de su rostro, que manos y rostro parecen
pertenecer a personas diferentes.
-¡Qué manos tan chicas tiene! -dije acercando las mías. Con un gesto
sobresaltado retiró las suyas.
-Sí. sí... chicas. Y de golpe:
-Me gusta el campo.
-¿Recuerda con placer, verdad?
-Sí. Me gustaba nadar. Aprendí en el arroyo Ramallo. Mis recuerdos ... bueno,
tengo esos recuerdos comunes a todo chico. Las vacaciones en el campo, los peones.
-¿Estaba con ellos, escuchaba sus conversaciones?
-Los peones son muy parcos. Posiblemente porque se sienten distintos -dijo, y
quedó pensando.
-Era un niño feliz.
-Si, tal vez. El otro recuerdo importante para mí es la biblioteca de mi padre.
Una gran biblioteca con una mayoría de libros ingleses porque su madre era inglesa. El me
dejaba leer cualquier cosa.
-¿Veía bien de niño?
-Veía mal, pero los miopes ven lo que está cerca. Acercaba bien los libros y
leía -dijo, y acercó las manos a la cara como si se tratara de un libro-. Yo me he
educado en la biblioteca de mi padre. Como dijo Bernard Shaw: "Mi educación fue
interrumpida por mis años escolares". Tal vez la educación de todos los niños es
interrumpida por los años escolares, ¿no?
-Otra vez debo recordarle su clase.
-¿Usted cree? ¿Por qué?
-Por que a las escuelas van los hijos de todo el mundo. En la mayoría de los casos
el maestro está en mejor situación para educar un niño que sus padres.
-Me parece horrible aplazar a alguien.
-¿Por qué pensó en eso?
-No sé. Yo soy profesor de literatura inglesa y en veinte años sólo reprobé a
dos alumnos.
-¿Sería en definitiva el sentimiento de que uno no puede ser juez de otro?
-Sí... puede ser eso.
-¿O es el dolor que le da producir dolor a otro?
-Es, tal vez, la sensación de que cada uno debe salvarse a sí mismo, y aquí
vuelvo a Bernard Shaw. Cuando él oía decir que Jesucristo era Dios que había tomado
forma humana y se había hecho crucificar, decía: "Un caballero no puede aceptar la
salvación que le ofrece otro, tiene que salvarse él mismo" -dijo y se tentó, con
esa risa que nunca es mucho más que un proyecto, que muere apenas nacida-. Disculpe si la
estoy escandalizando. Yo no creo en el cielo ni en el infierno, y no creo que un hecho
ajeno pueda salvarme o condenarme, porque si fuera así yo sería culpable de todos los
crímenes que se cometen también. Volviendo a mi infancia, esos son mis recuerdos
fundamentales, la biblioteca de mi padre ... Nosotros vivíamos en ese entonces en un
arrabal: Palermo. El de los cuchilleros y payadores.
-¿Ese mundo de cuchilleros y payadores usted lo veía, lo imaginaba, o era una
cosa sobre la que oía?
-No, no, no. Todo eso estaba muy cerca, y por demasiado cerca no me interesaba.
Evaristo Carriego era amigo nuestro y venía a casa todos los domingos, pero a mí no me
interesaba su poesía, me interesaban más los cuentos de Stevenson o Las mil y una
noches.
-¿Qué edad tenía cuando empezó a leer?
-Yo no me acuerdo de mí mismo cuando no sabía leer. No podría decirle cuándo
empecé a leer. Si no supiera que a los tres años no pude haber leído diría que siempre
leí. Tanto en inglés como en español porque ... ¿posiblemente estoy aburriéndola? Yo
tenía una abuela criolla.
-De origen español.
-No, no, de origen criollo, a los españoles no podía verlos. Los llamaba
"los godos". Y tenía también una abuela inglesa. Yo sabía que tenía que
hablar de dos modos diferentes. De cierto modo con mi abuela criolla y de otro con mi
abuela inglesa. Al cabo de un tiempo me fue revelado que esos dos modos de hablar, entera
o casi enteramente distintos, eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Mi abuela
criolla sabía la Biblia de memoria.
-¿Fue educado en alguna religión?
-Voy a explicarle. Mi madre era católica como todas las señoras argentinas, es
decir, sin entender absolutamente nada de religión. Mi padre era libre pensador, como
todos los señores argentinos también. Como Spencer. Mi abuela paterna era muy religiosa,
protestante. Cuando llegó el momento de la primera comunión, mi padre me dijo:
"Mira, para mí es una ceremonia absurda, pero para tu madre es muy importante.
¿Querés hacer la primera comunión o querés esperar a haber llegado a alguna
conclusión sobre estos hechos? Mi hermana eligió hacer la primera comunión y es
católica, yo elegí no hacerla y soy libre pensador todavía, aunque eso parezca
anticuado.
-¿Considera que hay algún hecho en su infancia que lo ha marcado de alguna manera
a usted o a su literatura?
-Muchas cosas. Las espadas de mis abuelos por ejemplo.
-¿En qué sentido?
-Provocaban mi fantasía. También el retrato de mi bisabuelo, el coronel Suárez,
me impresionaba mucho. El ganó la batalla de Junín. Salió de Buenos Aires con San
Martín a los dieciséis años. Cuando volvió a los veintisiete la familia no lo
conocía. Y mi abuelo Borges que inició su carrera militar defendiendo la plaza sitiada
de Montevideo, la plaza sitiada por los blancos de Oribe, y tenía en ese momento catorce
años. Luego tomó parte en la batalla de Caseros, en la división oriental de César
Díaz, y tenía dieciséis años. Después ya vino una larga carrera militar: dos balas en
la guerra del Paraguay, las campañas con ...
-Usted tiene una gran añoranza de todo eso. ¿Le hubiera gustado?
-Sí, sí, sí. Pero no sé si hubiera servido.
-Aparte de que hubiera servido o no. Tal vez su añoranza es también de no haber
servido. Se ve en sus cuentos, en Sur por ejemplo. Ese personaje es usted mismo.
-Sí, sí. Ese es un cuento autobiográfico, en parte.
-Ahí está eligiendo su muerte. Preferiría morir acuchillado en la llanura que
morir en un quirófano.
-Sí. Matar o ser muerto acaso no sea peor que envejecer, morir en la cama o sufrir
la noche, dije alguna vez.
-Sufrir la noche. ¿Sufre realmente la noche? Porque leyéndolo, a veces, uno tiene
la sensación de que usted siente cierta felicidad no viendo, de que eso no le pesa, e
incluso al contrario. En el cuento sobre Homero, el héroe descubre que ha dejado de ver.
Usted dice: "Sintió como quien reconoce una música o una voz", y luego:
"Lo había encarado con temor, pero también con júbilo, esperanza y
curiosidad".
-No, una cierta felicidad no. Pero yo nunca viví en un mundo visual. Por
ejemplo... -dijo, y quedó callado por tan largo rato que pensé que se había olvidado de
mí.
-¿Qué quiere decir con que nunca vivió en un mundo visual?
-Por ejemplo, yo sé que tengo, lo ha asegurado mi madre que no me engaña, dos
corbatas. En otras épocas habré tenido más, pero nunca he sabido cuántas.
-Me parece que eso tiene más que ver con otras características suyas. Usted dice:
"Nunca viví en un mundo visual". Tampoco táctil. Usted no sabe cuántas
corbatas tiene porque no le interesan las corbatas, simplemente.
-Yo no sé cuál es el color de la ropa que llevo. Por ejemplo me ha sucedido de
estar enamorado de una mujer, muy enamorado, este... este... y no poder imaginármela
bien.
-Explíqueme qué quiere decir exactamente.
-Imagino el ambiente de ella, la felicidad de estar con ella. Eso sí lo imagino.
Pero si me preguntan el color de sus ojos, la forma de la nariz o de su boca, yo no
sabría contestar.
-¿Entonces lo que le llega de una mujer qué es? ¿Su manera de hablar por
ejemplo?
-¡Ah, no! pero... pero...
Otra vez volvió a distraerse. Le dije:
-Estábamos hablando de las mujeres. De las mujeres que lo enamoran.
-No, pero es que yo creo que hay algo misterioso ahí, aun en el tema de la
inteligencia. Uno va a una reunión, uno conversa con varias personas. Entre esas personas
hay una que hace observaciones agudas y hay otra que no dice nada o que dice
trivialidades. Al salir uno piensa: fulana de tal es una imbécil y la otra es
inteligente.
-¿Cuál es la inteligente, la que dijo las cosas agudas o la otra?
-No, la que no dijo nada. Uno ha sentido la inteligencia de un modo misterioso. En
cambio una persona puede decir cosas inteligentes y dejar la impresión final de que es
idiota. Posiblemente eso ocurra porque una persona brillante es fácilmente una persona
vanidosa, entonces uno siente antipatía por ella, ¿no? ¿Qué le parece si dejamos?
-¿Así de golpe?, ¿por qué?
-Me parece que estoy hablando demasiado.
-A mí me gusta oírlo. Lo que usted no quiera que diga no voy a decirlo. ¿Quiere
que borre todo lo que acaba de decir sobre las mujeres?
Muy fastidiado:
-Usted puede decir lo que quiera.
-Bueno. ¿Quiere seguir?
-¿Usted prefiere?
-Por supuesto.
-Siga entonces.
-Me decía que no podría describir físicamente a la mujer que ama.
-Sí. Eso es todo. |
-Veamos algunas de las constantes de su literatura: las
bibliotecas. Usted ha vivido la mayor parte de su vida entre bibliotecas, la de su padre,
la Nacional... ¿en qué momento escribió esas historias de bibliotecas?
-Mientras trabajaba en la de Almagro. En la Nacional comprobé que estaba rodeado
de novecientos mil libros, un paraíso de libros que me estaba negado porque no podía
leer. Sólo leía las carátulas, los títulos. Ahora ni eso. Lo único que veo son
sombras, bultos, luces, el color blanco y el color amarillo.
-¿Cómo se sintió cuando se dio cuenta que no podía leer más?
-Cuando sentí eso fue allí, en la biblioteca. Un día me di cuenta que sólo
veía las letras muy muy grandes. Entonces recordé una frase del filósofo alemán
Steiner: "Cuando algo concluye -no sé, una mujer lo deja a uno, o lo que sea, o se
pierde la vista- uno debe pensar que empieza algo nuevo". Claro que ese consejo es un
poco inútil porque uno sabe lo que ha perdido y no sabe lo que comienza. Con todo, yo
dije: "Aquí va a empezar "algo".
-¿En el momento en que sintió que había perdido la vista?
-Sí.
-Usted lo relata en el cuento de que le hablaba: "Una terca neblina le borró
las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas"
-Sí, hablando de Homero. Entonces volví estudiar anglo-sajón, inglés antiguo.
Más tarde comencé a escribir con una amiga un libro sobre Spinoza y además, ahora,
estoy corrigiendo mi obra que Emecé publicará completa. Tengo 74 años y mis facultades
imaginativas e inventivas están mermando.
-Usted siente eso. ¿O lo dicen sus críticos?
-No, no. No sé. Tal vez lo dicen mis críticos. Yo siento eso. Bueno, voy a hacer
algo que no requiera esas facultades.
-¿Qué entiende por corregir sus obras?
-Lo que en general se entiende por corregir. Además pienso dejar caer ciertas
cosas que no me gustan.
-¿Qué cosas? Cosas enteras no.
-Sí, cosas enteras sí. Estoy tratando de hacer un libro que me desagrade menos
que los anteriores. Hay ciertas composiciones que voy a dejar caer del todo porque me
parecen muy sensibleras, muy tontas.
-¿Qué por ejemplo?
-No, no es cuestión de hacerles propaganda. Libros enteros voy a dejar caer,
porque no me gustan, me parecen ridículos.
-¿Será un buen crítico de usted mismo?
-No sé, pero soy el único crítico de qué dispongo.
-Por lo menos con un criterio que usted respeta...
-Bueno, después de todo yo escribí esas cosas con mi criterio también. Suponga
que yo estoy escribiendo y se me ocurre hacer alguna modificación. ¿Por qué no voy a
usar ese mismo criterio dos años después? Eso es propiedad mía y yo mismo no me voy a
hacer ningún pleito.
-¿Cómo se siente cuando piensa que dejará una obra tan vasta?
-De esa obra se encargarán el polvo y el olvido.
-¿Está seguro que va a ser olvidado?
-Estoy totalmente seguro.
-¿En serio?
-Pero si lo que yo he escrito no vale nada -dijo, y su afirmación tuvo el acento
de la sinceridad y la humildad no fingida.
-¿Pero usted está hablando en serio? Impaciente:
-A mí no me gusta lo que yo escribo. Tendré algunos cuentos que son buenos porque
habrá algún eco de Kipling, por ejemplo.
-Pero, ¿por qué no le gusta lo que escribe? ¿Nunca le gustó o ahora mira para
atrás y no le gusta?
-No sé, uno escribe lo que puede y no lo que quiere. Uno no toma la decisión de
ser Shakespeare.
-Pero toma la decisión de ser Borges, y hay toda una generación que lo aplaude en
varios idiomas. Una generación de críticos, de lectores.
-Ese es un criterio estadístico.
-Sí, es un criterio estadístico, pero me parece válido. No conozco un solo
crítico que lo impugne. Para manejarnos hoy no tenemos muchas otras pautas objetivas.
-Con ese criterio tendríamos que aceptar todos los gobiernos que se eligen por
mayoría.
-Usted, como liberal, tiene que aceptarlos.
-¿Quién dice que soy liberal? -dijo con aire quisquilloso y por un largo rato
quedó callado.
No le pregunté nada. Esperé silenciosa a ver qué sacaba del ignoto pozo de su
memoria. Y cuando habló lamenté largamente no haber podido seguirlo a través de sus
singulares asociaciones.
Dijo:
-Estoy seguro que no hay nada después de la muerte. Esté segura de que no hay;
puede estar tranquila.
-¿Qué lo llevó a pensar eso ahora?
-Oh.
-¿Usted piensa que si hubiera otra vida caería en el infierno?
-No, ¡cómo voy a caer en el infierno! Ni en el infierno ni en el cielo. Yo no
merezco ni castigo ni recompensa. He vivido como he podido. Tratando de ser una persona
justa, razonablemente justa. Hay tantas cosas en el sentido contrario que yo no
entiendo... Por ejemplo, la venganza no la entiendo.
-Sin embargo usted en sus cuentos suele referirse a la venganza y es posible pensar
que le causa placer.
-Sí... mis cuentos... pero si una persona que me ha hecho una injuria y yo tengo
motivos de resentimiento la olvido casi enseguida, de modo que yo no estoy peleado con
nadie, no le deseo mal a nadie. A nadie.
-Esa es una forma de despreciar al otro...
-Ah, puede ser, pero... pero...
-Es más útil. ¿Le parece más útil? ¿Socialmente más útil?
-¡NO!, ¡qué socialmente! Porque si usted está pensando en una persona,
odiándola -todo esto está escrito, estoy plagiándome a mí mismo- usted depende de la
otra, es un poco esclavo de la otra. Es su sirviente. Como un hombre cuando una mujer lo
deja, lo único que puede hacer es olvidarla, porque si no se condena a sí mismo a la
desdicha. Sobre todo si se vuelve sensiblero, si busca encontrarse con ella, si vuelve al
barrio en que ella vive. Todo eso es molesto para la otra persona que lo sabe y desdichado
para uno. Desde luego, el valor no es tan fácil. Pero cuando pasa el tiempo, el valor
llega, ¿no?, porque llega el olvido. Porque la vida trae otras cosas. La realidad es muy
inventiva, la realidad le trae a uno intereses nuevos y personas nuevas. Claro que para
una persona a mi edad es bastante difícil; a los 74 años no es fácil esperar novedades,
entonces uno tiene que inventarlas. En el 55 yo inventé el estudio del anglo-sajón y
después del escandinavo antiguo.
-¿Para leer qué?
Vacila, masculla, dice dos o tres palabras ininteligibles.
-Esa pregunta no le gustó, ya veo.
-No, no, no. Sí, me gusta. Desgraciadamente de todas las naciones germánicas de
la Edad Media la que produjo una literatura más rica es la escandinava. La literatura
anglo-sajona, la inglesa, es rica. Pero no sabían escribir en prosa. Cuando llegué a
Islandia se me llenaron los ojos de lágrimas. Me sentía tan conmovido de pensar que
estaba en Islandia.
-¡Qué extraño! ¿Por qué lo conmovía tanto Islandia?
-Hablan la lengua como hace siete siglos. Desprecian a los noruegos y a los suecos
porque su lengua se ha deformado. Fui en otoño, el sol estaba muy bajo en el horizonte.
La luz era la que correspondería a nuestro atardecer. Además es un país de clase media.
No hay ni grandes miserias ni grandes fortunas. Para mí la clase media es una clase
superior. La aristocracia es muy parecida al pueblo.
-¿Sí?
-En todos los países.
-¿En qué se parecen?
-Son muy nacionalistas y el pueblo también lo es. Les da por las mismas cosas. Les
interesa el lujo, las carreras.
-¿De veras? Pero, ¿qué es lo que le encuentra de bueno a la clase media? Es la
clase que tiene más miedo a los cambios. La que está más llena de trabas, la más
conservadora.
-¡Y está bien que sea conservadora! Cuando me invitaron a México -dijo, y cayó
en la distracción más total.
Al cabo de treinta o cuarenta segundos volvió a hablar.
-Yo... si pudiera irme...
-¿A dónde? Cambiando la voz:
-No sé... para otra parte.
-¿Le gustaría irse a vivir a otro lado? Muy pensativo:
-No, me gusta Buenos Aires, porque viajar... para un ciego...
-Pero querría irse.
-Yo creo que voy a terminar quedándome aquí.
-¿Sí?
-Sí, yo quiero mucho a Buenos Aires, aunque es una ciudad tan fea.
-Buenos Aires no es fea; es muy parecida a París.
-París es muy fea y Buenos Aires también. Mire Florida, con esas tinas que le han
puesto en el medio. En México, por ejemplo, la gente es mucho más educada que aquí.
-Esa debe ser una impresión de viajero.
-En México nadie levanta la voz. En una reunión había una señora que hablaba a
gritos, me acerqué: argentina. Noticias policiales casi no hay.
-Pero, ¿cómo me va a decir eso?
-Además, ¿usted cree que allá se comen picantes?
-Sí.
-No, ellos comen a la manera americana -dijo, y otra vez se distrajo. Finalmente:
-Me acuerdo del reto que me dio mi padre el día que le conté que había estado en
el mercado del Abasto y había comido chinchulines y parrillada. Me dijo: "¡Pero no
te da vergüenza a vos?, ¡un criollo comiendo esas cosas! Esas cosas se reservan para los
mendigos y para los negros. Ningún señor come esas cosas". La verdad es que son
inmundas. Son las vísceras de los animales, la parte más innoble.
-Es muy interesante lo que decía su padre. Conocer a los padres de alguien puede a
veces aproximarlo a uno a explicaciones de cosas que parecían incomprensibles.
(sigue) |