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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ

Reportaje al Riachuelo
Crónicas del río color de petróleo

El reflotamiento de cascos hundidos -recién iniciado- y algunos estudios puestos en marcha sobre la contaminación de las aguas actualizan el tema de su saneamiento. Una coyuntura que Siete Días aprovecha para exhumar la historia, leyendas y tragedias que encierra el oscuro cauce de Buenos Aires

Revista Siete Días Ilustrados
mayo 1972

 


 

 

Siempre que la niebla desdibuja la herrumbrada estructura del puente Bosch y el invierno comienza a castigar a los madrugadores obreros que transitan por la ribera del Riachuelo, los recuerdos de muchos rescatan del pasado la tragedia del año 30. Aunque la mayoría cree que la leyenda no existe, unos pocos aseguran que los quejidos de las víctimas se escuchan y sus sombras deambulan sobre la oscura superficie del río; entonces se persignan rápidamente como avergonzados de su propia superstición.
Si la mañana es del mes de julio —más precisamente, el día 12—, los más viejos recordarán el aniversario y el hecho será comentado durante la jornada. El peregrinaje hacia los hierros del puente significará para los escasos adeptos del ritual el máximo homenaje hacia los 56 pasajeros del tranvía 102 que se precipitó hacia el Riachuelo, cuando su conductor no advirtiera que la estructura levadiza del puente dejaba paso a una chata petrolera. No faltan años en que una flor, arrojada por manos anónimas, se atasque con la resaca que flota en la sucia superficie.
El accidente y su legendaria secuela —que se incorporó a la tradición local como "el día en que se cayó el tranvía"— es uno de los innumerables hechos que se adhirieron al folklore de las poblaciones que bordean el Riachuelo, una cuenca de 80 kilómetros de largo que recorre tambos, villas de emergencia, fábricas y basurales y a través de la cual se trasportan, anualmente, un millón de toneladas de mercaderías.
Sin embargo, hace quince días no fue necesario recurrir a las evocaciones de los memoriosos. La tragedia se había asentado, otra vez, en el lecho del Riachuelo cuando un ómnibus de pasajeros de la empresa Chevallier se precipitó hacia las espesas aguas. El accidente, ocurrido alrededor de las 20 horas del domingo 7 de mayo, dejó su rédito luctuoso: los cuerpos sin vida de una mujer y un niño.
Exhumar las viejas historias de ese río, desempolvar algunos documentos de su época de esplendor y entrevistar a sus más remotos pobladores fue la tarea encomendada hace una semana a un redactor y un fotógrafo de Siete Días. Cruzar sus orillas cientos de veces, navegar buena parte de su fétido, asombroso recorrido, asistir al reflotamiento de algunos cascos hundidos en su lecho y estudiar las causas —y posibles soluciones— para evitar la polución de sus aguas fueron algunos de los itinerarios por donde transitó el reportaje.

EL DÍA QUE LEVANTARON LOS PUENTES
Si la caída del tranvía ingresó en la historia del Riachuelo como uno de sus acontecimientos más trágicos, los pobladores de la ribera rescatan para sí el orgullo de haber "bajado los puentes" cuando el 17 de octubre de 1945 millares de obreros cruzaron sus orillas para pedir la libertad del coronel Juan Perón, frente a los balcones de la Casa de Gobierno. "Eran las 7 de la mañana y en Avellaneda —recuerda el historiador Félix Luna en su best-seller El 45— la avenida Mitre estaba llena de gente, gritos, banderas y carteles improvisados. Algunos pasaron el puente hasta que la policía lo levantó; otros atravesaron el Riachuelo en bote o por otros accesos. La gente empezó a pasar en barcas medio deshechas o haciendo equilibrios sobre tablones amarrados a guisa de balsas. Cuando el puente volvió a tenderse tan misteriosamente como había subido, nuevos contingentes cruzaron ese roñoso Rubicón." La historia popular olvidó el nombre del que enfrentó a la policía para bajar el puente Pueyrredón, pero no el exceso de trabajo que ese día tuvieron los boteros que arriman pasajeros de una a otra orilla: "En la Boca no dejaban cruzar a nadie; los que eran autorizados por la policía tenían que justificar un motivo de verdadera necesidad —recuerda Antonio Alepidote (68, botero jubilado)—; pero nosotros, que teníamos la escalera frente al frigorífico Anglo, trabajamos toda la mañana. Ese día el cruce era gratis. ¿Cómo les íbamos a cobrar si eran los mismos obreros que trasportábamos todos los días? Si no lo hacíamos corríamos el riesgo de ser tildados de traidores. Y eso sí que no lo podíamos aceptar. Recuerdo que esa noche trabajamos hasta muy tarde, casi hasta el alba. Pero el esfuerzo valió la pena: cuando Perón fue presidente, se nos reconoció el derecho a jubilarnos de boteros y aportar a la caja de marítimos".
Lejos de allí, pero cerca del río, precisamente debajo del puente Uriburu, otros heroísmos se unieron al de los boteros. "Español hasta las últimas consecuencias", como él mismo se define, José Vázquez (65, jubilado) trabajaba en la industria del vidrio. "Yo tenía un puesto de responsabilidad —recuerda— y de mí dependía el buen funcionamiento de los hornos, que, como todo el mundo sabe, no se pueden apagar sin peligro de inutilizarlos. Cuando mis compañeros decidieron plegarse a la huelga general, yo preferí defender la herramienta y quedarme a atizar el fuego." Sin embargo, cuando logró convencer a los demás que la suya no era una actitud de rechazo al movimiento popular sino, al contrario, una forma de defender la fuente de trabajo, Vázquez se quedó solo. "Estaba en medio de la fábrica, mirando el fuego cuando yo mismo me dije: "¡Hombre! Has luchado en la Guerra Civil, allá en tu tierra. Has sido anarquista de los buenos ¿y ahora te echas atrás?" Y entonces apagué los hornos y me fui a Plaza de Mayo.
Cuando volvió la normalidad, fue despedido bajo la acusación de negligencia. Los treinta operarios, compañeros suyos, sufrieron una suspensión de quince días, mientras duraron las tareas de construcción de las nuevas fraguas. "Y entonces, ¡vaya la paradoja! —sigue aún extrañándose Vázquez—, mis propios camaradas me recriminaron haberlos dejado sin la quincena".

EL OFICIO DE VIVIR
El Riachuelo, sus habitantes, las industrias que a su vera comenzaron a erigirse a fines del siglo pasado, entretejen en la ciudad de Buenos Aires una de las historias más ricas y menos conocidas. Porque además de un barrio, La Boca —o todas aquellas comunidades que se instalaron en los bordes del riacho— constituyeron un pueblo aparte de Buenos Aires. Era la otra ciudad. Y ese espíritu se contagió a sus pobladores que, durante la prosperidad, con el puerto por vecino, se consideraron descendientes de los primitivos colonizadores. Separados apenas por una legua de la ciudad que refundara Garay, La Boca y Barracas contaban a mediados del siglo XIX con veinte mil habitantes. Incomunicados con "la Gran Aldea", formaron una comunidad cuyo origen étnico, costumbres, vida cotidiana y lengua eran distintos. Hasta la arquitectura los diferenciaba de los lejanos porteños. La prosperidad del puerto de La Boca se podría haber medido con la hormigueante actividad que brillaba en sus banquinas: almacenes, fondas, proveedurías navales abiertas hasta el alba para hacer frente a la invasión de marineros, armadores, pescadores, mujeres de dudosa virtud y mozos de cordel.
La avenida Almirante Brown —rebautizada por los genoveses como 'u cammin neuvvo'— sirvió, a partir de 1880, para unir ese pueblo con el otro, a través de una destartalada caja tirada por caballos que hacía las veces de coche de pasajeros. Era la época en que la farmacia de Antonino Ragozza —en Pedro de Mendoza— se convirtió en comité de genoveses garibaldinos que sólo aceptaban la presencia de otros connacionales cuando se trataba de recordar el amor por la tierra lejana. Era también la época en que los primeros bodegones y cantinas comenzaban a apestar 'u cammin vegio' (o calle Necochea) con el persistente tufillo de la pizza y la faina.
Ese era el barrio que en 1862 describiera un infatigable viajero inglés, el cónsul de S.M. Británica Thomas Joseph Hutchuson en Buenos Aires y otras provincias argentinas: "La escena que representa ese pueblo es, con otro nombre, un facsímil de la descripción del muelle de Quilp en la admirable narración de Old Curiosity Shop (Almacén de antigüedades) de Dickens". O el que apostrofara en 1870 el cronista Francisco Grandmontagne al definirlo como "una población apestosa de edificios capaces de albergar desde la rana al cetáceo". La llegada del tranway de Federico Lacroze que desde el centro y a través de Defensa y Almirante Brown unía Plaza de Mayo con el Riachuelo cosmopolizó la ribera pero no le hizo perder su fisonomía, la misma que aún se rescata, pese al tiempo transcurrido. Porque el Riachuelo —y también sus afluentes, desde el río Matanza hasta el lejano arroyo de los Pozos, próximo al pueblo General Las Heras, al oeste de la provincia de Buenos Aires—, constituye un sistema hidrográfico a cuyas orillas viven alrededor de dos millones de habitantes.

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