Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

pizzería
Origen y función social de la "pizzería"
Luis J. Medrano

Las típicas características que singularizaron el desenvolvimiento político de nuestro país hasta hace algunos años, son de todos bien conocidas. La nación vivía constantemente agitada por la lucha de dos grandes partidos, que se disputaban encarnizadamente el privilegio de gobernar al pueblo argentino, a despecho de que sus respectivas plataformas ofrecían una sorprendente similitud. Debido a esta curiosa circunstancia, nunca pudo hallarse un argumento satisfactorio para explicar el denodado empeño con que ambas fracciones, pugnaban por echarse sobre los hombros las pesadas responsabilidades del gobierno.
Pero lo que en realidad interesa a nuestro comentario, es en primer término, traer al recuerdo del lector un pavoroso problema social, que en aquellas épocas y al producirse cada periódica transmisión del mando, echaba su negro manto de angustia sobre un vasto sector del electorado.
pizzeríaLa Administración Nacional en pleno, cesaba automáticamente en sus funciones para dar cabida a una cantidad equivalente de laboriosos ciudadanos, que con renovados bríos, se reintegraban a sus tareas luego de seis o más años de espera.
Sería ingenuo atribuir a una coincidencia, el hecho de que por ese entonces nacieran a la vida comercial del país, tímidamente primero los vendedores ambulantes, y luego con virulencia sorprendente los establecimientos expendedores de un manjar, cuya aceptación por parte del público, había de significar a la postre una verdadera revolución: la “pizza”.
Así quedó planteado un interesante problema de genética comercial similar al que creó el nacimiento del transporte “colectivo”. La ley de la oferta y la demanda invertía una vez más y a regañadientes sus solemnes términos.
Quienes pretendieran negar que los empleados cesantes han dado origen a las “pizzerías”, se verían en aprietos para rechazar la hipótesis de que estos pintorescos comercios, deben su grandeza y su impulso inicial, a aquella masa de esforzados ciudadanos a quienes el vaivén de la política, colocaba alternativamente en la próspera felicidad o en la más cruel indigencia.
Se recordará que el empleado cesante, ante la brutal transición, solucionaba en mínima medida su situación, apelando al socorrido y precario medio a que recurre cualquier individuo colocado en la emergencia de ganarse el sustento del día en que vive: el corretaje. El ex funcionario del Estado recorría las calles de la capital con una valijita que abría y cerraba centenares de veces ante la despectiva y desconfiada mirada de su indiscriminada clientela. A las doce del día, el desdichado trabajador, con los pies destrozados, hacía su diario balance sobre la mesa de un “bar”, comprobando al cabo de sencillas operaciones, que los recursos tan sumariamente arbitrados, solo le autorizaban a mojar tres “medias lunas” en una taza de café con leche.
Huelga extenderse sobre las consecuencias desmoralizantes que semejante vida traía aparejadas a tan numerosa cantidad de ciudadanos, de los cuales afortunadamente solo una minúscula minoría, veíase inexorablemente arrastrada a la desesperación y por consiguiente al delito.
Fué entonces cuando hizo su aparición en el escenario gastronómico nacional el mágico y sabroso alimento, que por unas
monedas, dejaba en el estómago la más aproximada sensación de un almuerzo. Con natural alborozo, el ex empleado halló la forma de sobrellevar la penosa espera mejor alimentado y en ambiente más grato, simpatizando primero y terminando por encariñarse con la “pizzería”. Se hizo parroquiano obligado y a la larga, amigo del dueño; éste, celosamente colocado detrás de una caja registradora más brillante, pesada y costosa cada semestre, se complacía en narrar detalladamente sus comienzos y su lucha. Los felices propietarios de estos prósperos establecimientos, supieron de los halagos del reportaje y la consiguiente notoriedad y, lo que es más importante, vieron acrecer su fortuna en fabulosa multiplicación; sin lo cual notoriedad y reportaje no hubieran existido, pues no hay nada que tanto apasione a la opinión pública, como la biografía de los millonarios que no lo eran cuando les fueron franqueadas las puertas de este mundo.
—Empecé con doscientos pesos —ilustraba con justo orgullo— y ahora giro con un capital de seiscientos mil. Mis amigos me critican porque no vendo todo y me dedico luego a disfrutar de mis rentas y se resisten a darme la razón cuando les explico las causas
que me impiden llevar a cabo semejante proyecto. Hace un mes, un caballero que entró a saborear un trozo de “pizza”, me ofreció un millón de pesos por la llave del negocio. Quince días después me abordaron tres señores que habían constituido una sociedad para doblar esa oferta. Desde entonces cada tanto aparece alguien que me ofrece un millón más. ¿Hay un sólo cristiano en la tierra que se resigne a realizar una operación estando convencido que, de concretarla, perderá de ganar un millón cada quince días hasta el infinito?...
pizzeríaEl empleado nacional en desgracia, negaba con un airado encogimiento de hombros, y el noble y rudo propietario seguía reflexionando en voz alta, mientras los incesantes timbrazos de su máquina ofrecían una música cuya sugestión, debe martillar aún en el recuerdo de aquel absorto interlocutor, que miraba asombrado al encumbrado personaje, con el triangular alimento en la mano derecha y una valijita en la izquierda.
—Ya ve usted que yo soporto con agrado una original forma de esclavitud. Hay quienes son esclavos de su pobreza; yo, en cambio, lo soy de mi creciente prosperidad. Si vendiera esto, mi prosperidad quedaría bruscamente interrumpida, e igual cosa ocurriría en el caso de que resolviera colocar detrás de esta caja, a otro hombre que no fuera yo mismo. Cada uno vela por sus intereses, y si quiero que los míos no sufran merma, no puedo depositar mi confianza en otro individuo, que con toda justicia, pensaría lo mismo con respecto a los suyos propios. En una palabra; que yo hago lo que me parece que está mejor hacer y, en definitiva, lo que me da la gana. No me explico la inquietud de mis amigos y allegados, por suministrarme consejos sobre las medidas que debo adoptar ahora que soy dueño de una fortuna, cuando esos mismos seres no me ofrecieron el aporte de sus sagaces iniciativas, en los tiempos en que no tenía ni siquiera el derecho de exhalar el último suspiro. Esa preocupación por preservarme de los peligros a que puedan exponerme mis riquezas, contrasta con la indiferencia con que en otros tiempos me veían esquivar los arañazos de la miseria. Los fines que con semejante actitud persiguen, si es que persiguen alguno, permanecen para mí en el misterio. “¿Qué será de, tus pesos cuando pases a mejor vida?” — me preguntan. Y yo respondo: “Averiguad qué era de ellos antes de que yo hiciera irrupción en este mundo”. Resumiendo; mi vida está en el trabajo y yo no tengo la culpa de que mi trabajo me produzca más de lo que muchos creen conveniente que me produzca. Mis manos son las manos honradas de un trabajador y por lo tanto, mis dineros están en muy buenas manos, y será difícil que haya fuerza alguna en el mundo, capaz de arrebatármelos.
Y el ex auxiliar tercero de la Junta Coordinadora para la Progresiva Extirpación de la Langosta del Territorio Nacional, abandonaba el local dispuesto a reanudar sus tareas, reconfortado por el aplastante discurso de un hombre sencillo y poderoso y por una porción de “pizza” caliente rebozada con un vaso de vino tinto. Las manchas de grasa que ostentaba en sus solapas, semejaban honrosas condecoraciones que el destino ponía sobre su pecho, para premiar el estoicismo y la tenacidad del infortunado ciudadano.
Adivinando el pensamiento del lector, diremos que compartimos su criterio en el sentido de que, cuando a un modesto inmigrante napolitano se le ocurrió introducir en un enorme plato de latón, un pan caliente redondo de idéntico diámetro y cubrirlo con una capa de queso derretido, lo espoleaba, antes que la idea de echar las bases para que en el futuro fuera satisfecha una sentida necesidad nacional, la justa esperanza de ganar unos cuantos pesos fuertes. Si la humanidad debiera supeditar su progreso al renunciamiento y a las acciones desinteresadas de los hombres, acaso la armonía entre éstos fuera perfecta, mas aquel hubiera sufrido formidable retardo.
Y lo que interesa a nuestro siglo es progresar, progresar incesantemente. Los países que pueden decir al mundo: “¡Ved! ¡He aquí el avión más grande de la tierra! ¡Construido íntegramente por nosotros sin vuestra colaboración!”, son los países progresistas por antonomasia.
Por eso, a un puente de quince millas de largo sólo habrá de oponerse hoy otro de veinticinco; mientras no surja quien supere esa longitud en el extranjero, la nación poseedora concitará la admiración y aún la envidia del resto del orbe. Pero si a los ingenieros encargados de construir tan estupenda obra se les ofrece como único premio a su labor un puesto en la memoria de cada uno de sus conciudadanos, el plausible proyecto estará fatalmente condenado a acumular el polvo de los expedientes en desahucio. A los ingenieros, como a los abogados o a los deshollinadores, les obsesiona, más que los halagos de la gloria, la posibilidad de hacerse cuanto antes de una casa de campo y un automóvil “convertible” color gris perla.
El interés personal es el motor que mueve las iniciativas de la mayoría de los hombres, lo cual no obsta para que en muchos casos, esas acciones individuales redunden en beneficio de la colectividad, y otras veces, en su exclusivo perjuicio. ¿Porqué entonces regatear a los “pioneers” de la “pizza” un lugar que entre los precursores, les corresponde con justicia?
No hay duda alguna de que el lector está empeñado en destruir nuestra tesis, al salimos ahora con este “domingo siete”:
—¿Cómo explican ustedes que, a pesar de que aquel genocidio burocrático de los empleados nacionales despedidos en masa, pertenece al pasado, las “pizzerías” no hayan sentido los efectos de semejante disminución en su clientela?
Con lo cual, y en vista de que se pretende dar a nuestro comentario un inesperado tono polémico, que repugna a nuestro tradicional respeto por la opinión ajena, diremos que nuestras consideraciones no tenían como fin discutir con el lector, y que “buscar el pelo” a nuestra voluntariosa exposición, o hacernos aparecer como, “metidos en camisa de once varas”, son actitudes evidentemente dirigidas a deslucir esta nota y a colocarnos en posición desairada.
Y agregaremos que no hay derecho a ello, justamente cuando todo hacía presumir que las modestas opiniones precedentes serían, por lo menos, premiadas con un benevolente movimiento de aprobación. Eso es todo.

Revista Argentina
01/08/1949
 

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