JULIO 20, 1944: ATENTADO CONTRA HITLER


Stauffenberg (arriba). Hitler muestra al Duce el lugar del atentado


 

 

Ha perdido un ojo, la mano derecha y dos dedos de la izquierda; nadie diría que la triste figura que se pasea por el aeropuerto de Rangsdorff, al Sur de Berlín, es el otrora gallardo oficial Claus Schenk von Stauffenberg, del 17º Regimiento de Caballería alemán. Son las seis de la mañana y el sol comienza a incendiar las copas de los árboles. "Será un día espléndido, quizás un poco caluroso", observa su ayudante; apenas le responde con una inclinación de cabeza. Stauffenberg está ausente; una sola cosa le preocupa: repasar, una y otra vez, hasta el cansancio, su plan.
El avión, un Heinkel lento y magullado, carretea un centenar de metros y se acerca; necesitará unas tres horas para llegar a Rastemburg, en Prusia Oriental. En el portafolio, envuelta en una camisa y oculta tras una maraña de informes militares, lleva una bomba de tiempo. Es el 20 de julio de 1944 —hace 25 años— y está por consumarse el último de los atentados contra Adolfo Hitler, el que estuvo más cerca de la meta: sólo la casualidad frustró, en el momento decisivo, el éxito de la conspiración.

Entre la disuasión y el miedo
Las disidencias entre Hitler y los Jefes del Ejército comienzan a precipitarse a principios de 1938. Desde la primera hora, algunos oficiales no comparten su política; otros se han ido decepcionando a lo largo del tiempo y pretenden desalojarlo del poder. El Führer no vacila: dispone el retiro de 16 generales y el traslado de otros 44; a principios de febrero disuelve el Ministerio de Guerra y lo reemplaza por una nueva organización que confiará a sus incondicionales, la OKW (Alto Comando de las Fuerzas Armadas). Es su primera gran victoria sobre la Wehrmarcht; desde entonces puede moverse sin tropiezos.
"Este hombre es el destino de Alemania —se resigna el general Fritsch—, para bien o para mal; si se lanza ahora al abismo, nos arrastrará a todos con él. No podemos hacer nada." Es la actitud de la mayoría de los opositores: intentan disuadir a Hitler cuando propone la guerra; luego se dejan aplastar por sus gritos histéricos y su habilidad política.
Una sola vez antes del estallido del conflicto se atreve a organizar un complot que no se extingue ante su propia anemia. Edwald von Kleist, un emisario de los opositores, se entrevista con funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores inglés en los primeros días de setiembre de 1938; la maniobra: cuando Francia e Inglaterra anuncien su compromiso de proteger a Checoslovaquia (como le comunica Winston Churchill a Kleist), Hitler debilitará su frente interno. 
Será la oportunidad de desplazarlo.
Una semana después, Chamberlain, interesado en enfrentar a Rusia y Alemania, pacta con los nazis, entrega a los checos. "Nuestra revuelta quedó liquidada —lamentó Hans Gisevius, uno de los conductores del golpe—. Las tropas nunca se hubieran rebelado contra el Führer victorioso. Chamberlain salvó a Hitler."
En el invierno de 1941, después de casi tres años de victorias fulminantes, el Ejército alemán sufre su primera gran derrota a las puertas de Moscú. El mito de su invencibilidad comienza a derrumbarse; Hitler asume directamente el mando y aparta sin consideración a un grupo de oficiales: los mariscales Rundstedt, Bock, von Leed, el general Guderian y treinta y cinco jefes de división y de cuerpo son destituidos. El fracaso abre, otra vez, los cauces del viejo odio: se inicia la larga cadena de conspiraciones y atentados que culminan tres años más tarde, cuando ya Alemania está definitivamente perdida.
Stauffenberg ha peleado en Polonia, Francia, Rusia; en abril de 1943, cuando lucha en el frente africano, su coche se despedaza al tocar una mina. Gravemente herido, podría pedir el retiro, pero el joven oficial se ha impuesto una misión. "Siento que tengo que hacer algo por salvar a Alemania —le dice a su mujer, la condesa Nina, que lo visita en el hospital—. Nosotros, los miembros del Estado Mayor General, tenemos que asumir nuestra parte de responsabilidad." Cuando mejora comienza a entrenarse en el uso de unas pinzas, que maneja con los tres dedos de la única mano que conserva. En poco tiempo puede escribir y, algo que le interesa mucho más, está en condiciones de poner en marcha el disparador de una bomba.
El mayor general Henning von Tresckow es la figura central del Plan Walkiria; ya no se trata de apartar a Hitler: hay que asesinarlo, la única forma de negociar un armisticio no muy desfavorable. Por lo menos, dos docenas de altos oficiales adhieren al proyecto. "Debemos probar al mundo que los hombres del movimiento de resistencia alemán se atrevieron a dar el paso decisivo y arriesgar sus vidas" arenga Tresckow.

El último de los fracasos
El Führer no abandona sino en raras ocasiones su refugio de Rastemburg, a 600 kilómetros al Este de Berlín, una fortaleza donde vive rodeado de un compacto círculo de lugartenientes y secretarias. Stauffenberg, reincorporado al servicio activo como Jefe de Estado Mayor de abastecimiento, es el único que está en condiciones de entrar al reducto. El 26 de diciembre de 1943 llega su primera oportunidad: es citado y, con la bomba en el portafolio, consigue llegar a la antesala del recinto de conferencias. A último momento se cancela la reunión.
Hay otro intentó fallido; el 11 de julio del año siguiente, el mismo Stauffenberg pierde otra oportunidad: decide esperar la llegada de Himmler y Goering (la pretensión es matarlos a los tres), que no aparecen. Tres días más tarde, en otra reunión —cuando había decidido hacer estallar la bomba aunque faltaran los otros jerarcas—, Hitler se retira imprevistamente y la maniobra vuelve a fracasar.
Quizá por eso, ahora, mientras atraviesa cada uno de los tres controles de fanáticos SS que vigilan el Cuartel, General, Stauffenberg no puede evitar nerviosos estremecimientos. Cuando llega a la sala de conferencias, una estancia pequeña, de diez metros por cinco, Hitler está sentado en el centro, rodeado de mapas. Un detalle desalienta al conspirador: las ventanas están abiertas; es probable que eso aminore la fuerza de la explosión. Una veintena de altos oficiales se disponen alrededor de la mesa oval, de encina maciza; no tiene patas, sino dos pedestales anchos en los extremos.
Stauffenberg ha puesto a funcionar el percutor antes de entrar; mira su reloj: han pasado cuatro minutos, tiene apenas seis para dejar la bomba y huir.
''Mariscal —susurra—, tengo que recibir una llamada telefónica urgente. Volveré en un minuto." Deja el portafolio debajo de la mesa, a menos de dos metros de Hitler, y se retira.
La reunión sigue su curso; Stauffenberg corre a la oficina del general Fellgiebel, jefe de comunicaciones del cuartel (y miembro de la oposición), encargado de transmitir la noticia a Berlín. En cuanto anuncie que el Führer ha muerto, los complotados tomarán el poder. Cuando faltan un par de minutos para el estallido, el coronel Brandt, que pugna por acercarse a los mapas, tropieza con el portafolio. Lo coloca, distraído, en el lado opuesto del pie de la mesa; no imagina que ha erigido una barrera entre Hitler y la onda mortífera.
A las 12.42, una llamarada y chorros de humo negro saltan, rugiendo, del salón; cuerpos humanos —o lo que queda de ellos— salen disparados por las ventanas, Stauffenberg parte a Berlín, convencido de que, por fin, ha triunfado; Fellgiebel corre hasta el edificio, justo para ver cómo se derrumba el techo. No puede creer lo que ve: Hitler tiene el pelo chamuscado, la pierna derecha quemada y un brazo sin movimiento. Pero está vivo.
En Berlín, los conspiradores apenas si consiguen sembrar la confusión durante algunas horas; a las nueve de la noche, después de un juicio sumario, Stauffenberg y sus colaboradores más inmediatos son fusilados en un patio interno, al resplandor de los focos de un camión militar. "¡Viva nuestra Alemania sagrada!", proclama.
"Deberán ser todos colgados como reses", dice Hitler. El 8 de agosto, un grupo de altos oficiales son ahorcados pon cuerdas de piano, en una pequeña habitación de la cárcel de Ploetzensee. Se les quitan los cinturones y una cámara los filma mientras penden, desnudos, en su agonía. Esa noche, el mismo Goebbels se tapa los ojos para no ver la película. Durante meses, el siniestro Tribunal del Pueblo hace ejecutar a cinco mil complotados o, por lo menos, sospechosos de serlo.
El plan de matar a Hitler y tomar el poder había fracasado; la revolución preparada en Berlín no hizo sino aumentar el costo humano del intento. Sucumbió, además, porque, "a pesar de la ruina que había causado a Alemania y a Europa —dice William Schirer en Auge y caída del Tercer Reich—, los alemanes aceptaban todavía al nacionalsocialismo y a Adolfo Hitler como a los salvadores de la Patria". 
PRIMERA PLANA
15 de Julio de 1969