JUNIO 14, 1919 
PRIMER VUELO TRANSATLÁNTICO SIN ESCALAS

 

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

OTRAS CRÓNICAS INTERNACIONALES

Guerrillas, abono sangriento de la época
Ernesto Cardenal, sacerdote, poeta y ministro
Silvio Rodriguez - Pablo Milanés
Procreación
Ovando, la casa del vecino (Bolivia)
Proceso a Satanas - Charlie Manson
Mussolini: aquel hombre, este fantasma
Apolo XIII
Lenin, centenario de su nacimiento

Las opiniones de Salvador Dalí
Fin del beat, el sueño terminó
Pakistán el difícil alumbramiento de Bengala

 

 

pie de fotos
-Alcock y Brown en Terranova, antes de partir, y el Vickers luego del aterrizaje triunfal: la hazaña inédita

 

"¡Se cae!", gritó un mecánico, mientras la multitud parecía columpiarse en un inútil gesto de ayuda. A 120 metros del suelo, el enorme Vickers Vimy luchaba, ya casi sin fuerzas, contra el viento gélido y huracanado. Por fin, cuando las colinas se ofrecían como único horizonte, una corriente milagrosa empujó hacia arriba al avión, le permitió trasponer ileso las cumbres nevadas.
El público corrió entonces hacia la estación telegráfica; los más optimistas apostaban a que el aparato lograría transitar la mitad de su ruta oceánica antes de naufragar. Allá arriba, mientras tanto, Jack Alcock, piloto, y Arthur Brown, navegante, se empecinaban en demostrar que muchas veces el mundo progresa a golpes de locura. Tenían razón: 16 horas y 12 minutos después de levantar vuelo desde San Juan de Terranova, yacían semidesmayados y felices en la campiña irlandesa. Era el 14 de junio de 1919: se había cumplido el primer vuelo trasatlántico sin escalas en la breve historia de la aviación.
Alcock y Brown no fueron los únicos pasajeros; volaron con ellos Big Jim, un gato negro que sirvió de mascota, el perro del navegante y dos chanchitos de la India que regaló una admiradora. También hubo que hacer lugar para Rantantam y Olivette, un par de muñecos de trapo, y para el diminuto Kewpie de plata. El resto del fuselaje albergó dos motores Rolls Royce (350HP cada uno), 2.880 kilogramos de combustible, y media tonelada de víveres, lubricante y otros elementos indispensables.
La pasión por las hazañas aéreas era un vicio de la época; los torneos se sucedían sin pausa, subsidiados por jugosos premios y una fama que extraía de las sombras a los personajes más insólitos. El Daily Mail de Londres ofreció 25.000 dólares a quien lograra sortear el Atlántico en vuelo sin etapas. La pareja de británicos nunca cobró la promesa: recién ocho años más tarde, Charles Lindhberg lograba cosechar la recompensa.
Algunos intentos frustrados prologaron la aventura del Vickers Vimy, un verdadero mamut aéreo para aquellos tiempos. Utilizado como bombardero táctico, el generador del aparato proveía la necesaria corriente eléctrica para calentar la ropa de los tripulantes e impedir que se congelaran en medio del vuelo. Jack Alcock era un inglés de Manchester, de 27 años; as de la aviación, había combatido en el frente turco durante la Gran Guerra recién finalizada. Empedernido buscador de records, mientras quebraba una marca de distancia cayó tras las líneas otomanas y debió aguardar pacientemente el fin de la contienda en un campo de concentración.
Arthur Whitten Brown, escocés, acumulaba seis años más de vida que Alcock. También veterano de guerra, su misión de observador capotó un día de 1915 en suelo alemán; veinte meses después fue repatriado en un canje de prisioneros. Ingeniero y agrimensor, su habilidad como navegante lo sumó a la quimera del cruce atlántico.
El día de la partida, fuertes ráfagas de 14 nudos obligaron a la compañía Vickers a proclamar la cancelación del viaje. Alcock y Brown lograron el permiso, horas más tarde, con un buen argumento: también en Terranova se hallaba listo Handley Page; el peligro de que el audaz rival despegara esa misma mañana formalizó la autorización.
La estación Marconi propaló la noticia a todos los barcos que navegaban en alta mar; alertaba, además, sobre un probable naufragio: de noche era fácil identificar al avión porque los expulsores de gases estarían calentados al rojo vivo. A bordo del Vickers, un pequeño trasmisor telegráfico debía mantener las comunicaciones con tierra. Pero un ventarrón arrancó las antenas y los aventureros quedaron aislados. Dialogando a gritos y ademanes, con una visual casi nula por la niebla, se las arreglaron para mantener el rumbo. El inglés llevaba cigarrillos y fósforos en abundancia, pero no pudo gustar ni una pitada: el peligro de un incendio alejó ese pequeño halago. Tampoco pudieron comer ni tomar agua; el trabajo de arrastrarse para quitar las gruesas capas de hielo que cubrían, el fuselaje, se convirtió en la preocupación fundamental.
Con un chubasco infernal de granizo castigando, los héroes merodearon al fin, sobre la isla Signal. Casi a los tumbos, la máquina llegó a la costa irlandesa; en la estación Clifden, el personal avizoró al Vickers y contempló el desafortunado aterrizaje: el avión se clavó de trompa, aunque no fue destrozado por el revolcón. Los dos británicos no atinaron a responder a los hurras irlandeses, groggies como estaban por los golpes y el cansancio. La nueva fue transmitida de inmediato al Aero Club de Londres, que sólo contestó: "Conserven intacta la máquina hasta que llegue un inspector". Certificada la proeza, Alcock y Brown recibieron el inevitable homenaje del Rey Jorge V: la investidura de 'Sir'.
PRIMERA PLANA
10 de Junio de 1969