Fantasía y realidad de un Buda viviente
Quizás porque millones lo amaron y millones lo odiaron, Mao Tsé-tung fue uno de los hombres más importantes del siglo.
Despertó el más inverosímil culto a la personalidad y su biografía oficial lo pinta casi como un infalible santón, autor de ominosos milagros. A pesar de su sensibilidad femenina, fue implacable con sus enemigos políticos

 

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Brindando con su enemigo Chiang Kai-shek en 1945


Una desmesurada estatua suya

 


 

En la provincia china de Hunán hay un pequeño distrito campesino donde crece el bambú más precioso de todo Oriente: los troncos de la caña son tan gruesos que apenas pueden ser rodeados por los brazos de un hombre adulto; la corteza es de suave color miel y está levemente moteada de negro. Los bambúes de Shao Shan son como una delicada joya y siempre fueron codiciados por príncipes y emperadores. Allí, en el fondo de una pequeña hondonada —en una casa de paredes de tierra y techo de paja, flanqueada por un estanque—, nació Mao Tsé-tung; fue amado por 800 millones de chinos, motejado de dictador por buena parte de la humanidad y tildado de traidor a la causa del comunismo por millones y millones de soviéticos.
Cuando murió, el 9 de septiembre pasado, a los 82 años, pudo decirse de él que su presencia no sólo trasformó a su inmenso país, sino que también cambió al mundo. Su tránsito del anonimato al liderazgo es una historia apasionante, una crónica de lucha, sangre, odios, amores, traición y muerte. A su alrededor —poco a poco, tal vez a pesar suyo— se fue creando el más delirante culto a la personalidad que se haya dado en toda la historia de la humanidad.
Los chinos cuentan de él cosas fabulosas; intentan —a veces —convertirlo en un mito y fabrican leyendas para consumo interno que por lo general se ignoran en este Occidente pragmático y cartesiano. Tal vez valga la pena —para comprender la verdadera dimensión de su personalidad— pasar revista a una serie de hechos por demás significativos.

EL SANTUARIO. Su casa natal se convirtió en uno de los sitios más visitados de China. Para viajar hasta allí hay que hacer centro en Changshá —una ciudad de mediana importancia— y luego trasladarse en auto hasta Shao Shan. Allí hay un extraño parador —es difícil, pensando en el sitio, darle el nombre de hotel— que sirve para hospedar a los visitantes importantes que se encuentran de paso. Las habitaciones son pocas pero espaciosas, no poseen baño privado y están amuebladas de una manera exótica: los sillones lucen como salidos de un museo, las sillas parecen hechas para ascetas y las camas durísimas, sin colchón— poseen un inesperado dosel y un amplio mosquitero. Los pisos son de cemento alisado y las paredes están enjalbegadas. Todo el decorado es absurdo, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de un edificio moderno, que no supera los diez años de construcción. A unos quinientos metros de ese parador está la casa donde nació Mao. La única forma de acceder a ella es bajar por un sendero de tierra que hay que transitar a pie, pues los automóviles no deben penetrar en ese santuario.
Allí los guías —todos jóvenes bien entrenados— cuentan la biografía oficial del líder a los numerosos visitantes; la verdad, sin embargo, no es uno de los dogmas que se practica en Shao Shan. La vida del patriarca chino se asemeja, en esa versión, a la leyenda de Buda, a la mitología de Confucio, a la vigorosa existencia de Lao-Tsé. Cuando se ve por primera vez la habitación donde pasó Mao sus primeros años se comprende de golpe por qué está amueblado así el parador que queda colinas arriba: los cuartos y todo lo que hay dentro son una réplica exacta. En el parador faltan, eso sí, algunos objetos personales, como el cuadro de los padres de Mao colgado en una de sus paredes. Claro que en la pieza de Mao también está ausente, desde 1965, coincidente con el inicio de la Revolución Cultural, una foto enmarcada de Liu Shao-chi joven, vecino de Mao (fueron juntos a la escuela secundaria) e íntimo amigo suyo hasta que Mao lanzó a los guardias rojos contra él. Ninguno de los jóvenes guías contesta cuando se los interroga sobre esta fotografía y aseguran que nunca hubo allí ningún retrato del Kruschev chino, como se llamó a Liu para desprestigiarlo. Pero el mismo Mao le contó al periodista Edgard Snow que en su casa paterna fue él quien colgó el retrato de su admirado condiscípulo.

LOS MILAGROS. Mao escribió un poema donde dice que nació en la tierra del hibisco. Lo curioso es que los botánicos se rompieron la
cabeza tratando de hallar una explicación a esa metáfora, pues nunca nadie vio crecer un hibisco en las tierras de Hunán. Por suerte los exegetas suelen ser más sutiles que los jardineros e interpretaron que el sitio al cual se refería Mao en su poema era toda China, que como la flor del hibisco va cambiando de color a medida que pasa el tiempo: primero es blanca, luego rosada y finalmente se pone rojo encarnado. Pues bien, en el estanque que flanquea la casa natal de Mao hay un pequeño jardín donde la flor más preciada es la del hibisco, cosa de no desmentir al carismático líder.
Tal vez Mao haya ignorado hasta el día de su muerte su biografía oficial, los milagros que se le atribuían. No sólo hizo crecer a fuerza de poesía flores donde nunca existieron, sino que —por un singular proceso de endiosamiento, que terminó por convertirlo en un Buda viviente— compitió con santones y milagreros. Estos hechos mínimos terminaron por disminuir sus grandes dimensiones de hombre para convertirlo —al menos en China— en un ser sobrenatural.
En la escuela secundaria de Nanchang —donde Mao cursó algunos de sus estudios— hay un hondo pozo de agua que no tiene otro mérito que el de poseer un brocal de mármol, rústicamente ornamentado. Allí —cuentan los biógrafos chinos— hacía sus abluciones matinales el joven Mao, al aire libre, en pleno invierno (16 grados bajo cero casi todos los días), luego de practicar una hora de gimnasia con el torso desnudo. El vigoroso atleta de 18 años jamás imaginó que algún día numerosos peregrinos ciegos concurrirían a esa fuente para recoger el agua y luego bañar sus ojos yermos. Cuentan los expertos biógrafos que varios penitentes recuperaron finalmente su visión gracias a las aguas curativas.
La biografía oficial de Mao insiste en presentarlo como un iluminado: a los 18 ya habría leído El Capital, difundido las enseñanzas de Marx (Ma Keh tsu, como dicen los chinos) y elaborado los planes para el triunfo de la revolución en su patria. Lo cierto, ya se sabe, es que su camino al liderazgo fue un sendero de luchas intestinas dentro de su propio partido y de violentas disidencias con la Internacional comunista, profesando amistad y odio hacia Stalin. Fue discípulo de Li Ta-chao (un influyente liberal de izquierda, director de la biblioteca de la Universidad de Pekín cuando Mao llegó por primera vez a la capital del Celeste Imperio), y lo separaron de su maestro profundas disidencias; protegido de Chen Tu-shiu (primer secretario del Partido Comunista Chino), terminó por acusarlo de traidor en 1927. Compañero de Chu Teh (muerto en enero de este año y uno de los héroes de la Larga Marcha), Mao no hizo nada para impedir que cayera en desgracia durante la Revolución Cultural.
Camarada de armas de Lin Piao en los albores de la revolución, fue el artífice de su derrota política y de su muerte física en 1971. A su paso fueron quedando —devorados por las disidencias políticas— intelectuales como Li Li-san (fundador del partido) y brillantes mariscales como Ho Lung, Chen Yi (viceprimer ministro de Relaciones Exteriores y conquistador de Shangai), Peng Teh-huai, el héroe de la guerra de Corea que perdió su puesto en 1950.
Así, sólo dos personajes de la vieja guardia se salvaron de las purgas internas motorizadas por Mao: uno, el poeta Tung Pi wü, quizás el hombre más culto de China, fallecido en 1975, y Chou En-lai, uno de los individuos más astutos que haya transitado por los delicados equilibrios de la política internacional. Sin embargo, todos estos sucesos —su imagen de Buda y sus virtudes de milagrero— no alcanzan a retratar al personaje que suscitara un culto a la personalidad tan inverosímil que sus estatuas se construían en Pekín más altas que cualquier edificio y su retrato estaba colgado en la puerta de entrada de todas las casas de China, como antaño se colocaban leones para espantar a los malos espíritus. Agnes Smedly, una periodista norteamericana que fue íntima amiga y biógrafa del mariscal Chu Teh en la década del 30, dice de Mao: "Es casi femenino por su sensibilidad y sus gestos suaves, pero sus rápidas decisiones y su fuerza de voluntad son férreas como las de un gigante". Enigmático —no habló en público desde 1949—, controvertido, fue uno de los estadistas que signó el siglo y un hombre que —sin proponérselo— se convirtió en un dios.
Abel González
Revista Siete Días Ilustrados
23/09/1976

 


Su cuerpo reposando en el ataúd de vidrio


Con Stalin y bulganin en 1950