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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL


La otra guerra de Khomeini
la violencia chiíta proyecta la sombra
del ayatollah sobre Occidente
revista Somos
julio 1985


Grupo Amal en acción de combate

 

 

 

Nosotros, los chiítas, estamos haciendo una Guerra Santa porque Mahoma en persona así lo ha querido. . .
—Perdóneme, pero ¿usted cómo lo sabe?
—Es evidente, está escrito en el Corán. Ahí dice que cuando llegue el día del Apocalipsis los musulmanes verdaderos irán al paraíso y los infieles sufrirán las penas eternas. Por suerte el ejemplo de Irán nos marca el camino. . .
—¿Usted leyó todo esto en el Corán?
—No, yo no sé leer, pero no es necesario. Todos los pueblos del mundo conocen esta verdad. . .
El diálogo tuvo como protagonistas, en la rué Abi Haidar, de un barrio popular de Beirut, a un joven miliciano chiíta de 19 años, llamado Hadji Mohammadi, y a un periodista occidental.
El caso de Hadji Mohammadi es simbólico: refleja la mentalidad y el fanatismo de la mayoría de los chiítas, la secta musulmana cuya actividad no sólo en Medio Oriente sino en todo el mundo constituye hoy una amenaza gravísima para Occidente.
¿Quiénes son los chiítas? Mayoritarios en Irán (90 por ciento de la población), influyentes y temidos en Irak (55 por ciento) y en el resto de los países moderados del Golfo Pérsico, los mejor armados y organizados en el Líbano (40 por ciento de los habitantes), los chiítas tienen una historia vieja y atormentada: la secta nació con el cisma del año 661 de nuestra era, 29 años después de la muerte de Mahoma, cuando Alí (el cuarto califa y yerno del Profeta) fue asesinado en la Mosquea de Kufa. Los fieles al partido o shia de Alí se negaron a reconocer a los sucesivos califas elegidos por la comunidad de los creyentes, sosteniendo el principio de la sucesión hereditaria por derecho divino.
Puestos fuera de la ley y perseguidos por los ortodoxos sunnitas (que hoy en todo el mundo árabe son unos 650 millones, contra 80 millones de chiítas), asediados por los poderes constituidos, los integrantes de la secta desarrollaron, interpretando el Corán, una verdadera filosofía del martirio, derivada en buena medida de siglos de clandestinidad y marginación.
Un cóctel explosivo (fanatismo religioso. resentimiento social, postergación económica, admiración por la revolución iraní y por su líder Khomeini, demonización de Israel y de Estados Unidos) es la clave descifradora para entender por qué los chiítas son considerados los nuevos Atila del mundo actual. Y para comprender por qué chicos de 12 o 13 años, convertidos en verdaderos kamikaze de los años 80, se lanzan vociferantes contra el enemigo iraquí, buscando la muerte y el martirio como ofrenda a Alá.

¿Por qué el Líbano?
Cuando triunfó la revolución de Khomeini en Irán, ya un santón de dos metros de altura que había estudiado a fondo la estrategia de la Guerra Santa, llamado Moussa Sadr, había empezado a organizar y cohesionar a los chiítas del Líbano, víctimas de la prepotencia palestina, de la soberbia de los cristianos maronitas que monopolizaban el Estado y de los bombardeos de Israel. En 1975 había fundado Amal (La Esperanza), una organización que pasaría a convertirse en el brazo armado de la comunidad chiíta.
Sadr desapareció misteriosamente durante una visita que hizo en 1978 a Libia. Pero la semilla ya había sido echada. La posta fue recogida por Nabih Berri, un abogado más laico y moderado que había estudiado en La Sorbona, y que empezó a reivindicar el derecho de la comunidad chiíta a participar en la gestión del poder político, hasta entonces patrimonio exclusivo de sunnitas y maronitas. En tanto, sus milicianos se organizaban militarmente, armados por Irán y Libia, hasta alcanzar el número y el grado de eficiencia de hoy: sólo 30.000 guerrilleros bien adiestrados en Beirut y en su periferia. Además, es leal a la comunidad la Sexta Brigada del ejército libanés, constituida en su abrumadora mayoría por chiítas.
La emigración de los chiítas a Beirut vino en los últimos años a introducir un nuevo y caótico elemento en los ya precarios equilibrios del convulsionado Líbano. La clase media sunnita, mercantil y de buen pasar, contempló con creciente aprensión el arribo de estos rotosos analfabetos y miserables que se instalaban en las grandes villas miserias suburbanas, pero que también empezaban a imponer el rigor de su organización armada. Una de las grandes conquistas de los milicianos de Amal fue el control del aeropuerto de Beirut Oeste. Por eso, cuando los tripulantes del Boeing de la TWA fueron obligados a aterrizar en dicho aeropuerto, los secuestradores sabían que allí iban a encontrar la protección y la complicidad de sus hermanos chiítas.
La invasión de Israel de junio de 1982 (la famosa Operación Paz en Galilea) terminó por empujar, definitivamente, a los chiítas del Líbano a la exasperación extremista. Los soldados israelíes fueron al principio recibidos como liberadores.
Pero pronto sintieron en carne propia la dureza de la nueva ocupación.
Y los milicianos de Amal y de las otras organizaciones armadas chiítas (cada vez más radicalizadas y fanáticas) se convirtieron en los más acérrimos enemigos de los ocupantes israelíes. Obra de la sigla Jihad (Guerra Santa) fueron, por ejemplo, los atentados terroristas de 1983 a la embajada y al cuartel general norteamericano en Beirut, que causaron casi 200 muertos. ¿La técnica? El empleo de camiones cargados de explosivos, guiados por chiítas suicidas.
Lo más inquietante es que Berri no controla este mosaico de fanatizados que se sienten protagonistas de una cruzada contra el Occidente infiel y que han elegido el terrorismo como arma de lucha. Berri ha dicho muchas veces que quiere rescatar a su gente del medioevo, pero no parece tener el suficiente poder para hacerlo. A su izquierda, en un caos de siglas y facciones, se mueven los miembros del Hezbollah o Partido de Dios, al que pertenecen los secuestradores del Boeing y que son conducidos personalmente por el jeque Ibrahim el-Amine, designado directamente por el mismísimo Khomeini.
Con los Hezbollah compiten en violencia y extremismo los hombres de Amal islámico, que tienen sus bases en el valle de la Bekaa y están armados y financiados por Libia e Irán, de quienes es un gran admirador su jefe, el tenebroso Hussein Mussawi. Y también los kamikaze de la Jihad, que han sido protagonistas de sangrientos atentados en Francia, España, Italia y Kuwait, en nombre de la generalización de la Guerra Santa.
"El llamamiento de los principios del Corán y la esperanza de una revolución islámica en nombre de una superior justicia divina no podían dejar de incendiar a los chiítas, que son los árabes más postergados y pobres'', sostiene el islamita Maxime Rodinson. Y este incendio no sólo amenaza a Occidente, asediado por el terrorismo chiíta, sino en especial a las opulentas monarquías sunnitas del Golfo Pérsico, que sienten demasiado cerca la epidemia que viene de Irán. 
Bruno Passarelli (Corresponsal en Italia)
julio 1985