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crónicas del siglo pasado

 


El escritor y el cine
por Elia Kazan

 


Revistero

 


 


"Nido de ratas", premiada con varios Oscar, fué obra del binomio que integraba Elia Kazan


"De aquí a la eternidad" marcó el comienzo de una reacción en favor de los escritores al servicio del cine


"Un rostro en la muchedumbre", que vimos este año, es el anáilis más valiente y hodo que se ha hecho de la T.V. como vehículo deformante


"Mortz" premiada por la academia de Hollywood, implicó el reconocimiento del valor de los escritores en el cine

 

 

Llegué a Hollywood en 1944, para filmar mi primera película "A tree grows in Brooklyn". Ni bien bajé del tren fui al hotel y luego me presenté ante Louis Lighton. Era una bella persona, de las de antes, asimismo, un excelente productor. Cuando lo conocí ya le fallaba la vista y aquel día lo sorprendí muy reclinado sobre su escritorio, mirando á través de una gran lupa. Trabajaba en el "script". Sobre su mesa tenía la novela de Betty Smith, así como distintas versiones del libro cinematográfico. Las estaba "despanzurrando" —como dicen en los talleres de reparaciones de aeroplanos— para rescatar las partes útiles. Trabajosamente y con el oficio que da una vieja práctica, el productor coordinaba los incidentes en secuencias, ordenaba éstas para los efectos dramáticos y estructuraba la totalidad según lo qué él llamaba tres "actos". Pero Lighton sabía lo que tenía entre manos; hacía ese trabajo desde la época del cine mudo.
El libro cinematográfico les fué atribuido a Tess Slesinger y Frank Davis, pero durante aquellos nueve meses de mi estadía en Hollywood nunca encontré a esas dos personas. Años después, en Nueva York, me enteré que Tess Slesinger había muerto. Todavía no me he encontrado con ella. Pasaron algunos años más para que, una noche, en una reunión se me presentara un desconocido. Era Frank Davis.
Yo era un recién llegado del teatro y este divorcio de los escritores con el director —y con su propia obra— me golpeó sorpresivamente. Debía aprender que esa era la práctica normal.
Recuerdo mi primer almuerzo en el comedor de la Twentieth Century Fox. Me dijeron que detrás de las puertas cerradas, del comedor de los "executives", Mr. Zanuck almorzaba formalmente junto a sus productores. No me preocupaban. Para mí, las figuras de atracción eran los famosos directores, los dioses. Allí estaban, ubicados a lo largo de la pared principal, dominando el enorme comedor, cada uno de ellos en su mesa reservada, atendidos por camareras, también reservadas. Las mesas centrales estaban ocupadas por las "estrellas". Las rodeaban sus favoritos y admiradores: maquilladores, peinadores, "dobles", agentes, amigas y amigos. Otras mesas prominentes eran ocupadas por los grandes de la retaguardia, los "cameramen". Cada sector tenía sus jefes de departamento, sus veteranos y eminencias gris: un catálogo homérico.
Sólo después de varias semanas percibí e investigué a un triste grupo ubicado en una mesa distante. Su aislamiento era evidente que parecía planeado. Nadie se mezclaba con ese grupo, sus mesas no eran visitadas por gente ajena a la zona. Parecían estar fuera de lugar.
Pocos de ellos lucían el bronceado sentador que los triunfadores de Beverly Hills llevan hasta su tumba. Reían de una manera histérica, tonta o amarga. Eran los escritores.
Algunos de ellos eran escribas tolerados y otros eran escribas prohibidos. Algunos eran escritores cinematográficos de primera línea. Podría haber, ocasionalmente, algún dramaturgo laureado con el premio Pulitzer o un novelista famoso contratado para una película. Hasta el último de ellos parecía incómodo de estar allí, y el embarazo se manifestaba por vías de un ingenio amargo. Se especializaban en infinitas historias sobre la idiotez del negocio cinematográfico. Eran torneos interminables de anécdotas terribles, barrían con todos y con todo, inclusive con ellos mismos. En suma, un capital de talento se consumía en burlas.
Mi educación proseguía en el "set" donde filmábamos "Un árbol crece en Brooklyn". Teniendo en cuenta que era un estricto debutante en cine, el productor Lighton me asignó a León Shamroy, uno de los mejores "cameramen" de Hollywood. Yo debía montar las escenas "como si sucedieran en la vida" y León decidiría cómo fotografiarlas. Filmaba varios ángulos que posteriormente podrían lograr una narración cinematográfica efectiva. León constituyó una experiencia inédita para mí. Como dije, yo había llegado de Broadway donde el escritor era un dios y su obra se consideraba sagrada e intocable por contrato. Estoy seguro que León leyó el libro cinematográfico, o su mayor parte, antes de comenzar la filmación, pero sé que no repasaba las escenas del día antes, de venir al trabajo. De ninguna forma era negligencia: era una poética. Existía la superstición de que la consulta inmediata al follaje literario enervaría nuestro sentido esencial de la acción. Cuando yo llegaba al "set", por las mañanas, él solía andar por allí, víctima del sueño (mucho o poco sueño), listo para recibir los servicios del ordenanza del "set". En aquellos tiempos felices cada "set" tenía su ordenanza. El ritual diario marcaba, para León, café, "The Hollywood Daily Variety" y "The Hollywood Reporter". Mientras él leía, yo me consagraba seriamente al ensayo de los actores. A su hora, León solía levantar su vista del "Reporter" y preguntaba: "Bueno, ¿cuál es la bazofia de hoy?" La bazofia era el diálogo. Cuando se le ocurría formular alguna crítica era siempre la misma: "¿para qué necesita todas esas palabras?" En sus días buenos días no decía "basofia", sino "charlatanería". 
Los escritores se encontraban en una situación humillante. Los fabricantes de películas insistían en referirse a sí mismos como "industria". Y una industria aspira a la eficiencia. Los grandes estudios volcaban anualmente, en el mercado, más de cincuenta películas cada uno. Trataban de supervisar la manufactura de los "scripts" con métodos de gran resultado en las industrias pesadas y automovilísticas. Con algunas variantes, el sistema era más o menos el siguiente:
Se compraba, sin reservas, una "obra original" (novela, obra teatral, idea novelística). De tal forma, un estudio adquiría material y, al mismo tiempo, se desembarazaba de un perturbador potencial, el autor "original". (Uno de los cuentos que hacían circular los escritores hablaba de un jerarca de determinado estudio que había comprado un "bestseller" altamente considerado. Se lo vio entrar majestuosamente en su comedor, jactándose: "Acabo de comprar un gran libro, pero creo que puedo mejorarlo".) El paso siguiente era una conferencia de "ejecutivos" a propósito de la obra y, usualmente, la elección de las "estrellas". Entonces, la "obra original" pasaba a manos del "arreglador". Su trabajo consistía, precisamente, en "mejorar el libro". En otras palabras, debía darle al material forma y longitud digeribles, torcerlo para adecuarlo a las "estrellas" y para eliminar elementos inaceptables. Por inaceptables se entendían: elementos excluidos por el código, elementos que pudieran ofender cualquier sector del auditorio mundial, elementos no espectaculares tales como finales o mensajes tristes ("¡Déjenlos para la Western Union!"). Existía una frase para indicar lo que debía eliminarse: la frase era "fuera de la cuestión". Con ella se designaba cualquier cosa que no hubiera sido hecha con anterioridad, cualquier cosa que —como dicen los expertos del mercado— no hubiera sido probada previamente. Para decirlo en dos palabras, el "arreglador" debía trazar el esquema de un éxito. (Para entonces y por alguna razón, eran muy apreciados los centros europeos para hacer ese trabajo. Su conocimiento de nuestro idioma y país era superficial, pero eran excelentes las continuidades.) Dado que el "arreglador" era un especialista, llegó un momento en que su utilidad caducó. Entonces, por vía de su agente, se lo invitó a retirarse. En su lugar se introdujo al "dialoguista". (El verbo "dialogar" fué incorporado al vocabulario hollywoodense de los escritores.) Al "dialoguista" seguía, frecuentemente, un "pulidor". El "script" se iba terminando. (Así creían ellos.) Existía una buena posibilidad de que un "dialoguista adicional" consagrara algunas semanas en el trabajo. Las instrucciones a las que ajustaría su tarea podían ser tan simples como: "Póngalo treinta risas".
¿Qué tenía de malo, contratar un especialista para cada función? Debería haber sido eficiente.
El inconveniente radicaba en que el "script" final para filmación era muy frecuentemente prepóstero. Los personajes estaban fuera de carácter. La trama se enmarañaba. Las nudos dramáticos no tenían sentido, porque la preparación que culminaba en ellos se había desbaratado en alguna etapa del proceso de armado. Si se trataba de una película de clase "B", normalmente -se filmaba de cualquier forma. Pero si se trataba de un "gran" film, el productor —Lighton, por ejemplo— terminaría por dedicarse hasta altas horas, a la tarea de "componer" un "script" final y definitivo sobre la base de fragmentos y partes de todas las versiones anteriores. Muy frecuentemente el director se ocupaba de hacerlo. Algunas veces se recurría a los servicios de algún escritor nuevo. El Sindicato de Escritores Cinematograficos consagraba mucho tiempo para determinar qué escritores debían figurar en una película que ninguno de ellos podía reconocer como propia.
Como dije, todo era bastante confuso para un director recién llegado del teatro. El teatro eran Eugène O'Neill y Sidney Howard, Robert Sherwood y S. N. Behrman, Thorton Wilder y Clifford Odets y una veintena más. El más bisoño dramaturgo compartía el prestigio y los derechos que habían ganado los grandes. El resto —actores, directores y demás— sabía que nuestra función era dar vida a las obras que ellos habían escrito.
Pero se me había dicho que en cine las cosas eran diferentes... La diferencia radicaba en el poder de la cámara. El cine es un lenguaje de imágenes. La cinta de celuloide debe narrar la historia con la banda sonora callada. Existen opciones artísticas cruciales que no pueden ser preconcebidas en un "script". Deben ser hechas, hora por hora, en el set y en la sala de montaje. Un director pone dramas: y "hace" películas.
Todo esto era cierto y debo confesar que me adapté bastante rápidamente. Atento a que yo era director, no estaba dispuesto a contradecir la tendencia que otorgaba poderío y preeminencia a los directores.
Estuve un buen tiempo más, aprendiendo otras cosas relativas a la factura de películas que son —asimismo— importantes. Las aprendía tropezando con libros cinematográficos inadecuados, incluyendo algunos que había contribuido tenazmente a realizar. Puedo enunciar esas enseñanzas con penosa brevedad: No puede existir una buena película sin un buen libro cinematográfico. No puede existir un buen libro cinematográfico sin un escritor de primera categoría. Un escritor de primera categoría no hará un trabajo de primera clase a menos que sienta que la película es "suya". Dudo si el lugar del escritor, en el cine, será o deberá ser, alguna vez, exactamente el mismo que en el teatro, pero —últimamente— he estado pensando mucho acerca de lo que pasaba en el teatro. Es relevante y saludable.
Tomemos de 1900 a 1920. El teatro prosperaba en todo el país. No tenía competencia. La taquilla sé estremecía. "The Girl of the Golden West" era la mercadería más original que tenía para ofrecer. 
Su concesión a la cultura consistían en mohosas reposiciones de Shakespeare. De cualquier forma, las obras eran tratadas como vidrieras para la exhibición de "estrellas". El negocio estaba en manos de los empresarios y representantes de actores. Los escritores no figuraban. Eran escribas que, cada temporada, producían novedades, por encargo. Un dramaturgo tenía, aproximadamente, tan poco respeto por su trabajo como reconocimiento por él mismo; tan poca libertad, como un escritor de cine del Hollywood de los días dorados. Y, para decirlo caritativamente, su producción no era mejor... Sobrevinieron las películas cinematográficas. Al principio, eran escritas como una novedad. Luego comenzaron a competir para conquistar público, y crecieron hasta amenazar con posesionarse del campo. El teatro tenía que mejorar o sucumbir... Mejoró. Y mejoró tan espectacular y rápidamente, que, en la década de 1920 a 1930, no lo hubieran reconocido. Tal vez haya sido casual que, para entonces, apareciera Eugenio O'Neill —pero no fué casual que, en aquel momento de competencia ajena al teatro, éste le haya hecho lugar. Descalabrado y presionado, hizo lugar a sus experimentos, a sus temas inéditos, su pasión, su fuerza. Había lugar para que él pudiera desarrollar su estatura total. Y hubo libertad para los talentos que siguieron al suyo. Por vez primera, los escritores americanos se dieron al teatro con seriedad y esperanzas, sabiendo que el teatro podía usar lo mejor de lo que podían ofrecer.
Ahora estamos en 1957 y la "industria" es la televisión. Es un gigante, un gigante que sigue creciendo. Está destinada a ser mucho más grande de lo que jamás fué el cine. Ya es abrumadora. Todos lo hemos visto. Durante las elecciones, para los grandes partidos de baseball, en las crisis políticas, los hogares de todo el país están atados a unas pocas redes en el mismo cable y al mismo horario. Para bien o para mal, o para ambos, una cosa es cierta: está aquí.
La televisión es el asunto de "A face in the crowd", segunda película que he hecho junto a Budd Schulberg. La televisión es, a su vez, la fuerza que ha conmovido todo el negocio cinematográfico.
Ahora nos toca a nosotros. O mejoramos las películas o nos hundimos.
Cuando apareció la televisión, la gente del cine le presentó batalla. No abandonaron fácilmente. Primero, aparentaron ignorarla. Luego trataron de combatirla con todas las novedades técnicas concebibles. Ensayaron pantallas grandes de toda clase de proporciones en lo ancho y alto, Intentaron la tercera dimensión, con y sin anteojos. Probaron el sonido en distintas bandas y mayores presupuestos. Por ahora la novedad es hacer películas largas. Se intentó casi todo excepto la efectiva novedad: material tridimensional y argumentos nuevos y mejores.
Hay síntomas de que se los está forzando a eso... Fué difícil ignorar el significado de los recientes premios de la Academia. En 1954, "De aquí a la eternidad"; 1955, "Nido de ratas"; 1956, "Marty". De éstas, sólo la primera provenía de un gran estudio. Las tres usaron viejas pantallas comunes. Todas fueron filmadas en blanco y negro. Y pese a ser diferentes, cada una de ellas fué simple e innegablemente extraordinaria. A la gente no le importó cuál era la dimensión de la pantalla. Las fueron a ver porque tenían vida.
Los escritores se regocijaron por algo que trascendía a los premios; y, nótese bien que, en cada caso, el escritor actuó desde el principio hasta el final, trabajando activamente con el director. James Jones había escrito una novela vibrante, basada sobre su experiencia de guerra. Daniel Taradash hizo suyo el asunto, lo vertió en un excelente libro cinematográfico y trabajó en íntima relación con el director Fred Zinnemann. Budd Schulberg concibió un libro cinematográfico original partiendo de un sentimiento, convicción e investigación profundos, haciéndome consultas mientras escribía y siguiendo de cerca la filmación. Paddy Chayevsky desarrolló su propio "sketch" de televisión en un film y fué consultado por Delber Mann mientras se filmaba. Volviendo a los fabricantes de películas, están en dificultades. El barómetro de la taquilla bajó, volvió a subir y cayó otra vez. Las salas de proyección están cerrando, oscureciéndose. Circula el rumor de que los terrenos de un gran estudio se venderán para su explotación inmobiliaria. En momentos de confusión y pánico tales, las imaginaciones ejecutivas tienen arranques insólitos. Se les ha empezado a ocurrir que el escritor —ese tipo independiente, desconfiable, raro, obcecado y excéntrico— es el único que puede aportarles novedades efectivas.
El primer síntoma de que el viejo orden estaba cambiando se manifestó de una forma extraña, pero característica: se produjo un cierto relajamiento del código de censura autoimpuesto por la industria. Se registraron divorcios de la norma excesiva por la cual "debe satisfacerse a todos, no ofender a nadie". Una ley más vieja gravitaba en la taquilla: si se trata de contentar a todos, no se complace a ninguno.
Simultáneamente, los tabús tácitos comenzaron a relajarse. La superstición acerca de los asuntos "insólitos" tomó un nuevo giro. Parecía que en aquéllas se daba alguna ventaja misteriosa. Prudentemente, los encargados de los "argumentos" recibieron instrucciones para buscar asuntos con esa calidad peculiar.
De tal forma, actualmente, los escritores —los sujetos que se sentaban en aquel retiro cáustico, en el rincón más lejano de la cantina del estudio— han sido corridos adelante. Una cantidad de ellos han sido promovidos a tareas no literarias. Se los ha hecho productores y/o directores. Toda vez que parecería obvio que los escritores sean requeridos como escritores, esto puede parecer tan tontamente incomprensible como otra manifestación hollywoodense ya descripta —pero al menos es un reconocimiento oscuro de que los escritores "tienen algo" y que lo que sea que tengan, se necesita ahora. Más razonablemente, los libros y asuntos que se juzgaban inapropiados para el cine han sido comprados y probados. En una sorprendente cantidad de casos, el "autor original" es solicitado para hacer su propia versión cinematográfica. Por encima de todo, los escritores son invitados, halagados y muy bien pagados para escribir películas serias y originales. Esta es la gran decisión y la gran esperanza.
Otro signo de cambio, es el creciente número de pequeñas unidades independientes, financiadas por los grandes estudios, que operan con una libertad inimaginable diez años atrás. El criterio es, "Déjenlos hacer..."
Yo soy uno de los que está haciendo. He formado mi propia compañía, Newton Productions. Me agrada ser mi propio patrón. Una de las cosas que he hecho, contra toda la opinión de los negociantes, es alterar el equilibrio tradicional, dándole más importancia a los escritores que a las estrellas. No creo que sea un error.
Como se aprecia, creo que ya tenemos una maravillosa oportunidad. La quiebra del viejo sistema de producción de películas ha dejado lugar para los creadores. Es una bendición para el que tiene que decir algo fuerte y personal. Porque el arte no es nada sino es personal. No se lo puede homogeneizar. Por su naturaleza, debe disturbar, agitar, iluminar y "atacar".
Me gustaría hacer una última consideración sobre los escritores porque es importante. Volviendo a los ganadores de los Premios de la Academia, Dan Taradash, Budd Schulberg y Paddy Chayevsky, obsérvese qué no desprecian al cine. No piensan que escribir para el cine esté por debajo de sus merecimientos o que sea una forma literaria inferior. Cuando conocí a Budd, él ya había publicado tres novelas importantes y de éxito, pero me dijo: "Por Dios, que algún día me gustaría escribir una película realmente buena". Supe que, en 1951, cuando era un novel escritor de TV, Paddy Chayevsky había usado casi las mismas palabras. Ambos han cumplido su deseo. Creo que Budd lo ha hecho nuevamente.
Después de "Water front" Budd y yo decidimos hacer otro film que se basaría en su cuento "Your Arkansas Traveller". El impulso vino —en parte— del cuento en sí pero —aún más— de una serie de conversaciones que mantuvimos acerca de, bueno, acerca de todo. Habíamos de TV, su poder hipnótico, potencialmente más peligroso y, a veces, brillantemente efectivo para bien. Hablamos de cuánto más poderoso hubiera sido Huey Long si hubiera dispuesto de la TV. Conversamos acerca de la famosa transmisión de Nixon, cuando la cuestión del apoyo financiero que recibiera para su campaña política devino en una defensa del perro, propiedad de su hijo. Hablamos del daño que el senador Mc Carthy hizo a su propia causa, cuando, lamentablemente, le susurró algo a su joven secretario, frente a las cámaras. Hablamos acerca de la forma en que las figuras públicas son preparadas, actualmente, para las transmisiones y cómo el medio, este medio, puede —en un santiamén— "hacer" un político o un intérprete o, tan rápidamente, destruir a un hombre. 
Mientras analizábamos el cuento, comenzamos a ver programas televisados con más asiduidad que ninguno de los dos lo había hecho antes. De vez en vez, de la pantalla surge algo brillante, como el reportaje titulado "La primera Guerra Mundial", la pelea Basilio - Saxton, la entrevista de Ed Murrow con el coronel Nasser, Yogi Berra saltando a los brazos de Don Larsen, Mary Martin y Ethel Merman. Pero la TV, habiendo ganado un lugar de preferencia en el espectáculo, se resiente con las cargas del triunfador. Se ha tornado en el artículo primordial de consumo. No puede "disgustar". Es un producto standard. Y no importa cuan profundamente uno se sienta arrastrado dentro de lo que le están mostrando, que alguno de los que allí aparecen tiene que mostrarse y decir con horripilante alegría algo acerca de la sopa, el jabón o los cigarrillos. 
Tomamos contacto con la nueva pecaminosidad popular sintética que saturaba algunos programas y las incursiones en las aguas políticas realizadas por esos sujetos "Yo-no-sé-nada-pero-sé-lo-que-pienso". Reflexionamos acerca del poder de la televisión para vender personalidades sintéticas así como vende sopa y jabón.
Fuimos a la avenida Madison como exploradores que entran en un país extraño. Conversamos con intérpretes, ejecutivos y escritores. Mantuvimos entrevistas con gente importante, almorzamos con gente menos importante y tomamos copas con otra de pequeña importancia. Estamos endeudados con todos, inclusive por habérsenos permitido presenciar una conferencia acerca de la fotografía de una botella de salsa de tomate.
Oímos, leímos y tomamos notas que luego comparábamos, así como discutíamos lo que habíamos visto. De esas conversaciones y del mutuo deseo de decir algo acerca de este gigante de nuestro tiempo, fué tomando forma nuestra película.
Budd era la fuente original y, tal vez, la conciencia. Yo estaba a su disposición y, frecuentemente, a su lado durante los meses en que él la escribió. Él estuvo a mi lado cuando comenzó mi actividad. Allí estaba él durante la selección de los actores y demás preparativos. Fuimos a Piggott, Arkansas, y ambos decidimos que ese era el lugar para filmar las escenas sobre el terreno. Allí vino él así como a Menphis. Él había asistido al "set" en Nueva York, a diario, y hecho contribuciones esenciales, jamás trabajó tan íntimamente con un autor en el teatro.
En cuanto a la hora de almorzar, comíamos juntos.
Elia Kazan
revista mundo argentino
5/1958