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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 


No es un hombre, es un diablo
por Oriana Fallaci

1960

 


Junto a la autora de esta nota


Con Victor Sjostrom y su hija Lena


 

 

ME HABÍAN dicho:
—Nunca conseguirás entrevistarlo: llegaron desde todas partes del mundo con ese propósito y él los rechazó como un obseso.
De manera que le escribí una carta: "Estimado señor Bergman: me dicen que es usted un demonio y que, como tal, arroja a la gente fuera de su casa. Pero yo llego de un país que tiene mucha familiaridad con los diablos: hace siglos que ellos conviven con nosotros. ¿Por qué no prueba a recibirme sin someterme a dentelladas?". No me habían dicho que él tenía también sentido del humor. Al día siguiente llegó la respuesta. El demonio se sentiría incluso honrado de recibirme, a eso de la hora quince, en los estudios cinematográficos de Rosunda y frente a una taza de té... para dentellar pastelillos. Formulaba votos para que yo no estuviera resfriada: muchos italianos, durante el otoño en Suecia, lo contraen sembrando millones de microbios. Y el demonio sólo teme una cosa, además de Dios y la mediocridad: a los resfriados. Dejé estallar un estornudo y fui a verlo.
Ahora, en el saloncito blanco de un chalet de Rosunda, con las ventanas asomadas a los estudios que son los más antiguos en la historia del cine, puesto que existían cuando ni siquiera existía Hollywood, yo esperaba y me preguntaba qué clase de tipo sería ese hombre inalcanzable y misterioso, desconocido hasta 1956 más allá de Suecia y actualmente aclamado como uno de los directores cinematográficos más grandes del mundo; origen, incluso, de una moda que los norteamericanos definen como "bermanía". Ningún sueco, después de Víctor Sjóstrom, Greta Garbo e Ingrid Bergman había hecho tanta propaganda a su país como este hombre de cuarenta y dos años que, con la apariencia de divertirnos nos pone continuamente frente al problema de la vida y de la muerte, del pecado y de la redención.
Sus películas son difíciles, y sin embargo todo el mundo consigue comprender su mensaje. El los rueda en cobertizos sin ninguna comodidad, con máquinas filmadoras que a veces se traban, actores que se hallan entre los peor pagados del mundo y un gasto que no excede nunca de los veinticinco millones de pesos.Y no obstante son obras de arte. Por regla general la gente sólo recuerda de las películas el argumento o los intérpretes: pero después de "Cuando huye el día", "Sonrisas de una noche de verano", "Noche de circo", "Un verano con Mónica", la gente recuerda, en cambio, sobre todo el nombre del director, ya familiar como el de un astro. ¿Qué personaje se ocultaba detrás de ese nombre?
Dos días antes, en un cine de Estocolmo, había visto su última película: ese "Ojo del diablo" que probablemente no alcanzarán a ver ustedes, por la tendencia actual a secuestrar o prohibir el acceso a las películas valientes; y la curiosidad se había acentuado en mí.
"El ojo del diablo" es una comedia cruel. Cuenta la aventura posterrena de Don Juan que, en pena perpetua en el infierno, es encargado por el diablo de una infame misión: hay una virgen en Suecia y esa virgen es como brizna en el ojo del diablo; don Juan tiene que seducirla para que el ojo cure. Don Juan va a la tierra escoltado por un demonio vestido de fraile, pero se enamora de la chica, no la seduce y regresa, así, derrotado al infierno. Su pena se verá duplicada. De ahora en adelante soñará con la chica, torturándose de celos y de amargura.
—¿No es demasiado? —pregunta el demonio vestido de fraile al diablo.
—Ninguna pena es suficiente para quienes aman —responde éste. Don Juan se encamina hacia las llamas, después se vuelve y contesta:
—Sufro tanto, estoy tan solo y sin esperanza que me importa un bledo de todos: de ti, que estás aquí abajo y de El que está allá arriba.
¿Qué hombre era, pues, éste que en la búsqueda constante de Dios se permitía ser blasfemo y condenar a los que aman?.

LO LLAMAN "ICEBERGMAN"
Las fotografías exhibían a un joven alto y huesudo, con un rostro estrecho, un poco caballuno, ojos pequeños y tristes, una sonrisa que se parecía a una sonrisa sarcástica. Sus amigos me lo presentaban por momentos como un encanto del hombre, en otros como un prepotente iracundo, en oportunidades como un despiadado conquistador de incautas, en otras como una especie de sacerdote.
Ningún director exigió jamás tanto a su compañía. Y sin embargo la compañía se dejaría matar por él. Sus arrebatos de cólera tienen algo de homérico. Una vez, durante una transmisión por televisión, destrozó un ventanal de un silletazo. En su oficina hay un teléfono hecho pedazos: lo rompió arrojándoselo a un actor. Ahora en el agujero más grande ha puesto una rosa.
Su corazón es de hielo: por eso es que le llaman "el icebergman". Tuvo una cantidad infinita de mujeres y se casó cuatro veces, pero todas las mujeres que abandonó lo adoran, y; sus ex esposas no volvieron a casarse.
—No bebe, no fuma, de todas las músicas prefiere la de Brahms, lleva una vida de cartujo: se levanta a las siete, vuelve a la cama a las diez.
Es neurasténico; a la noche no duerme pensando en la muerte. Durante el día lo atormenta la idea de tener una úlcera, gasta una fortuna en radiografías, se levanta sobresaltado al oír el rumor de una pluma que cae. En una ocasión el hijo de Freud fue a hacerle un retrato y el lápiz se deslizaba imperceptiblemente sobre el papel. Bergman se llenó las orejas con algodón y luego huyó pretextando un violento dolor de cabeza.
Lo sabía casi todo de él: que su familia sólo había dado sacerdotes y marinos, que su padre era un pastor luterano y torturaba a sus hijos con la idea del pecado. Su infancia había transcurrido escuchando sus sermones y sus reproches, con un dolor de estómago crónico. Estudiante de filosofía y letras, había fundado una secta de individualistas llamada el Club de las Consonantes (esas letras que no pueden ponerse juntas). Hasta hace pocos años no poseía un centavo, vivía en un cuarto amueblado. Ahora, casado con la pianista Kaebi Laredtei, famosa y hermosísima, vive en una casa de nueve habitaciones en la periferia de Estocolmo, con dos sirvientes y cuatro teléfonos: el suyo, cuyos llamados, sin embargo, no atiende; el de su esposa, el del cocinero y el del secretario Lenn Hjortzberg, que es también actor, bailarín, coreógrafo y su ayudante de dirección.
La casa es una villa blanca en medio de un parque adornado con manzanos y castaños; a lo largo de la calle de entrada, las manzanas caían con un rumor apagado extendiendo una curiosa alfombra y el efecto que producía al verla, como yo lo hacía, era el de una tranquila residencia de burgueses.
En efecto, según decía Lenn estaba amueblada como casi todas las casas de Estocolmo: muebles funcionales, modernos, cortinas amarillas y muchos sillones donde nadie se sentaba nunca porque las visitas eran más que raras. No había en esa casa ni siquiera un trofeo: todos los premios que Bergman recibió están custodiados en la Svenska Film Industri. Bergman no quiere ni siquiera verlos. ¿De manera que éste era el diablo que despertaba entre la gente tanta admiración y temor?
—Está por llegar —anunció Lenn con voz preocupada—. Le recomienda mucha prudencia. ¿Su lápiz no raspa, verdad?...
—No, compré uno especial para venir a verle.
—Bueno, ¿su resfrío es muy evidente?
—No, puedo dominar los estornudos.
—Le prevengo que hoy está muy nervioso. Podría gritar o encerrarse en un mutismo absoluto.
Contuve la respiración: se oían pasos en el pasillo. Agucé el oído. Alguien cantaba:
—¡Pam! ¡Parampam! ¡Pam! ¡Pam! —La puerta se abrió y—: ¡Parampam! ¡Paam! —terminó Ingmar Bergman agitando el índice como si dirigiera una orquesta.
El rostro pálido y alargado aparecía tan satisfecho como el de quien digiere sin tomar ninguna píldora o no teme castigos divinos; sus dientes puntiagudos, de lobo, subrayaban una divertida sonrisa. Vestía pantalones de fustán, gastados por el uso, un suéter de lana azul y su altísima frente y las sienes rasuradas aparecían por debajo de gorrito de lana. Bergman prefiere las vestiduras de los marineros suecos que se embarcan en los balleneros. Con un alegre ademán arrojó gorrito; luego me tendió la mano.
—No tiene usted aspecto de tener familiaridad con los demonios —me dijo. Su voz era sonora, su inglés perfecto. Había algo de triste en esa voz y en ese rostro, quizás en el modo de caminar un poco encorvado, hundiendo la cabeza entre los hombros como quien está muy afligido: pero al mismo tiempo me permitía sentirme cómoda. Liberada, me dejé llevar por el estornudo contenido, explicando con un residuo de vaga prudencia que se me había metido algo en la nariz. Entonces él estalló en una carcajada y de pronto la sensación de tranquilidad desapareció. Ríe fuerte Bergman, por arranques cadenciosos, pero lo que es más raro es que ríe con media cara; con la otra mitad sonríe un poco resignado. No es que sufra ninguna parálisis: está hecho así.
—Estudié con atención su rostro —me dijo una mujer que lo amó mucho—. No es igual de ambos lados. Por el lado derecho es deslucido, por el otro movilísimo, vivaz. También el ojo derecho es más apagado y por él ve menos. El izquierdo es vivaz, con ese ve perfectamente. Con el oído derecho nos oye poco, con el otro en cambio, perfectamente. Pocas caras reflejan un alma como el rostro de Ingmar. Lo más apasionante es que nunca sabes con cuál de las partes hablas.
—Señor Bergman —dije para salir de la embarazosa situación—. ¿Qué siente un hombre al saberse famoso como usted?
Bergman hizo vibrar la oreja izquierda.
—Un avergonzado estupor y un miedo terrible. El miedo de creer a los demás más que a la propia conciencia. Un artista corre siempre el riesgo de creer a los otros, especialmente si hablan bien. El temor de no estar a la altura de la fama que me han creado: ya no puedo permitirme hacer películas mediocres y el compromiso me turba. El estupor de comprobar que mis películas van bien. ¿No cree que se trate de un snobismo, de una moda creada por los intelectuales?
—No —lo estimulé—. He visto sus películas en salas de primera y tercera categoría. Estaban igualmente concurridas y al salir la gente parecía indignada o divertida en la misma proporción. Conozco gente ignorante que ha visto sus películas dos veces.
—Nadie me había hecho semejante cumplido. A mí me importa un bledo lo que dicen los cronistas. Yo no quiero a mis películas. Me divierto fabricándolas pero cuando están terminadas no me gustan más y ninguna de ellas me queda en el corazón: las olvido en seguida. No consigo nunca verlas más de una vez e imagínese cuándo: mucho después del estreno. Aguardo a que se haya hecho la oscuridad en la sala para que nadie me vea, me deslizo adentro, me siento en un rincón y escucho a la gente. Ese es el peor momento: el momento de la soledad profunda, del odio más fuerte. Sí, porque yo odio mis películas.
—¿También ''Cuando huye el día"?
—Sí.
—¿También "El séptimo sello"?
—Sí, sí, sí, No son bellas películas y no dicen lo que yo quería.
—¿Y el éxito que tienen?
—¡Oh, qué me importa! Yo no trabajo para los demás. Trabajo para mí. Y sería un pobre hombre si no trabajase más que para obtener éxito.

ROSTROS Y NO DIÁLOGOS
Mi lapicera se deslizaba haciendo un rumor imperceptible. Bergman encrispó, nervioso, la frente.
—¡Qué ruido terrible! ¿No podría retener nuestra entrevista de memoria?
Dejé la pluma, mientras me preguntaba si sería sincero despreciándose así. Si hay un reproche que muchos le hacen a Ingmar Bergman, éste consiste en la ciega confianza que tiene en sí mismo, que a veces alcanza a la presunción.
—En la universidad —declara pérfidamente alguien que fue compañero de cursor— todo el mundo lo tomaba en broma y lo tenían por un tipo cualquiera. De este modo él leyó a Nietzche y para consolarse concluyó por considerarse un superhombre...
Bergman pareció intuir lo que yo pensaba.
—No, no soy modesto. Sé perfectamente que lo que hago no es para tirarlo. Malas o buenas, esas películas son exclusivamente obra mía. Soy yo quien escribe el argumento, quien se ocupa del montaje, quien corta, quien agrega, quien elige. No desperdicio película, como muchos directores, no ruedo jamás una escena más de tres veces y cada escena, antes de ser rodada, la preparo a fondo. Pero conozco mis límites: por ejemplo, no consigo trabajar con quien no conozco, con actores de quienes no me resulten claros los sentimientos y pensamientos. Por eso utilizo siempre los mismos. Max von Sidow, Gunnar Bjornstrand, Bibi Anderson, Eva Dalberck, Ingrid Tgulin, Jarl Kulle son mis amigos con quienes me crié y estudié: trabajamos juntos por lo menos desde hace quince años. Conozco sus caras como mis manos y el rostro es el instrumento más precioso de que pueda disponer un director: ningún diálogo, en el cine, vale mucho más que la expresión de un rostro: ¿Qué haría sin mis amigos? —De nuevo estalló en esa carcajada que parece un sollozo—: Una vez vino a verme Belafonte, con su aspecto de jugador de béisbol. Quería interpretar conmigo el personaje de Pushkin. "No, gracias", contesté; "es imposible". Y él, con su aspecto de jugador de béisbol: "¿Por qué?", preguntó. "Porque Pushkin era un joven viejo, estaba cansado y era un genio". Parece que se ofendió conmigo. ¿Qué me importa? Mi norma es: procede siempre respetando tu conciencia de artista. No conozco ningún respeto ni lealtad que no sea para con la película que estoy rodando. Estoy listo para mentir si la mentira es bella, a falsificar si la falsificación es justa, a matar a mi mejor amigo y yo mismo, si ello sirve al arte. Mi ambición consiste en escuchar a personas inteligentes y honestas que digan: "Miren a este ladrón, este mentiroso, este asesino: no supo hacer nada mejor, pero hizo todo lo que podía", ¡Dios mío, esa lapicera! ¡Qué ruido! Por favor...

LAS INJUSTICIAS DEL ALMA
El diablo calló, cansado y parecía que hubiese sostenido un "match" de boxeo con su peor enemigo. Cuando habla, lo mismo que cuando trabaja, pone todo de sí mismo: inflamándose con una pasión que alimenta su terror par la úlcera. Es una pasión en frío, contrabalanceada por la resignación que se espeja en la parte derecha del rostro, pero una pasión que lo distingue de los hombres de su tierra: esa Suecia correcta y coherente, donde reina la prosperidad, el placer terrenal y la democracia socialista, donde la disciplina más rígida encuadra a los ciudadanos más obedientes del mundo, que pagan sin protestar los impuestos más altos del mundo y rechazan la esclavitud de los sentimientos como ningún otro país del mundo. Bergman no se parece a los suecos: éstos beben y él es abstemio. Ellos no son religiosos y él lo es. Ellos son tranquilos y él es un angustiado. Ellos odian la guerra y él está siempre en guerra: con el cielo, con la tierra, con el diablo, con Dios. Ellos tienen conciencia social y él no. "No me interesan las injusticias económicas. Me interesan las injusticias del alma".
Y sin embargo sólo una época como la nuestra y una sociedad fríamente perfecta como esa en que vive podrían producir este hombre frágil de nervios, cargado de dudas, entristecido por un perpetuo descontento, empeñado en recordarnos que la prosperidad no es todo y que no se puede vivir en la satisfacción. Muchos en Suecia definen a Bergman como a un quebrantador maldito, que haría muy bien dejándolos vivir en paz sin reprocharlos ni tomarles el pelo porque han perdido la fe: Bergman está enraizado en su tierra.
—No me gusta viajar —rezongó—. Los países nuevos, los climas distintos, la gente que no conozco me causan inmenso fastidio y me colman de inseguridad. Fui una vez a Cannes: ¡qué experiencia terrible! El sol quemaba, la gente hablaba francés, por todas partes tocaban canciones populares. Me escapé casi en seguida y mi mujer quiso detenerse en Milán para que viese la Scala. Era un puro murmullo, agitación, charlas. Huí horrorizado, esa enorme vitalidad no estaba hecha para mí. Ahora mi mujer quiere que volvamos a Italia. Kaebi ama a Italia y a los italianos, habla su lengua y estuvo en varias ocasiones para ofrecer conciertos: dará uno en el próximo Mayo Musical de Florencia. Pero yo no me siento con ánimos para complacerla.
Él pareció pinchado por mil alfileres, tal como cuando mi lapicera raspaba el papel.
—¿ Usted supo lo que ocurrió en París cuando fui a poner en escena "El doctor Faust"?
—Sí que lo sabía; Lenn Hortzberg me lo había contado. Bergman descendió en el aeropuerto de Orly y los fotógrafos se precipitaron sobre él como buitres haciéndolo casi desmayar. Se refugió, por lo tanto, en la embajada sueca, donde le asignaron departamento real. Renunció a ver Notre Dame y los Champs Elysées, saliendo de allí solamente para ir al teatro a trabajar.
—Bueno —prosiguió Bergman— después de ese infierno fui a Londres y allí era la niebla, un poco más de silencio, pero no me sentía cómodo lo mismo. Para calmar mis nervios Kaebi me llevó a Zermatt y allí no había ruidos ni multitud, ni sol, pero el clima de montaña me quitaba el aliento. Nací junto al mar, ¿comprende?: no lograba acostumbrarme. Después conseguí acostumbrarme y cuando había llegado a eso Lenn me mandó una carta desde Estocolmo y en la carta había un jazmín cortado frente a mí casa. Olí el jazmín y le pedí a Kaebi que volviésemos en seguida a casa. Regresamos, era el mes de junio y la noche era blanca: podía leerse un libro. Me asomé a la ventana y caía una lluvia tenue, los pájaros cantaban y yo me decía: "Ya está, Ingmar, estás en casa". Ahora comprenderá por qué no acepto rodar películas lejos de Suecia. También el otro día llegó un productor de Hollywood: quería llevarme allá. "¿Cuánto?", preguntaba. "No me interesa", contestaba yo. Y se sorprendía que no me interesara el dinero. A mí me basta el que tengo para no vivir como un esclavo. En suma, la entrevista se desenvolvió más o menos así: "¿Tocas el violín? Bueno, te daremos un violín norteamericano. ¿Por qué no quieres nuestro hermoso violín norteamericano?" Pero mi violín es este mar, es este cielo, es este pueblo, estos actores, este hielo, este silencio. ¿Cómo voy a poder llevar todo ésto a Hollywood? Además, no puedo abandonar a mis productores, gente que creyó en mí cuando era un Don Nadie y que recién ahora comienzan a recuperar el dinero que han invertido. Tengo una deuda que saldar con ellos. No puedo abandonar estos cobertizos donde trabajaron la Garbo y Sjostrom. Además, quiero dejar de hacer películas; es una profesión demasiado irritante. No hay nada que bloquee a un artista más que un teatro de toma, los problemas técnicos que fiscalizan una narración a base de imágenes. Yo no soy un hombre de cine, soy un hombre de teatro. Comencé en el teatro, lo mejor que he hecho no está en el cine sino en el teatro. Y las cosas que tenía que decir con el cine las dije todas, más o menos, en veintidós películas. Seguiré un poco más para saldar mi deuda, después basta. A los cincuenta años quiero realizar mi sueño: un teatro que sea todo mío, con mi escuela, mi compañía. Sólo esto puede salvarme de mi inseguridad.
Se incorporó, se puso su gorrito de marinero, se alejó por un sendero tapizado de hojas y ahora menos que nunca se parecía al diablo. Caminaba con las manos en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros, la mirada en el suelo, incubando su inseguridad, su temor por la úlcera, su irascibilidad ante una pluma que cae. Y era un gran hombre infeliz de quien alguien dijo una vez:
—Su soledad es tal que, a menudo, hablando con él, se recibe la impresión de golpear en una puerta detrás de la cual no hay nadie.