Brasil
Cuidado con el samba

Al tiempo que la oposición política, en el Brasil, se ha desvanecido como por milagro, una revuelta de intelectuales se cierne en torno del gobierno de fuerza instauradlo por el Presidente Castelo Branco, Obviamente, no conseguirá dislocar el sólido aparato militar y policial que domina al país, Pero a favor de esta situación —inédita en el resto de Iberoamérica— el espíritu subversivo está penetrando profundamente en las venas del pueblo brasileño. Un redactor de Primera Plana, Osiris Troiani, investigó este curioso fenómeno en Río de Janeiro.

 

 

 

 

 

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No se vacunarán perros con nombres de hombres públicos, decidió recientemente en Río de Janeiro el director del Departamento de Veterinaria. No es para menos. Alguien hizo esa broma y la broma se ha convertido en costumbre. Usted toma la lista de los animales sometidos a vacunación antirrábica —cifra promedio, 500 por día— y encuentra que casi todos los inscriptos son militares que detentan el poder o dóciles parlamentarios que se acomodaron a esa situación. No es que se llamen así: son nombres falsos. Los cariocas aman a sus perros, como todo el mundo. Pero han descubierto esa forma de manifestar su irreverencia sin peligro.
En el Brasil de nuestros días hay dos verdades evidentes y sólo en apariencia contradictorias: primera, la revolución del 30 de marzo de 1964 es abrumadoramente impopular; segunda, no tiene oposición seria y conseguirá, sin duda, llevar a cabo su plan político, que prevé para fines de 1966 una elección presidencial digitada.
El núcleo dirigente no parece realmente expuesto a división, que es el final frecuente de los regímenes de fuerza. Los conservadores se habían asustado de veras, no con la revolución social —un fantasma que ellos contrataron para meter miedo a los demás—, pero sí con el caos, que en semejante país puede llegar a extremos aterradores. Están dispuestos, por lo tanto, a caminar por una angosta cornisa para volver a la normalidad institucional. Y en cuanto a la izquierda, no sólo es frágil sino también insincera: se atribuye objetivos sociales para ennoblecer su apego a la "dôce vita" de Copacabana, Ipanema y Leblon.
Ahora se llama a sí misma "consecuente", porque persistió bajo Castelo Branco, y aplica el apodo de "festiva" a la que sé hinchaba en aquellos meses de euforia en torno del irresponsable Jango Goulart. En realidad es la misma, sólo que con complejo de culpa.
Pero los obreros y campesinos, la prudente clase media, eluden la izquierda con instintiva desconfianza, avalada por periódicas experiencias de la historia brasileña. La gente de color sospecha que los distinguidos animadores de la resistencia persiguen otros fines —libertades culturales, bizantinismo político— y que después de alcanzarlos van a declarar: "La batalla ha terminado". Desde luego, la aristocracia del talento es la más exclusivista. Ninguna otra iguala su capacidad para el desprecio. Más confianza suscita, a pesar de todo, la actual dictadura: algún día, para salir adelante, deberá abrirse camino en la hondura del pueblo.

Rebelión en la granja
La resistencia intelectual surgió inmediatamente: aún no había transcurrido una semana desde el cambio de régimen. Los vencidos se escondían sin amago de defensa; otros sacaron la cara por ellos. Eran gente no comprometida, indiferente a los asuntos de la vida pública. Pero algunos salían del bando vencedor.
El caso más flagrante es el de Correio da Manha, cuya prosa —la más elegante del Brasil— describía la restauración de la democracia con los encantos de la tierra prometida: a los pocos días, clamaba contra la sórdida realidad del golpe militar.
Mientras el diario se apercibía para evolucionar con parsimonia, tres de sus columnistas salieron al ruedo: Carlos Héitor Cony, joven escritor sin otra inquietud que la de alcanzar para sus novelas un tiraje proporcional a su mérito; Márcio Moreira Alves, quien apoyara la conspiración sin pensar, la bella alma, que seguiría una desmesurada represión; y Edmundo Moniz, eminencia gris de la empresa, cuyo pasado trotskista se había esfumado en un amable diletantismo.
Pocas semanas más y aparecían otros banderilleros: el tartamudo austriaco Otto María Carpeaux, sabio en historia literaria y en muchas otras cosas, que en la vejez se revela un ácido panfletista; Hermano Alves, el hombre mejor informado sobre intimidades de las fuerzas armadas brasileñas, y Gilberto Paim, quien se anticipó a explicar el fracaso de la política económica del Ministro Roberto Campos.
Córreio tiene prestigio, pero apenas si vendía 50.000 ejemplares. A los dos meses había triplicado su tirada; en algunos sitios, un ejemplar se remataba a diez veces su precio. La actitud de este diario fue decisiva, porque probó que en el Brasil la fuerza le tiene miedo a la inteligencia y que la valentía es un buen negocio.
Ultima Hora completó la demostración. El día del alzamiento militar, la canalla de derecha saqueó el diario oficioso del gobierno caído. Samuel Wainer, rey de la intriga, pasó el paquete de acciones a su mujer y a unos amigos, salió al exilio y dejó en la dirección al político petebista (Partido Trabalhista Brasileiro) Danten Jobim. De hecho, Jobim la comparte con un comité de redacción integrado por la cronista Teresa Cesarlo Alvim y sus colegas Miguel Neira (seudónimo de Moacyr Wernecke de Castro) y Manuel Bispo (de Otavio Malta).
Este vespertino combate sagazmente los aspectos más regresivos de la acción revolucionaria; por lo demás es prudente, y en algunos momentos siembra la impresión de que está de acuerdo, secretamente, con Castelo Branco. También su circulación se elevó, y su influencia se pudo apreciar en los comicios del 3 de octubre pasado, cuando Negrâo da Lima venció en Guanabara al candidato de Lacerda.
Quizá para defenderse de la competencia, casi toda la prensa adoptó una actitud más o menos independiente, con la excepción de O Estado de Sao Paulo, el más rico del país, que refleja la desesperada fe de su director, Julio Mesquita, en un liberalismo sin disfraz democrático. En cuanto a Jornal do Brasil, el diario mejor hecho, aún se declara solidario con la Revolución, pero apenas si hay acto de gobierno que encuentre bien. Esta duplicidad suele dar patente de honradez.
En posición semejante se halla el potente dispositivo de Diarios Asociados. El legendario magnate Assis de Chateaubriand es un maestro en el arte de servir al poder con desorbitado individualismo; viejo ya, su método ha sido copiado y desarrollado por su favorito David Nasser, el pujante cronista de O Cruzeiro. Para asegurar su independencia, Nasser se compró una fasenda. Quiere escribir lo que se le antoje, explicó en un articulo; "si el viejo capitán —como él lo bautizó— intenta censurarme, me marcharé a mis tierras", Chateaubriand lo deja hacer: la furia de Nasser contra la Revolución —sólo comparable al entusiasmo con que la predicó— es hoy el principal atractivo de O Cruzeiro.
Nasser hizo recientemente su mea culpa, resumió vigorosamente su experiencia de gorila (de demócrata sin pueblo). "Si para ser demócrata —escribió— es preciso ser antidemocrático; si para erigir las libertades humanas es preciso demoler la persona humana; si para ser brasileño es preciso ser antibrasileño; si para erradicar la corrupción material es preciso valerse de la corrupción moral; si para tener, pan en el propio hogar es preciso llevar la desgracia al ajeno; si para ser un revolucionario auténtico es preciso dejar de ser un hombre auténtico; si para combatir todo lo que ellos hicieron tenemos que hacer todo lo que ellos hacían, entonces fuera preferible que Dios no me hubiese hecho brasileño, demócrata y revolucionario. Porque habría dejado, en verdad, de ser todo eso." Desde luego, la izquierda se niega a tender los brazos a David Nasser. "Es una comedia", arguye. Pero él, con su comedia, quizá cause a la Revolución más daño que la izquierda.
El tono característico de la lucha contra la dictadura es, sin embargo, el de los maliciosos columnistas de Correio da Manha, a los que pronto vinieron a unirse, en Jornal do Brasil, el ex parlamentario udenista (Uniâo Democracia Nacional) Mario Martins, veterano de las campañas contra Vargas, y sobre todo el famoso escritor católico-liberal Alceu de Amoroso Lima (seudónimo; Tristâo de Athayde), miembro intocable de la Academia de Letras y del Consejo Nacional de Educación. Alceu, pomposo y admonitorio, parece como si quisiera abochornar a los responsables de cualquier abuso; los otros, más modestos y eficaces, los exponen a la irrisión pública.
La lucha es desigual. De un lado, el lenguaje terso, aristocrático, y la leve ironía de Eça de Queiroz; del otro, la honrada y demencial convicción de que —como decía Molotov— "todos los caminos conducen al comunismo". Hay coroneles y capitanes que, de noche, a solas, se investigan a sí mismos, no vayan, a descubrir en su conciencia algún resorte diestramente escondido por el demonio.
La mentalidad del Ejército brasileño esta representada cabalmente por el binomio que forman el mariscal Castelo Branco, típica expresión de la Escuela Superior de Guerra ("la Sorbona"), y el general Costa e Silva, bravo e ingenuo, uno de los suboficiales a quienes la Segunda Guerra Mundial abrió el escalafón hacia el generalato. ("Como a Rommel", recuerdan.) Hay quienes cometen todas las tonterías necesarias para que el periodismo les tome el pelo, y quienes, inhibidos ya por el respeto a las ideas, los traban cuando están por descargar su expeditiva justicia. En un año y medio, la policía política —la cloaca de todo gobierno— aplicó a mansalva la tortura, pero no se piensa en clausurar un diario, y los únicos proyectos contra la libertad de prensa los alentó el ex Gobernador Carlos Lacerda, un escritor, un periodista. (Su diario, Tribuna da Impresa coquetea actualmente con la izquierda intelectual.)
Gobiernos como éste son una bendición del cielo para una fronda decidida a cultivar el chisme, la sátira. El mes pasado, Castelo Branco aumentó considerablemente el número de jueces del Tribunal Supremo, para neutralizar los reparos que la justicia oponía a sus decretos. El Ministro Ribeiro da Costa se dejó desposeer de la presidencia, pero —con la extraña impavidez que rige toda la vida pública brasileña— ni renunció como juez ni se allanó a la voluntad del gobierno. "Hay tres cosas — filosofó— que son reales: Dios, la locura de los hombres y la risa. Las dos primeras escapan a nuestra comprensión; por eso, con la tercera debemos hacer cuánto se pueda. Todo lo que se maquine contra esta Casa, y que provenga de la incomprensión y la justicia de los hombres, sólo risa merece de nosotros, risa y nada más."

La caja de fósforos
Pero el pueblo bajo no entiende —o no le gusta— esa risa brillante, liviana y fácil, de espuma. La suya, cargada de experiencia, se esconde bajo una máscara de resignación que la torna más amarga, más cruel.
No hay incomunicación mayor que la del pueblo brasileño con sus élites. Frente a un puñado de celebridades mundiales en las artes y ciencias hay un 60 por ciento de analfabetos. La tirada global de la prensa es netamente inferior a la argentina, con tres veces más habitantes. Los estudiantes universitarios no pasan de 120.000.
Si usted se asoma de noche a un departamento de la Avenida Atlántica, de líneas ultramodernas, acaso verá ondular una pequeña llama junto a la dentadura del oscuro mar. Si desciende hallará una pareja de mulatos hincada en la arenas ruegan a Yemanyé, diosa del mar, que conceda tal o cual favor a su familia, que la libre de algún infortunio. Después, entre hermosos muebles y cuadros abstractos, con buena música y mejor whisky, podrá comentar que ha pasado, en unos minutos, del pensamiento mágico-primitivo a la sofisticada cultura contemporánea.
¿Y si esa incomunicación se rompiera de pronto? Es la pregunta que se hacen los militares del Brasil, y también los intelectuales. "Ese día seremos más nación", deberían pensar, lógicamente, unos y otros. En cambio, los militares suponen: "Nos inundaría la barbarie". Y los intelectuales piensan igualmente en una inundación, sólo que por el momento la desean, sin duda, para que arrase a los militares. ¿Por qué este doble error? El miedo al comunismo, y por otra parte la utopía revolucionaria, distorsiona la visión de ambos grupos.
Los artistas brasileños procuran hace tiempo servir de puente entre el pueblo y la cultura."Los resultados fueron desalentadores, siempre. Pero la dictadura creó la ocasión propicia.
Un día el exquisito poeta Vinicius de Moraes (52 años, ex diplomático, cirrosis avanzada) quedó estupefacto al oír que todo el Brasil cantaba, infundiéndole un sentido nuevo, la marcha compuesta para un poema suyo, "Miércoles de ceniza";
E no entanto é preciso cantar 
Mais que nunca é preciso cantar 
E preciso cantar e alegrar a cidade 
A tristem que a gente tem 
Qualquer dia vai se acabar
Era más necesario que nunca. Vinicius había sido entendido. Los trabajadores, acorralados por una
redistribución de la renta tendiente a comprimir aún más el consumo —que ya era ínfimo— no se atrevían a protestar. En 1965 no hay todavía en el Brasil una central obrera. No tenían voz: los artistas les prestan la suya. Vejados por el espectáculo de unos seres primarios que reducen la diversidad de la vida a la simplicidad de su inteligencia —para la cual no hay sino "demócratas" y "comunistas"— se vengan oponiéndoles cruelmente su ingenio, sumiéndolos en el ridículo. La risa blanca se confunde con la risa negra. Y se alegra la ciudad.
¿Cómo defenderse de esta confabulación? La música, la poesía lo invaden todo. A cada rato se zarandea una caja de fósforos y ágiles dedos inician la exacta batucada; es el tam-tam africano que despierta; una sonora garganta murmura la consigna subversiva. ¿Deberá la dictadura incautarse de todas las cajas de fósforos?
"Miércoles de ceniza" unió los nombres de Vinicius, el músico Carlos Lira y la cantante de color Nara Leâo, bella y culta. Nara es la musa de la bossa nova, el intelectualizado ritmo que surgiera hacia 1958, y cuyos profetas son justamente —además de Vinicius y Lira— Ronaldo Boscoli, Tom Jobim, el cantor Joâo Gilberto
La bossa nova (bossa: saber, estilo, en jerga carioca) fue una reacción minoritaria contra el samba, canción popular que se había alienado, que trasmitía una imagen humillante de la vida negra para halago del blanco que paga. Pero este nuevo lenguaje musical, que corrió por todo el mundo a partir de la película Orfeo negro, del francés Marcel Camus, no logró trepar a los morros. El pueblo es tradicionalista y prefirió ser fiel al samba, a pesar de todo. No adoptó la bossa nova, condenándola a ser un producto comercial.
Pero el nuevo ritmo, ahora, acata la primacía del samba; y exhibe, conmovido, su propia humilde filiación. Y el pueblo se ha reconciliado con ella, orgulloso a su vez de la audiencia universal lograda por su vástago culto. Ida y vuelta de la bossa nova: en esta segunda etapa, las casas grabadoras de Nueva York hacen negocios superiores a los de la primera. El record pertenece a "Garôta de Inanema" (de Vinicius y Gilberto, con el famoso trompetista Stan Getz). Pero los grupos interesados en el Ilamado arte de participación, cuya meta confesada es apenas la autenticidad —pero la autenticidad adquiere una correlación política—, esta vez han conseguido trepar a los morros.
El samba, expresión folklórica de fecha aún reciente —los entendidos la fijan en 1917— es la crónica diaria de la vida carioca; burlón y sentimental, canta la miseria, que halla en el amor prolífico una garantía de duración, de oportuno desquite contra la opresión social. Los muchos serán todavía más, hasta un día en que los pocos tendrán que capitular. Esmerando ese día, el pueblo sambará (bailará). No es probable que este país soporte una campaña de limitación de la natalidad: la propia clase dirigente comparte la inflamada fe de su pueblo —que ya se acerca a los 80 millones— en la plenitud demográfica del Brasil.
Opiniáo es el título de un show y el nombre del grupo que lo estrenó hace un año en Sao Paulo y después se trasladó a Río, Nara canta con letra y música de Joâo do Vale y Ze'Keti, que actúan junto a ella: artistas de color que cantan opinando, como nuestro Martín Fierro, homem do morro que se han educado y creen en la redención por el arte. Antología del samba nuevo, contiene incisivos diálogos de los tres artistas y culmina con una bellísima pieza que evoca el martirio de Tiradentes, el dentista ahorcado por un gobernador portugués que soltau os milicos na rúa con órdenes de pegar e bater —corea el auditorio— de matar e prender —el público repite.
A las puertas del teatro, la policía mira al aire con afectada distracción: sabe que la ira popular le apunta, pero nada puede hacer contra una canción patriótica. En algunos Estados, el show fue prohibido. Tampoco es fácil proceder en el caso de Arena conta Zumbí: el teatro de Arena, de Sao Paulo, con música de Edu Lobo y letra de Vinicius, cuenta la historia de Zumbí, el líder de los esclavos negros que fundó una república en el Estado de Alagoas; resistieron 67 años y por fin fueron diezmados. Las organizaciones de derecha ejecutaron algún acto terrorista contra estos espectáculos; en los últimos tiempos han desistido.
Otro grupo que cultiva el mismo género es Liberdade, Liberdade. El show, que intercala textos de Sócrates, Shakespeare, Brecht, de Lincoln, Hitler, Mussolini, fue escrito por Millor Fernandes y Flávio Rangel; también esta vez canta Nara; al final, cuando el actor Paulo Autran, solo en escena, hace restallar bajo el único spotlight la última palabra de la pieza: "¡Resisto!", el público se levanta y grita con él.
Samba pede passagem ("El samba pide paso") reconstruye la historia del género popular desde los tiempos de Noel Rosa, su máximo artista. Rosa, un estudiante de Medicina que vivió su bohemia entre el pueblo famélico, murió en 1935. a los 26 años; compuso centenares de sambas sin ningún vestigio de alienación; no hay brasileño que no las sepa de memoria. Este espectáculo —otra producción del grupo Opiniâo— refiere los hechos del legendario Noel Rosa y rinde homenaje a Ismael Silva, otro popularísimo compositor, quien despliega su inefable sonrisa de 60 años entre las guitarras y trombones del escenario; canta Araci de Almeida, la mujer de Rosa, su inspiradora y, desde luego, la voz más querida del Brasil ("nuestra Edith Piaff").
Este show realiza la síntesis entre el samba tradicional y el culto. Ismael Silva es el fundador de la Escola do Samba Deixa Falar, cronológicamente la primera, y las gentes de esa institución y de muchas otras descienden al teatro de Arena para menearse y pulsar sus sencillos instrumentos junto a unos artistas de la fama de Baden Powell (el mejor guitarrista del mundo, después de Segovia) y a jóvenes universitarios como los del grupo Mensagem, nítidamente vanguardista, quienes rodean a sus precursores de auténtica veneración. Esa conjunción es un hecho histórico: las Escolas do Samba, que agrupan a miles y miles de artistas populares, aborrecían toda innovación, habían declarado la guerra a la bossa nova.
Ninguna de las nuevas canciones, tan áspera, tan agresiva como "Carcará", de Joâo do Vale y Ze'Cándido. No es samba; el samba es urbano, carioca, y éste es un motivo nordestino. En el país sediento, trágico, los campesinos llaman así a un gavilán cuyo pico alevoso siembra la muerte, cuyas nerviosas garras les arrebatan su ganado. Hombres y bestias mueren de hambre en el desierto, él no; Carcará se arroja sobre su presa, mata y come. La batería fúnebre gime, hasta que la corta un abrupto grito de espanto. Nadie ignora la intención: Carcará es la dictadura.
La música popular participante —el epíteto es de uno de sus teóricos, Sergio Cabral— es hoy un impetuoso movimiento, coordinado en escala nacional. No sólo reconcilia a los artistas espontáneos con los de vanguardia; se repite en las diversas regiones del país. Todas tienen su samba. De la dulce y antigua Bahía llegó María Bethania, 18 años, al frente de un grupo que inició allá arriba "o que se faz en tudo o Brasil": cantar opinando. Ella hace su música, su letra, ella canta y baila. La juventud aclama a Nara Leâo, a María Bethania, con el mismo fervor que desataron Palito Ortega o Leo Dan en Buenos Aires; sólo que ellas rehuyen la alienación: quieren participar.
El nuevo samba abrió el camino a un resurgimiento de todas las artes. Brota una generación de poetas entre los 35 y 40 años —Ferreira Gullar, Moacyr Félix, Jair Campos, Thiago de Melo— íntimamente mezclada a estos trajines. En el teatro, las figuras centrales son Oduvaldo Vianna Filho, director, autor y actor, y la pareja de Liberdade: Paul Autran, Tereza Rachel. El movimiento independiente, que parecía remiso en el Brasil, ahora se propaga como un incendio en el trópico. También se manifiesta un nuevo cine, cuyo animador es Glauber Rocha, premiado este año en Cannes por su film Dios y el diablo en la tierra del sol.
Podría pensarse que la prensa conservadora negaría publicidad al movimiento de participación. Todo lo contrario: se diría que no tiene la menor prevención por sus tendencias radicales y marxistas. Estos artistas hacen noticia y sería deshonesto negarles espacio, pero además están unidos por la amistad con periodistas de todas las especialidades, que ofrecen sus columnas sin restricción. Así como fueron los primeros en la resistencia política, los periodistas sirven de nexo a la trepidante cruzada artística y cultural. Uno de ellos, Antonio Calado, era un tranquilo profesor de literatura inglesa; liberal, combate con una decisión que los marxistas ponen como ejemplo.
Esta vasta sedición se prepara de noche, pero alegremente y sin el menor sigilo. Decenas de artistas e intelectuales acuden al departamento que tenga la heladera mejor surtida; muchos llegan con su guitarra; graves profesores han aprendido a cantar y bailar como rapases. Más tarde, apagadas las marquesinas de los teatros, loa veloces Volkswagen confluyen hacia uno de ellos; todos se ubican en el escenario en desorden, a veces en la platea vacía, y discuten, hasta la madrugada. ¿Qué se discute? Planes de ayuda mutua para financiar los espectáculos de participación, en el teatro, en el cine, en la TV, en la música popular. Los rudos coroneles no ignoran nada de esto, pero están acostumbrados a acostarse temprano.

Liberalismo y marxismo
El punto de más ardua elucidación es, probablemente, el de la relación de fuerzas entre liberales y marxistas, nacionalistas y católicos de izquierda, unidos entre si por una afectuosa camaradería de combate. El orden en que han sido mencionados correspondía, antes, a su número y a su influencia. Nadie puede asegurar que esas posiciones no hayan variado. Según los prejuicios de cada cual, se supone que los comunistas van a terminar devorándose a todos sus aliados, o que su oportunismo puede disolverlos en una izquierda inofensiva.
La tradición liberal es aún vigorosa entre los intelectuales brasileños. En las grandes familias del Imperio esclavócrata, nunca faltaba un idealista habituado a perpetrar discursos —o poemas— contra el estigma social que turbaba su conciencia. Esa tradición forma parte del orgullo de clase.
Si hay un hombre que la encarna, en la actualidad, es el septuagenario abogado Heraclio de Fontoura Sobral Pinto, gloria del foro brasileño. Liberal y católico, se encargó de la defensa de Luiz Carlos Prestes en tiempos del Estado Novo; este año sacó de la cárcel a los nueve chinos de una misión comercial que estaba en Rio al caer el gobierno constitucional y a quienes la Revolución endilgó un siniestro complot. Gesto aún más significativo, porque Sobral Pinto había combatido enérgicamente al Presidente Goulart. Y algo más: recientemente el jurista prestó sus servicios, con la misma elevación y eficacia, a Lacerda y a su lugarteniente en la gobernación de Guanabara, Rafael de Almeida Magalhaes, contra quienes se había urdido una sórdida maquinación política.
El día en que se inauguró la Conferencia Interamericana (19 de noviembre último), unas cuarenta personas de la mejor sociedad lanzaron voces y desplegaron carteles contra el Presidente Castelo Branco a las puertas del Hotel Gloria. La policía detuvo a ocho intelectuales; otro, el poeta Thiago de Melo, compareció voluntariamente más tarde. Tres eran los periodistas: Calado, Cony y Moreira Alves. Tres pertenecen al mundo del espectáculo: Flávio Rangel, Glauber Rocha y Joachim Pedro de Andrade (cineísta, como el anterior). Los otros dos fueron el diplomático Jaime de Acevedo Rodrigues, quien organizara con Raúl Prebisch la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo (1964) y renunció por telegrama desde Ginebra ("No serviré a un gobierno gorila"), y el escritor Mario Carneiro, cuyo padre fue director de la UNESCO.
La composición social de este grupo no podía ser más refinada. Moreira Alves; y Andrade son sobrinos del senador Afonso Arinos, cuya familia, desde los tiempos del Imperio, está siempre representada en las más altas instancias del poder. Políticamente, el pasado más significativo era el del Embajador Rodrigues, integralista (fascista) en su juventud, liberal más tarde, hoy izquierdista militante. Una evolución parecida es la que describió el hombre de letras y ex diplomático Alvaro Lins, quizá el más alto valor literario del presente. La suntuosa residencia de Lins se ha transformado hoy en un cenáculo marxista; él, desde luego, se jacta a toda voz de su tardío radicalismo y desafía al gobierno a ponerle la mano encima. (Su caso es exactamente opuesto al del poeta Carlos Drummond de Andrade y el novelista Jorge Amado, de quienes sus antiguos amigos comunistas dicen que defeccionaron; lo es, igualmente, el del septuagenario bardo Mario de Andrade, que se clasifica a sí mismo como gorila.)
Las actitudes de desafío cuentan de antemano con la impunidad. Sobral Pinto tardó apenas dos semanas en obtener la excarcelación de los nueve intelectuales: en su confortable prisión, causaban más daño al gobierno que entre los almohadones de sus bibliotecas. Los diarios conservadores dedicaban columnas enteras a contar cómo vivían en sus celdas, las visitas que recibían, las afiladas réplicas en que envolvían al animoso coronel encargado del sumario. Todo el país hirvió de manifiestos —1.000 intelectuales en Río, 700 en Sao Paulo, 300 en Belo Horizonte— que reclamaban para sus firmantes el honor de compartir la cárcel con los nueve mártires. Toda la clase pensante se declaró contra el gobierno; si seguían los arrestos, sería preciso habilitar como cárcel el estadio de Maracaná.
En todo el mundo se firmaron manifiestos análogos; los nombres más ilustres protestaban; la prensa extranjera, al reproducir sus mensajes a Castelo Branco, iluminaba un lúgubre aspecto del Brasil. Esta campaña se sumaba a la del año anterior, cuando el gobierno militar desterró y privó de sus derechos políticos a personalidades como el arquitecto Oscar Niemeyer, el economista Celso Furtado, el Sociólogo Josué de Castro; como es sabido, agencias internacionales y Universidades norteamericanas se apresuraron a contratarlos. Sin duda, el gobierno había caído en una trampa al encerrar a los nueve intelectuales, cuyo delito era el mismo de quienes, en Washington, protestan contra la guerra del Vietnam; no se sabe que el Presidente Johnson haya mandado detener a nadie que lo critique. Los nueve se hicieron arrestar deliberadamente — antes de ir a la manifestación, el grupo discutió los méritos de los candidatos-— para probar a todos los intelectuales que el gobierno no podía con ellos.
La misma táctica sigue el movimiento universitario: se trata de lograr que el gobierno clausure los institutos de alta enseñanza, uno tras otro. Esta acción comenzó en la Universidad de Brasilia, fundada en 1961 con el fin de renovar los estudios tecnológicos y pedagógicos; ese espíritu atrajo a la juventud más inquieta de todo el país. El gobierno militar entregó su rectorado a un lamentable "filósofo", Laerte Ramos, que no tardaría en destituir a algunos profesores "subversivos"; inmediatamente renunció el 80 por ciento del plantel, incluidas muchas eminencias extranjeras contratadas a precio de oro. Peripecias análogas han conmovido a las universidades; en ellas se dictan clases con irregularidad notoria; muchos estudiantes se han trasladado a Europa y a los Estados Unidos.
Esta atmósfera deprimente para la inteligencia no sólo está radicalizando a los círculos intelectuales; a través de menudos intersticios penetra ya en el ambiente eclesiástico y militar, donde figuras como la del mariscal Teixeira Lott y el Arzobispo de Recife, Dom Helder Camara, aparecen ante la opinión como los irreductibles defensores del legalismo y de la tolerancia. Recientemente, un sacerdote de 28 años, Antonio Lage, fue sentenciado a largo tiempo de cárcel bajo la inculpación de haber recibido dinero del Vietnam; el fiscal militar no supo explicar si se trataba del gobierno de Hanoi o el de Saigón. El padre Lage está asilado en la embajada de México.
Y todo esto empezó con ritmo de samba... 
4 de enero de 1966
PRIMERA PLANA
Vamos al revistero


Powell y Nara


Araci: el tiempo de Noel Rosa


Sobral (der.) y el Nº2 de Lacerda