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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 


Los "marines" en Beirut
por Giorgio Bocca
fotos de Duilio Pallotelli

Revista Mundo Argentino
1958

 



 

 

Beirut, agosto de 1958
La luz verdiazul del jardín, los mozos de saco blanco, el bochorno de una noche sin estrellas. Herbert, uno de los fotógrafos, presiona la tecla de un automático y se zambulle en el agua transparente de la piscina: música en tiempo de cha-cha-cha que se mofa de los transportes aéreos americanos, todavía sobrevolando en la oscuridad.
Deben ser las 23. Desde mi ventana observo a Herbert y a otros reporteros que el calor tiene encerrados dentro del pequeño oasis verdiazul del hotel Excelsior. Y también las calles que bajan al mar; el asfalto terso y vacío, hundido y brillante; los cuarteles árabes donde la rebelión amanece entre ráfagas y disparos: los cañones de las naves de guerra, en el puerto; los muelles donde los infantes de marina duermen entre transportes acorazados; otros oasis verdiazules de las viviendas a lo largo de la costa; otras calles desiertas; otros cuarteles rebeldes, un mosaico confuso donde me parece imposible que pueda añadirse una sola nota más, sin que la ciudad entera estalle envuelta en el caos. ¿Qué sucederá mañana?
Más abajo del puerto están los muchachos de veinte años procedentes de Carolina del Sur. Del mundo árabe lo ignoran todo y no saben quiénes son amigos o enemigos, paro llevan el distintivo de la marina, duermen entre transportes armados y están listos para combatir. En los cuarteles árabes otros jóvenes, con una ametralladora o un fusil en la mano, esperan desde hace dos meses y se matan sin conocer el porqué. Después estamos nosotros, los periodistas, y la gente de los comandos militares y de los ministerios; tampoco nosotros sabemos lo que sucederá mañana, ni porqué.
Durante los meses transcurridos aquí he visto desarrollarse una pequeña guerra incomprensible entre maronitas, siitas, sunnitas, griegos ortodoxos, griegos católicos, drusos, sirios y armenios que viven en: la república libanesa. Ahora se han unido todos los contrastes que dividen el mundo, América contra Rusia, Occidente contra Oriente, colonialismo contra rebelión árabe, después la NATO, el pacto de Bagdad, la guerra del petróleo, las inspecciones de las Naciones Unidas, el llamado de los afroasiáticos, y, por fin, la amenaza, el demonio, la locura de una guerra total.
¿Qué sucederá mañana? Ninguno de los que vivimos esta noche de Beirut puede preverlo, aunque, sin llegar al apocalipsis, cada uno de nosotros corre el riesgo, en cada bocacalle, de una muerte estúpida. Por lo tanto, tiene razón Herbert con su compás de chachachá, tienen razón los soldados del puesto de vigilancia que observo jugar a los dados sobre los escalones, tienen razón todos los otros que duermen y no piensan. ¿No se vivía así en Barcelona durante la guerra civil?
Cuando llegué a Beirut la mañana del jueves 17, habían transcurrido treinta y seis horas desde el primer desembarco de la marina, pero todavía pude ver a otros infantes que se les unían desde el cielo o el mar. Me lo anunciaba el portero de mi hotel, que ahora se ocupa de estos negocios con la misma habilidad utilizada antes con las giras turísticas.
No había terminado de llegar a mi habitación y de higienizarme un poco, que telefoneaba: "Están desembarcando por Khaldé. ¿Le busco un taxi?" Bajo y me encuentro con un Cadillac negro. El conductor resulta un veterano de las guerrillas en automóvil y está orgulloso de los impactos que un proyectil ha dejado en las ventanillas posteriores. Partimos sin permisos, ya que las fracciones son tantas que resulta más práctico no poseer ninguno, y además, hoy, leales y rebeldes de todas las especies no tienen ojos más que para los norteamericanos.
Nuestro gran automóvil vuela sobre la avenida, pasa haciendo sonar la bocina al lado de los puestos de vigilada del aeropuerto, a cargo de infantes de marina, y vemos camisetas y calzoncillos blancos entre las defensas camufladas, soldados con rostros de criaturas y muchachones pecosos que ríen y saludan, ya que la guerra, siempre que uno no muera, tiene también aspectos divertidos.
A la altura de una aldea árabe oímos algunas ráfagas de ametralladoras y el pumpúm de fusiles. "Disparan contra los aviones", dice el conductor riéndose de los rebeldes que atacan con sus viejas armas a las máquinas aéreas norteamericanas que descienden en el aeropuerto.
Otros kilómetros más a lo largo del mar, que es un espejo brillante, y por fin, la rada de Khaldé llena de navíos y embarcaciones. Hay una luz enceguecedora, el aire está pleno de un zumbido metálico, siete barcos han anclado, los centinelas hacen la guardia, un avión de reacción pasa silbando y reencontramos la América de Normandía y del Pacífico con su poderío mecánico, su derroche de fuerzas: más jeeps que hombres, tanques que abandonan las embarcaciones a cincuenta metros de la costa, se hunden en el agua, avanzan sumergidos sobre el fondo, y luego emergen como tortugas de acero. Los llaman DKW e infunden terror.
En la costa trazan un camino sobre la pendiente hasta llegar a una fila de camiones y jeeps que ya alcanza a centenares de metros. Los vagones armados se reúnen en un campo de tierra rosa y los soldados dejan caer sus mochilas sobre la doble vía, mientras esperan que los motores realicen su trabajo. La afluencia de los curiosos procedentes de Beirut crece por minutos, y ahora se descubre que los marineros que controlan el tránsito y hablan árabe, son originarios de países árabes. 
La primera columna está lista, los soldados lanzan las mochilas al camión, luchan con los jeeps, se dejan preceder por los carros blindados y por los gigantescos transportes armados.
Tenían que llegar cinco mil soldados, todos marinos, pero ahora ya están aquí diez mil y se encuentran también paracaidistas y tropas de infantería. Todas las tardes, a las 16, un oficial norteamericano con pantalón corto y saco blanco ofrece una conferencia de prensa en el comedor de la embajada. Entre los periodistas norteamericanos e ingleses hay algunos que "hicieron" la guerra en Corea y tratan al oficial como a un chiquilín, ríen cuando se confunde y toman cola con pajita. Siempre recibidos por la cordialidad infantil de estos soldados que no hacen nunca ningún misterio, se desarrolla una carrera continua entre los barcos, el aeropuerto y las cabezas de puente.
La otra mañana, por ejemplo, nos despertaron a las cinco. "En el aeródromo, dentro de media hora." Llegamos al aeródromo y los soldados libaneses no quieren dejarnos pasar por orden del coronel, que es árabe y al que no le gustan las maneras expeditivas de los norteamericanos. Pero los norteamericanos se ríen, nos ayudan a entrar y nos guían a la pista donde están aterrizando los gigantescos 630, de cuyos vientres aparecen camionetas, pequeños cañones, ametralladoras y paracaidistas del 187º Regimiento, 24ª división, en viaje de Alemania vía Turquía.
Desciende el general David W. Gray, conversando con sus soldados, que fuman cigarros holandeses gruesos como torpedos. "¡Atención!", grita alguien. "¡Los heridos para transfusión!" "¿Dónde vive?" "¿Cuántos años tiene?" "¿Cómo está su mujer?", preguntan los corresponsales norteamericanos, y los soldados responden con disciplina. El aire de los motores levanta nubes de polvo, el cielo está lleno de mastodontes rosaplateados, un grupo de soldados libaneses observa intimidado el espectáculo. "¿Quién quiere ir a Nápoles?", pregunta un oficial. "¿Alguien quiere dar un salto a Ammán?" Saldremos con un avión cisterna y veremos, desde el cielo, cómo funciona el puente aéreo entre el Líbano y Jordania. Pero los ingleses no son los norteamericanos y los ingleses del aeropuerto de Ammán no nos permiten meter la nariz ni contestan a nuestras preguntas. Regresamos volando sobre Israel —sólo una rápida mirada a Jerusalén y luego las nubes que llegan hasta el mismo mar— y aterrizamos en Beirut mientras continúan desembarcando los 1.800 paracaidistas del 187º. A juzgar por lo que se ve, podría decirse que los norteamericanos piensan quedarse por un tiempo y también que los libaneses más partidarios del gobierno comienzan a temer una larga ocupación. Mas no es sólo por esto que las relaciones entre libaneses y norteamericanos se han enfriado. A los libaneses la gran guerra de los norteamericanos les Interesa bastante menos que su propia pequeña guerra. Resulta difícil liberarse del veneno de las luchas civiles: estando ya los norteamericanos en las costas y en las fronteras, los libaneses continúan tiroteándose en ciudades y aldeas. Se tirotean desde hace dos meses, las rentas nacionales han disminuido en un 40 %, las entradas del turismo han desaparecido, y un ejército extranjero ha acampado en la república. A pesar de todo continúan, desoyen la voz del sentido común y se rebelan contra el régimen que había asegurado al país una prosperidad fabulosa para el Medio Oriente.
La otra noche visitamos el palacio del puesto de vigilancia de la parte alta de la dudad, a las mismas puertas del barrio de Basta, la casbah de Beirut.
Cuando nuestro automóvil llegó frente al palacio —era el crepúsculo y una luz violeta iluminaba las calles desiertas— alguien comenzó a disparar desde las casuchas de la casbah. No para herirnos, evidentemente, ya que los proyectiles saltaban muy alto sobre nuestras cabezas, pero sí para atemorizarnos y testimoniar la presencia de la rebelión. Los soldados libaneses que estaban de guardia en la entrada no respondieron al fuego ni se movieron de sus resguardos, pero se inspeccionaron palpándose el cuerpo. Un soldado provisto de buscaminas pasaba el aparato por sobre el lugar buscando bombas y armas. En el primer piso, en la sala del telégrafo, las ventanas estaban provistas de cortinas metálicas. Dos bombas de mano explotaron en la calle, un proyectil rebotó sobre la cortina y los empleados continuaron tecleando sobre el telégrafo con la expresión aburrida de aquellos que viven una existencia monótona. Mientras descendíamos y los disparos se reanudaban rabiosamente, el fragor de las explosiones repercutía en los corredores desiertos. El conductor había asegurado el automóvil estacionándolo unas cuadras más allá. Todos saben de dónde llegan las armas de los rebeldes, todos conocen la política instigadora que la Siria de Nasser viene realizando desde hace meses, todos menos el ineficaz Dag Hammarskjold, el secretario de las Naciones Unidas, que ha estado aquí un mes, confiando en la palabra de los rebeldes y creyendo todo cuanto le han contado sus ciento cincuenta inspectores.
La verdad es que los inspectores no han visto nada, manteniéndose a distancia de las zonas controladas por los rebeldes y dejándose burlar por éstos, que se divertían colocándoles carteles en las calles con la advertencia: "No avanzar. Peligro de muerte."
Me basta con asistir en estos días al proceso del cónsul belga De San para darme cuenta del camino seguido por las armas. El proceso tiene lugar frente a un tribunal mixto (jueces civiles, fiscal del ejército), en una sala triste cuya única luz proviene de dos ventanas en ángulo agudo con vidrios anaranjados. De San es el europeo típico enarenado en el Medio Oriente, uno que se ha dejado ir, perezoso, misógino. "¿Cómo está su marido?", preguntaban los amigos a la señora De San. "Pregúnteselo a su perro", respondía la señora. "Era el único con quien hablaba."
Bueno, el señor De San, cónsul general de Bélgica en Damasco, realizaba muy a menudo giras automovilísticas por el Líbano y los aduaneros observaron que el automóvil marchaba como si transportara una gran carga. Un día se decidieron a investigar, registrándolo, y encontraron un arsenal: veinte pistolas y diez ametralladoras bajo un retrato del presidente. De San (pálido, flaco, pelo rojizo, vestido con elegancia y de manos húmedas) declaró al juez que la carga se había efectuado sin su conocimiento. Lo condenaron a muerte porque los sirios, poco después que los aduaneros descubrieran el contrabando, atacaron un puesto fronterizo y apresaron a cinco soldados libaneses a los que mutilaron horriblemente para ultimarlos luego a cuchilladas.
Las armas entran así: proceden de la Siria de Nasser, donde la noticia del desembarco norteamericano ha suscitado (según informantes llegados de Damasco) un furor histérico, primero, y luego un temor tan pronunciado que ni el discurso del dictador ha conseguido desvanecer. Ahora resultan inútiles las recriminaciones, pero si el señor Dag Hamtnarskjold, esteta de gustos proustianos, se hubiera dedicado menos a sus coloquios con los jefes rebeldes y más a las violaciones de las fronteras, es probable que la intervención norteamericana o las de las Naciones Unidas hubieran logrado conjurar la actual y peligrosísima crisis.
Las setenta y seis naves de guerra y los diez mil hombres que los americanos han transferido al Líbano durante el transcurso de pocas horas testimonian la existencia de una perfecta organización militar, aunque el gobierno que lo dispuso no ha demostrado poseer una visión clara y coherente de los problemas creados por la rebelión árabe.
El sistema del palo y de la zanahoria, de las amenazas alternadas con lisonjas, se ha traducido, hasta ahora, en pura pérdida para Occidente. Y ni siquiera el fulmíneo desembarco significa una elección entre el apoyo al nacionalismo árabe o la valiente defensa de los intereses occidentales.
La situación sigue siendo tensa, tanto en el pequeño teatro que significa el Líbano, como en el más vasto, que comprende todo el Medio Oriente. En el Líbano los norteamericanos deben comportarse con extrema cautela. La circunstancia de que su intervención corresponda a una invitación formulada por el gobierno legítimo, tendrá un notable peso en las discusiones en las Naciones Unidas, pero no debe traducirse como apoyo unánime. Nos encontramos en un periodo de espera, muy incierto, que puede resolverse tanto en una colaboración amistosa como en luchas populares del tipo argelino. Por ahora, la casbah de Beirut, los suburbios de Trípoli y algunas zonas montañosas están controladas por los rebeldes. De las terrazas de la casbah se dispara siempre que un avión norteamericano pasa a vuelo rasante y siempre hay, sobrevolando los cuarteles, alguna máquina norteamericana. A una la alcanzó una ráfaga de ametralladora y un caza a reacción, por motivos que todavía se ignoran, se estrelló contra las colinas.
Es de desear que los norteamericanos no provoquen un incidente; es de desear que no se nos haya informado erróneamente sobre el movimiento de oposición. La guerra civil en estos países es mucho más sanguinaria de lo que podría inferirse por las noticias periodísticas. En dos meses de declarada, ya hay millares de muertos y heridos. Una intervención desacertada de los ocupantes podría provocar la creación de un frente de liberación.
Mientras tanto, el Irak parece definitivamente perdido y nadie se hace ilusiones sobre las declaraciones del gobierno revolucionario acerca del pacto de Bagdad y de las concesiones petroleras. Antes que todo, porque la revolución se ha tramado por oposición al pacto de Bagdad y a toda alianza estrecha con Occidente; y además porque la presencia de representantes iraqueses partidarios de Nasser en los organismos directivos de la alianza sólo serviría para paralizarla.
En cuanto a las concesiones petrolíferas, no se olvida que los actuales gobernantes iraqueses han sido siempre, y lo son ahora, por cierto, decididos sostenedores de la nacionalización de los pozos petrolíferos.
La situación, como se observa, es confusa y cambiante, y sólo los pedantes pueden otorgar su favor, sin mayores preocupaciones y contando únicamente con la información periodística, a uno u otro de los oponentes. Pero quien se encuentra en el mismo lugar de los hechos, frente a un camino equivocado y el riesgo ante los ojos, no puede menos que pensar que la única solución válida para Europa y Occidente consiste en aceptar con extrema lealtad la dirección norteamericana. Aconsejándola y corrigiéndola, si fuera necesario, pero sin alfilerazos ni inútiles veleidades.
En la rada de Beirut han anclado el crucero francés "De Grasse" y dos cazas venidos de Tolón. De Gaulle ha querido enviarlos a pesar de la opinión contraria de los norteamericanos y de los ingleses. El comando americano en el Líbano se vio obligado a intervenir con el fin de oponerse a un desembarco de marineros franceses, que hubiera suscitado un verdadero huracán de protestas en el ex protectorado. Las tres naves, listas para una intervención militar, del todo superflua, dada la acción ya desplegada por los norteamericanos, no han servido más que para crear disturbios. Esto es un ejemplo de lo que los aliados europeos deben evitar.