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Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

REVISTERO
INTERNACIONAL

 

La difícil psicología de un ídolo

* EL MISTERIOSO BUEN MOZO, EMULO DE RODOLFO VALENTINO
* EL ARTISTA, JEFE ESPIRITUAL DE LOS ACTORES DE VANGUARDIA
* EL HOMBRE DE NEGOCIOS
Por
ARMANDO
GATTI

revista Vea y Lea
1959

 


Christian, el hijo de Brando y Ana Kashfi



France Nuyen


Brando con sus abogados


Brando en Nido de Ratas


Brando en una escena de Jack el Tuerto


Brando en Un tranvía llamado deseo


 

 

 

EL viejo Sam, de rostro rojizo, se puso de pie y comenzó su exposición:
—Señores, no me valdré de términos medios. En los cuarenta y siete años que llevo de profesión, jamás conocí nada más inquietante...
El blanco del viejo Samuel (Goldwyn, de la Metro Goldwyn Mayer) era Marlon Brando, ese "niño prodigio" que comenzaba a quitar el sueño a todos en Hollywood; Marlon Brando, que en 1959 escribe, interpreta, produce y dirige sus propias películas. ¡Y qué películas! La última, "Jack el tuerto", una "wersten adulta", ya costó millones de pesos al productor Brando y todavía no terminó su filmación. Pero en la Pennebaker Production, la sociedad que produce "Jack el tuerto", nadie opone el menor reparo. Nadie: es decir, ni Brando padre ni Brando hijo, los dos socios de la Pennebaker. Detrás de este nombre hay un rostro, el de Dorohty, la madre de Marlon, "criatura bellísima, celestial, llena de ensueños como una chiquilla", según dicen quienes la conocieron, la única mujer quizás a la que el "niño prodigio" haya amado y a la que no olvidará jamás: Dorothy Brando, de soltera Pennebaker.
Un buen día, en Kioto, donde Brando filmaba "Sayonara", Truman Capote, el joven novelista norteamericano le oyó decir.
—Mi madre se hizo pedazos... Después se puso a hablar de otras cosas. A eso de la una de la madrugada, Truman Capote fué a despedirse. Brando lo retuvo:
—Fumemos otro cigarrillo —propuso. Y en seguida—: Mi madre lo era todo para mí: dejó a mi padre para ir a mi lado en Nueva York. Por entonces yo actuaba en los teatros de Broadway. Hice todo lo que pude. Pero todo mi amor no bastó; tenía de sobra y se marchó. Otro día fui yo quien tuvo de sobra. Estaba frente a mí, se aferraba a mí y yo la dejé porque no podía más... No podía seguir viendo cómo se hacía pedazos. Pasé por encima de ella y me marché. Era indiferente y seguí siéndolo después.
El novelista se había ya marchado cuando sintió gritar en el pasillo:
—No haga mucho caso de lo que digo. Algunas veces los sentimientos cambian.
A este grito hay que asociar la imagen del Brando de 1947: un atleta de rostro demasiado hermoso, que dormía con la cabeza apoyada en una mesilla entre bastidores, apretando contra el pecho un volumen abierto: los fragmentos seleccionados de Freud, en los que Marlon, buscaba una explicación del drama íntimo que lo trastornaba. La familia Brando (gente de Nebraska: en otros tiempos el apellido se escribía Brendeau, a la francesa), dividía sus afanes entre el teatro, que los alimentaba de sueños, y la venta de insecticidas, que les aseguraba a duras penas la subsistencia material. Marlon repartía su afecto entre los gatos (tenía 28) y un pollito muerto en la flor de la edad. El padre de Marlon depositaba en su hijo razonables ambiciones: no quería que terminase como él en representante de insecticidas. Pero el hijo hizo que lo pusieran de patitas en la calle las escuelas de Nebraska, de Illinois, de California y de Minnesota, es decir, de todas las zonas donde se radicaron sus progenitores. Entonces su padre, sin dejarse desalentar, lo inscribió en la Academia militar Shattuck. En ella, a los 14 años, Marlon cumplió su primera hazaña de adulto: enterró el reloj de la torre del colegio. Expulsado al cabo de cuatro años (las academias llamadas "militares" son muy pacientes), Brando escaló todos los clásicos peldaños de la iniciación en la "American way of life"; durante siete meses fué albañil, una semana entera se desempeñó como mozo de hotel, y luego actuó como tambor en una orquesta cubana.
Brando padre trató de frenar esa inestabilidad haciendo entrar a Marlon en una empresa de desagües. Pero Marlon, refugiado en Nueva York en casa de su hermana Frances, se inscribió en el curso de arte dramático de Stella Adler, en la "New School" de Manhattan. Fué allí donde obtuvo el primer "papelito", el de un mensajero que, al final del drama, anuncia funestos acontecimientos. Un crítico comentó de este modo su aparición: "El joven que aparece en escena al final para llevar la noticia del desastre, motivó otro todavía más grave". Había sucedido que, confundiéndose en su parte, el joven Marlon había paralizado a los demás intérpretes, determinando el fracaso del drama.
Algunos meses después, una serie de interpretaciones cada vez más sólidas lo imponían sin dificultades como el primer actor de Broadway. Después de "Cándida", donde se lo calificó como "soberbio" y de "Nace una bandera", que le valió el calificativo de "brillante", el papel de Stanley Kowalski (en "Un tranvía llamado deseo") le valió el último epíteto: "genial". Había sido Elia Kazan quien lo "lanzara", consiguiéndole el papel de Kowalski.
Es justo recordar que Marlon no creía en el éxito: sentía horror por ese personaje tarado, brutal, incapaz de razonar, el extremo opuesto de sí mismo. Fué entonces cuando se operó el "milagro Brando", la capacidad de penetrar tan irresistiblemente en un personaje que la identificación entre el hombre y el personaje se hace total.
Esa capacidad iba a constituir la base de la incomprensión entre Brando y los demás. Había interpretado tan bien el papel de Kowalski, que para todos él mismo se había vuelto Kowalski, es decir, un bruto. Después tuvo descollante figuración en los papeles de Antonio, Zapata, Napoleón: pero bajo todos los disfraces el público volvía a encontrar algo del bárbaro personaje de Tennessee Williams.
—Lo que más aborrezco —ha declarado Brando— es que se me pregunte si de veras soy Kowalski. Pero, ¡vamos! Si es mi antítesis: es intolerante y egoísta, privado de toda sensibilidad, de todo principio de moralidad fuera de su llorona insistencia.
Sus amigas comparten su opinión:
—Marlon es tan sensible —dice una de ellas— que no puede comer ensalada porque se hace demasiado ruido.
Brando recibió una infinidad de cartas de padres que lo acusaban de ejercer una nefasta influencia en sus hijos. Nunca más lo olvidó. En Japón, cuando un grupo de admiradores fué a rendirle homenaje calzando botas, con chaqueta de cuero y montados en motocicletas, explotó en un arrebato de furor:
—Dígales que no estoy. Siento haber interpretado esa película y no deseo estimular para nada a estos tipos.
Este curioso arrepentimiento, esta conciencia del papel social del actor, parece ser una prerrogativa de Marlon Brando. Ha pensado en escribir una biografía de James Dean, el actor que lo imitaba hasta el plagio en las películas y en la vida real. A Truman Capote le dijo Brando:
—Lo conocí apenas, pero lo obsesionaba todo cuanto a mí se refería. Copiaba todo lo que yo hacía. Procuraba siempre acoplárseme. Me llamaba por teléfono, pero yo nunca le contestaba. La única vez que tropecé con él estaba haciendo el imbécil y el bufón. Le aconsejé que se hiciera ver por un psicoanalista: fué a verlo y eso sirvió por lo menos para mejorarlo en su trabajo. Al final, comenzaba a encontrar su camino como actor. Pero toda esa glorificación de Dean es una falsedad, Por eso pienso que una biografía suya resultaría útil para demostrar que no era un héroe, sino un pobre pilluelo extraviado que procuraba encontrarse a sí mismo. Valdría la pena hacerlo, quizás como una especie de expiación de mis pecados.
En Brando, que de niño no aprendió nada y que fué expulsado de todas las escuelas, hay un conmovedor deseo de acercarse a la verdad. Ha hecho de Lao Tsé, padre del taoísmo, su maestro; en su casa se hallan volúmenes de Nietsche y de los filósofos budistas. Su éxito no lo satisface.
—A veces —dice— pensé mandarlo todo al diablo: este asunto de astro de éxito, quiero decir. ¿A qué conduce? ¿Al éxito? ¿Y después? Se es bien recibido en todas partes; pero eso es todo. Y no conduce a nada. Está uno sentado en un trono de azúcar ¿y qué hace? Se idiotiza. Tener demasiado éxito importa la ruina, exactamente como fracasar demasiado.
Si no mandó todo al diablo es porque el cine también puede constituirse en una tribuna desde la cual dirigirse a la mayoría de los hombres. Brando se ha asignado una misión: luchar contra los prejuicios, particularmente contra los prejuicios raciales. Sin duda este aspecto de su personalidad es el que más desconcierta a los exegetas de Hollywood: detrás del "Rodolfo Valentino del be-bop" hay siempre algo así como la sombra de Gandhi.
Poco a poco Brando ha ido imponiendo a sus productores su derecho a rehacer algunas escenas de las películas. Tomar o dejar: si una cosa no le gusta, se va. De este modo ha abandonado ocho veces la filmación de "Julio César", cuatro la de "Nido de ratas" y definitivamente la de "Sinuhé el egipcio". Cuando se rodaba en Europa "Los dioses vencidos", bajo la dirección de Dmytriyck, Brando se dedicó a volver a escribir el argumento. La casa de los productores protestaba ante el director por el atraso.
—¿Qué quieren? ¿Que Marlon se embarque en avión para Nueva York? —preguntó Dmytryck sin violentarse.
De ahí a poner en escena primero, a dirigir después, y en seguida a producir, no había más que tres peldaños: y Brando los escaló.
Para rodar "Jack el tuerto" Brando se sometió a un trabajo agobiante, como no recuerda haber visto en Hollywood desde los tiempos de Eric von Stroheim. De doce a dieciocho horas de trabajo diarias durante cuatro meses. Brandon ya no abandonaba los "studios" y pasaba las noches cortando y rehaciendo escenas. Realizaba una página de escenografía diaria. Como balance: un agotamiento nervioso y varias heridas, motivadas por el hecho de que Brando había renunciado a usar un "doble" en ciertas escenas.
Otra curiosidad: en las escenas de amor entre los actores Karl Malden y Myriam Colar, Brando había hecho que se retiraran todas las personas que no fueran indispensables para la toma. Este pudor, que se extiende hasta las obras de imaginación, es una de las características más significativas de la personalidad de Brando. Este buen mozo misterioso no es un exhibicionista. Los cronistas cinematográficos habrían salido ganando si él hubiera tenido todas las aventuras que su "atractivo" le depara. Pero también en ese terreno Brando tiene su opinión personal:
—Los personajes tortuosos (los gacetilleros cinematográficos) no conciben que se viva sino sobre una base de los chismes malintencionados que se vierten en los oídos de gentes confiadas que los creen. Me asiste el derecho de resistir al insípido protocolo que pretende que yo ponga en exhibición los aspectos ocultos de la sensibilidad, como se hace con la crema en las tortas.
Los amores de Brando nacen siempre inopinadamente. En 1957 su budismo latente lo condujo a raptar y contraer enlace con una joven hindú: Ana Kashfi; este año su taoísmo de adopción lo impulsó a una breve fuga a las Antillas con France Nuyen, eurasiática. Como si Brando sólo viera en las mujeres la ilustración de sus ideas vitales. Y parecería que fuese realmente así, tal como lo probaría la circunstancia de que su amor por Ana Kashfi se desvaneció cuando Brando supo que se trataba de una supuesta hindú, irlandesa por parte de padre y madre.
—Me causó grandes sufrimientos morales —declaró Ana—. En lugar de consolarme me hablaba de arte japonés, de música religiosa medieval, de segregaciones raciales. .. No son las conversaciones más adecuadas para una mujer .
Marlon se cuida mucho de no frecuentar a las estrellas de su categoría. Una de ellas, actriz célebre, se arrojó un día a sus pies gritando:
—¡Sé mi último amor!
Pero Brando no quiere ser el gran amor de nadie, por lo menos de ese modo. A la ambigua amistad de las estrellas clásicas prefiere la franca camaradería de las secretarias, de las chicas que atienden en confiterías, de las empleadas, de esa "gente sin importancia" en la que vuelve a encontrar la vida tal cual es, sin afeites ni publicidad.
En rigor, en sus conquistas amorosas lo mismo que en sus películas, busca la misma cosa: una determinada verdad, libre de todo prejuicio. El más grande cambio de su vida —dicen los amigos de Marlon— lo produjo el advenimiento del hijo que le dio Ana Kashfi, Christian. La ex esposa fué acusada hace algunas semanas por Brando de no dejarlo visitar regularmente a su hijo. Christian Brando ha suplantado definitivamente a Dorothy Brando en el corazón de Marlon.
—"No viven, si no saben que viven". Esta máxima está inscripta en una de las paredes del cuarto de Marlon Brando en Nueva York, donde vivía en su período de bohemia. Siempre fué fiel a esa máxima: el "rebelde" no es más que un hombre normal que desearía vivir como un hombre, sin el peso sofocante del conformismo. Su departamento de Nueva York, su casita de Hollywood (sala de estar, dormitorio, biblioteca y dependencias) responden perfectamente a esa voluntad. La simplicidad que reina en ellos corre pareja con el desorden propio de un individuo desapegado de todo bien material. Un representante de aspiradoras de polvo que había ido a verlo, salió desconcertado de la casa de Brando.
—No necesita una aspiradora —dijo—, sino un arado.
Por aquel entonces el dueño indiscutido de la casa de Brando era un mapache (mamífero americano que lava sus alimentos antes de comerlos).
El astro que apareció en el firmamento de Hollywood a los veinticinco años cuenta ahora treinta y cinco. Tiene todo lo que quería. Una sociedad de producción y una de cría, su último "hobby": una enorme estancia en la que vacas y terneros, cerdos y pollos remolinean en el polvo amarillento de Nebraska. Algo, sin embargo, impedirá siempre al "niño prodigio" convertirse en un hombre de negocios: sigue siendo siempre el hijo de Dorothy Pennebaker, que se destrozó porque estaba harta de todo.