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crónicas del siglo pasado

 

 

 

Miscelánea 1971

 


Revistero

 


 


Fischer - Spaasky



 

 

CHILE
ALEA JACTA EST
El domingo antepasado, dos temblores sacudieron a la República cordillerana. El primero —indudable secuela del devastador terremoto que fustigó al sufrido pueblo chileno la medianoche del jueves— afectó quizá tan sólo a los habitantes de ese país. El segundo —no menos telúrico— tuvo lugar en el Parlamento de Santiago, dio el tan esperado golpe de gracia a los intereses cupríferos norteamericanos que, por más de 67 años drenaron la economía de Chile. Y si bien el primer sismo produjo terrible pánico en la ciudadanía, el segundo le llevó alivio en medio de un amplio consenso popular.
Ese respaldo se tradujo en la unanimidad con que los legisladores trasandinos aprobaron la enmienda constitucional que decidía la nacionalización definitiva del cobre: de los 200 Diputados y Senadores—150 y 50, respectivamente— que componen el Parlamento, 158 votaron por el traspaso al Estado de las minas de cobre más ricas del mundo; los 42 restantes dieron su apoyo moral a la distancia, ya que estaban ocupados en la campaña preelectoral de la provincia semidestruida de Valparaíso: pero, en realidad, ninguno se abstuvo, y mucho menos se opuso, fuese oficialista u opositor al Gobierno de Allende.
Tres horas de discurso el domingo 11 de julio —ya ingresado en la historia de Chile como el "Día de la Segunda Independencia"— se fundieron en una votación que duró apenas tres minutos;
significaban el fin de treinta años de lucha del socialista Allende por erradicar del país a los monopolios cupríferos de Braden y otros siniestros personaje "tristemente célebres" en Iberoamérica. Hasta ese día, el cobre chileno era, eufemismos democristianos aparte, controlado por los intereses de Anaconda Copper Corporation —administradora de los yacimientos de Chuquicamata (la más grande del mundo a tajo abierto), El Salvador y Exótica, la más moderna de todas; producción entre las tres 472.000 toneladas—, Kennecott con su subsidiaria Braden Copper, dueña de la mina El Teniente (180.000 toneladas la mina de cobre subterránea más importante del globo), y Cerro Corporation, mandamás de la Compañía Mixta Andina (230.000 toneladas de concentrado de cobre). Baste decir que, por ejemplo, cada 100 dólares invertidos en el exterior por Anaconda, 79 se producían en Chile; más aún: de las inversiones mundiales de Kennecott, el 13,16 por ciento se hacían en Chile, recogiendo utilidades de 21,37 del total; y de las inversiones mundiales de Anaconda, el 16,65 por ciento se hacía en ese mismo país, con una utilidad del 79,24 por ciento del total. Y Chile exportó, en 1970, por valor de más de 1.000 millones de dólares, de los cuales el 80 por ciento correspondieron al rubro cuprífero. La enmienda constitucional, bendecida por los legisladores el domingo 11, establece que las empresas aludidas serán indemnizadas según el valor de los libros al 31 de diciembre último, en un plazo no superior a 30 años y con un interés no inferior al 3 por ciento anual; deduciéndose del monto indemnizare las revalorizaciones efectuadas con posterioridad al último día de 1964, el valor de los bienes que el Estado reciba en condiciones deficientes de aprovechamiento, y las utilidades excesivas obtenidas por las empresas.
La mayoría de los miembros del Congreso que aprobaron la medida estaban, sin duda, convencidos de su trascendencia en el plano nacional y en el internacional (ya los norteamericanos parecen estar bastante preocupados, en especial porque Chile no está solo y medidas de este tipo, adoptadas por Perú y Bolivia, vienen afectando en conjunto a unos 800 millones de dólares de capitales del Norte en la región "subdesarrollada" y cada vez más arisca del Sur); una minoría no lo estaba, sin embargo, pero votar en su contra les hubiera equivalido a un autosepelio político. Quien no estaba satisfecho, por paradojal que resulte a primera vista, era el propio 'Chicho' Allende. El mandatario marxista estuvo por vetar algunos artículos de la reforma aprobada; consideraba que no iba tan lejos como él quería, y hasta por un momento pensó en dilatar la puesta en marcha de la nacionalización: pensó que se daban demasiadas garantías a los concesionarios, que el plazo para el pago de las indemnizaciones podría llegar a ser menor que los 30 años propugnados por el Gobierno, y los intereses podrían elevarse. El mismo histórico domingo, frente a una concentración celebratoria en Rancagua, dijo: "El pueblo no necesita apropiarse de lo ajeno, sino sencillamente ventilar con conciencia revolucionaria la verdad de las empresas. Pagaremos indemnización si es justa, y no la pagaremos si es injusta".
Sin embargo, al día siguiente reflexionaría y, por la noche, anunció que a pesar de todo promulgaría la Ley tal como estaba, ya que la unanimidad parlamentaria reflejaba la voluntad popular. "Este Gobierno —suspiró con paciencia—, que es un Gobierno revolucionario, le da, aun a quienes han explotado a Chile, la posibilidad de defender sus derechos, si legítimamente pueden hacerlo." Para ello, facultó al Contralor General de la República a fijar los montos de indemnización, y creó un tribunal ante el cual pudiesen apelar las compañías afectadas. Con todo, según apuntó Allende, el Estado tendrá que invertir ahora más de 31 millones de dólares adicionales para dejar las minas en condiciones de explotación racional.
Por su parte, USA, enfrentando lo irreversible, musitó entre dientes su disposición a "prestar sus servicios para que las conversaciones —léase compensaciones convenientes a los intereses norteamericanos— lleguen a feliz término, si alguna de las partes se lo pide". No obstante, en forma poco privada, un alto funcionario de Washington deslizó que las posibilidades de una proyectada compra chilena a USA de tres jets comerciales Boeing "podrían peligrar", debido a que las relaciones del Eximbank con Chile son ahora "delicadas" a raíz de las expropiaciones cupríferas. Más disimuladas, aunque no menos intencionadas, son las amenazas de hacer bajar el precio del cobre en el mercado internacional. Allende, empero, que como su historial político lo demuestra no se deja arredrar con facilidad, ha salido al paso declarando: "Preferimos que baje el cobre pero que nos dejen tranquilos. Aceptaremos que baje el cobre siempre que la paz llegue a Vietnam y la gente de Vietnam tenga derecho a vivir su propia vida".
A propósito de esto, el Presidente de Chile aprovechó la oportunidad para asestar un leve fustazo a su antecesor, Eduardo Frei Montalva, quien pretende capitalizar para su terminado régimen
democristiano la victoria del cobre. Señaló Allende que, durante el Gobierno anterior, el precio promedio del cobre en el mercado había llegado a ser de 61 centavos de dólar por libra, y que a los socialistas se lo habían dejado a tan sólo 50 centavos, lo cual significa para el fisco una pérdida de ingresos de 14 millones de dólares anuales.
Pero lo real, lo palpable, es que Salvador Allende logra lo que muchos no creían: el tránsito firme pero pacífico del capitalismo hacia el socialismo. Y en ese tránsito, la batalla del cobre es, quizá, uno de los pasos más importantes que haya dado, hasta ahora, el sub-continente latinoamericano en el camino de la genuina autodeterminación. 


AGACHARSE, QUE VIENE BOBBY
Podrían ser dos petulantes, dos enemigos enconados. O las dos cosas a la vez. Los genios suelen ser así. Ahora, en Denver, Colorado, Estados Unidos, un norteamericano desmadejado y ausente, de rostro inexpresivo, Robert 'Bobby' Fischer, le está demostrando a un dinamarqués reposado, imaginativo y tajantemente lúcido, Bent Larsen, que esa exactitud, el ajedrez, no podía mentir; hasta el sábado último, Bobby, con la precisión de una alocada computadora, aventajaba a Bent por 4 a 0, en la rueda semifinal de candidatos al título mundial, en poder de Boris Spaasky, natural de Leningrado, alto, fornido y hasta buen mozo.
Quizá la presuntuosidad de Bobby y Bent fuese algo discretamente oculto. Dejó de ser un secreto en abril de 1970, cuando los diez mejores tableros de Rusia se enfrentaron con los diez mejores de El Resto del Mundo, en una embestida de talentos que se denominó el match del siglo, y en el que Rusia se impuso por 20 Vz a 19 Vz. Entonces, Fischer y Larsen tenían una vanidad común: la de ocupar el primer tablero. Cada uno de ellos estaba seguro de ser el mejor ajedrecista de Occidente. Triunfó la persuasión de Max Euwe, capitán de El Resto del Mundo. Bobby aceptó ocupar, entonces, aunque a regañadientes, el segundo tablero. Si la inexpresividad se hubiese convertido en gratitud, Fischer lo habría felicitado a Euwe: aun relegado a la segunda mesa, se aproximó al score ideal, algo que nadie había conseguido en su equipo, al superar en su match particular al ruso Tigram Petrosian por 3 a 1, luego de infligirle dos reveses en las dos primeras vueltas del torneo.
Spaasky observa la estrategia en esta rueda semifinal; en el otro match se enfrentan, en Moscú, sin arriesgar, con un rectilíneo espíritu conservador, dos compatriotas que no se sabe si se tienen odio, pero sí, en cambio, mucho respeto: los grandes maestros soviéticos Tigram Petrosian y Viktor Korchnoi. Ninguno de los dos había podido aventajarse hasta la sexta partida: un score de 3 a 3 establecía una perfecta igualdad de aciertos.
Bobby, un otrora niño prodigio, ahora sólo un adulto genial, parece encontrarse en su momento cumbre. En los cuartos de final de esta selección, en Vancouver, Columbia Británica, tal vez muy pocos ajedrecistas hayan padecido tan acalorado bochorno como el soviético Mark Taimanov: cayó demolido (0 a 6) por la destructiva agresividad de Fischer. "Soy el mejor, jugando un match contra cualquiera. Pero con una condición: las tablas no cuentan. Siempre que se juegue a ganar o perder, el mejor del mundo soy yo", aseguró Fischer (Periscopio, N° 47), él tiene mucho respeto por sus opiniones.
En diez partidas, frente a Taimanov y Larsen, Fischer logró, pues, un éxito resonante, una hazaña impar: el score ideal (diez triunfos, ningún empate, ningún revés). Ahora, Bobby tiene una obsesión: la de clasificarse finalista y batir a Spaasky, para interrumpir ese aplastante dominio soviético sobre el título mundial, iniciado en 1951 con un patronazgo absoluto, año en el que lo dilucidaron David Bronstein y Mikail Botvinnik. Desde entonces, nadie que no fuese ruso lució sobre su sutil cabeza la corona de los trebejos.
Ni Bobby ni Bent eran los dos únicos presumidos. Spaasky se sumó públicamente a ellos, cuando en Moscú, sin vacilar, como si hiciese una jugada de mate, confesó: "No le tengo miedo a ningún adversario, y me gustaría enfrentar al gran maestro norteamericano Bobby Fischer por el título mundial". Al rato, como si lanzara un vaticinio infalible, agregó: "Creo que es, precisamente, Fischer quien vencerá en el Torneo de Aspirantes". Los horóscopos se extendieron a París, donde, en el diario soviético Trud, otro ajedrecista ruso, el ex campeón mundial Vassily Smyslov, afirmó que los vencedores de las semifinales serían Fischer y Korchnoi. "Me inclino por Korchnoi, porque tiene el carácter de un guerrero intransigente", adelantó Smyslov.
Julio Bolbochán, el mejor analista argentino, prefirió no tentar pronósticos.
"Un torneo —se animó— no tiene absolutamente nada que ver con un match. Son dos cosas completamente distintas. Todo el mundo espera un match entre Spaasky y Fischer —Spaasky batió dos veces a Fischer, una en Santa Mónica, en 1966, y la otra en la Olimpíada de Siegen, Alemania, en 1970; Bobby no lo venció nunca—. Ahora, en la final, desde el punto de vista ajedrecístico, sería interesante un match entre Fischer y Korchnoi. A mí me parece más limpio el juego de Fischer".
Dentro de poco, Oriente y Occidente pueden iniciar una nueva lucha, cuya exigencia máxima es no estar, precisamente, en la Luna, sino tener todos los sentidos agudizados en la Tierra.
Bolbochán dio un grito, examinando el primer triunfo de Bobby sobre Larsen: "Fue brillante; sacrificó la dama por tres piezas, en un endiablado juego de combinaciones, para asegurarse la victoria con un peón libre". Días después, al llegar a la décima jugada, en la sexta partida de Korchnoi y Petrosian, suavemente, exhaló: "Qué bien juegan al ajedrez estos tipos". Uno de ellos tendrá que agacharse, cuando reciba las andanadas de Fischer.

revista primera plana
julio 1971