Tennessee Williams
Por
PEPITA SERRADOR

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junto a la Serafina delle Rose de la versión castellana y Tennessee Williams, aparece el primer galán español Corroto que también intervino en la pieza

 

 

TENNESSEE WILLIAMS, el autor norteamericano alrededor del cual se agitan las mas variadas opiniones, acaba de estrenar en Nueva York, con éxito deslumbrante su última producción "Dulce pájaro de juventud", cuyo comienzo me cupo el honor de conocer, ya que fué escrito en España durante el viaje que el autor realizó en julio de 1958.
Mi amistad con Tennessee tuvo la feliz iniciativa de un éxito logrado en Barcelona, la ciudad condal de España, con su obra "La rosa tatuada". Mas no se trata ahora de hablar de esta coincidencia, ya que mi personalidad de actriz vive separada de mi personalidad de escritora, aunque, en este caso, la primera me ayudó a bucear en el complejo espíritu de este hombre, extraña mezcla de niño y de ser atormentado.
Tennessee desorienta a fuerza de no esgrimir en su conversación arma alguna de vanidad, ni frases sagaces, ni sutilezas. Tennessee calla y sonríe. Mucho cuesta ganarle apartándole de esa actitud a la defensiva que se advierte en el azul de sus ojos. Su sencillez, tanto en el vestir como en las palabras, le harían pasar inadvertido ante quienes no conocieran su fama, ya que difícilmente la personalidad externa denote su capacidad intelectual. La suavidad que se desprende de la voz y el gesto tampoco concuerdan con las ideas punzantes, dolorosas de su teatro.
El teatro de Williams es, a mi entender, un teatro hecho de recuerdos. En todas sus obras adviértese la militancia del pasado, destruyendo el presente. Y tal vez en este "leit motiv" del ayer radique la personalidad desconcertante, rica en contrastes, de este hombre que al afirmar con la pluma el atrevimiento y hasta la grosería, la reviste de un halo poético que la define, defiende y soslaya.
Tennessee juega un solo personaje en todas sus producciones. El personaje central femenino, que cambiará de forma, edad o condición social, pero cuya alma está siempre aprisionada por idénticos complejos.
Blanca Dubois, la heroína de "Un tranvía llamado deseo", obsesionada en fingir grandezas y envuelta en el remolino del pretérito, es también Amanda, la madre de "El zoo de cristal", moviéndose en las brumas del recuerdo; arrastrando la ficción del bienestar entre la plata opaca de viejos candelabros. Y Serafina delle Rose, la siciliana exuberante de "La rosa tatuada", es hoja del mismo tronco sensual del que parten las pasiones en desenfrenada carrera, al impulso de un alma patógena, promotora de sentimientos desordenados.
Se ha criticado a Williams la reiteración de personajes que acusan pronunciadas anomalías psíquicas, y por ello fuera de la órbita de humana realidad, Encuentro pueril este reproche. Precisamente todos los problemas expuestos por Williams son vulgares, cotidianos, entre seres de clase media, presentados en ambientes mediocres. Silenciosas tragedias sin grito ni sangre. Escenas del diario vivir, que se repiten incesantemente en todas partes del mundo. Son sus criaturas las que escapan de este ámbito de medianía deprimente, y es por ello que sus espíritus se hallan presos, soñando vuelos imposibles. No es que los personajes denoten raíces patológicas; son simplemente seres cuya capacidad intelectual o afectiva se eleva por sobre la realidad exotérica.
Pero los estudios psicológicos sólo resultan interesantes cuando se ahonda en espíritus selectos. Desmenuzar almas chatas o escribir sobre inteligencias comunes no merece la pena. Aparte de que suele tacharse casi siempre de anormal o absurdo cuanto se desprende de lo rutinario —arte o psiquis— por la sencilla ratón de que no alcanzamos a comprenderlo.
Williams ama el misterio que pueda encerrarse en las gentes de apariencia vulgar. Su sensibilidad aguarda la sorpresa en el revoleo de las esquinas de barrios pobres; en escenas callejeras; en muelles arrebujados en la niebla; en cafetines ignorados.
Williams siente una mareada predilección por las costas del Mediterráneo. Lleva en sus venas sangre española, navarra para ser más concretos. Y, por parte de padre, irlandesa. Por los vetustos rincones de Barcelona solíamos pasear bajo la luna. El gótico, punta de señorío, atrae al autor, y en la piedra tallada y los arcos ojivales del campanario catedralicio que se ve desde la ventana del hotel barcelonés donde se aloja, se enredaron varios de sus argumentos.
Tennessee es afable, pero se adivina en él una como especie de máscara, en cuanto le rodea un grupo demasiado compacto pendiente de su figura de autor. Ser centro le amilana. En cambio gusta de mezclarse a la muchedumbre anónima. Recuerdo que en una reunión social en su honor, de pronto me dijo tomándome del brazo:
—Vámonos. Me ahogo. Vámonos a la calle.
Y salimos a la noche clara, luminosa del cielo español. Caminamos en silencio por largo rato. Tennessee es infatigable. Le dejé elegir ruta, y la veleta de su sentimentalismo señaló hacia la Barcelonetá. barrio de pescadores, hecho de arena y piedra. En un mercado buscó una "tasca" de angosta escalera. Ante la mesa de humilde pero cordial mantel a cuadros, comimos, siempre en silencio. Luego retomamos la ruta.
Era tiempo de sardanas, fiesta en las callejuelas que dan al mar, iluminadas por farolillos y orquestas ambulantes. Hombres de rostro curtido, y muchachas con piel amarga del aire salobre, bailaban la danza popular. Danza seria, de complicada contabilidad en los pies; de solidaridad en las manos unidas. Danza de alpargata y porrón. Iba y venia la bota refrescando las gargantas.
Tennessee se mezclaba a los grupos, queriendo participar en el jolgorio. Latigazos de antepasados agitaban su sangre, pero, desconocedor del idioma de sus mayores, empleaba el lenguaje universal, la risa, a la que respondían aquellas gentes humildes, sin asombrarse del muchachote con cara de irlandés, rojizo de cabello y piel, que en mangas de camisa disfrutaba como cualquier chiquillo del barrio. Y es que Tennessee, en el constante peregrinar de los primeros años de lucha, supo acercarse al corazón de los pueblos, cuando, llevado por sus ansias insatisfechas, bregó con la miseria. Y así fué lavaplatos en la Nueva York gigantesca, y fogonero en barcos de carga, empujado siempre por el acicate de la huida, sin saber a punto fijo qué meta alcanzar o en qué puerto enraizarse. Él dice que "no comprende por qué triunfó", ya que nunca persiguió la gloria. Era él, el eternamente perseguido por algo que le golpeaba el pecho, y salió al fin hecho verbo y poesía. 
De pronto, en plena diversión popular, observé que Tennessee cambiaba su gesto risueño por otro de marcada melancolía. Estoy acostumbrada a sus cambios bruscos e imprevistos, pero tenía la certeza de que aquel ambiente le era propicio, y que, por lo tanto, algo había turbado su ánimo. No me equivocaba. Cerca de la rueda de bailarines, una adolescente, casi una niña, miraba desde su silla de inválida, con triste sonrisa e inútiles esperanzas, las ágiles piernas marcando los pasos vibrantes. Tennessee dio media vuelta y siguió calle arriba, hacia el mar. Fui en su busca. Y allí quedamos cara a la lejanía. Él, alanceando la noche. Yo, observándole en respetuoso silencio. Quiso beber vino simple, de la tierra. Espeso y áspero. Pedí una jarra y bebió sin despegar los labios, mirando hacia el horizonte rasgado por la luna. ¿Qué veía Tennessee sobre las olas? Tennessee tuvo una hermana, acaso fuente de inspiración para aquella Laura de "El zoo de cristal", tímida y asustadiza ante el complejo de inferioridad de su cojera... Sí, Tennessee tuvo una hermana que la muerte robó. También enferma. También tímida. También imposibilitada...
Cuando entramos en la ciudad, los pájaros de la Rambla le gorjeaban al sol. Sin una palabra nos separamos. Al día siguiente —un domingo rabioso de luz— aún me duraba la tristeza, que el teléfono cortó con su insistencia. Era la voz de Tennesse. Alegre y dichoso, me invitaba a su fiesta predilecta; la brava, la sangrienta pero hermosa fiesta de los toros. Y allí nos fuimos entonando un paso doble. Williams llevaba bajo el brazo una imponente botella de whisky. 
—¿Y eso? —le pregunté, temiendo que durante la corrida no quedara recuerdo de ella.
—Para "el toreador" —me respondió en divertido castellano.
Entre risas subimos las gradas de la plaza, plena de colorido, de inquietud, de flores. ¿Dónde quedaba la melancolía del amanecer? Sobre el mar, rumbo a lo desconocido. Este es Tennessee Williams. Extraña mezcla de niño y hombre torturado, en el que nunca se sabe dónde acaba el dolor y comienza la risa.
Revista Vea y Lea
16/04/1959