JUNIO 28, 1919: TRATADO DE VERSALLES


la multitud ante el palacio, la tarde del 28

 


Los Cuatro Grandes con el mariscal Foch: la embriaguez del triunfo (de izq. a der.  : Wilson, Clemenceau, Lloyd George y Orlando)

 

La niebla y la garúa del invierno se apoderan de Buenos Aires, como un ejército maligno. Sin embargo, el sábado 28 de junio de 1919 —ese fin de semana gris y frío, hace 50 años— una noticia hace resplandecer a la ciudad: se firma el Pacto de Versalles, termina "el drama del mundo", la Gran Guerra europea.
Hacia el mediodía, cuando los cablegramas pioneros anuncian que las firmas ya se han estampado, las banderas comienzan a ondear en los frentes de los edificios; por la noche, las calles se iluminan como en una fiesta pública. La sociedad porteña asiste al Club Francés, donde se agasaja a los diplomáticos de las potencias vencedoras. El Plaza Hotel congrega a otros figurones entusiastas: "Una multitud —exageran las crónicas— colmó el hall y el jardín de invierno".
Hay manifestaciones menos mundanas: el Trust Joyero Relojero anuncia que, asociándose a los festejos, regala a cada comprador "una artística medalla cincelada, en alto relieve, del mariscal Foch o del Presidente Wilson". Más prácticos, los representantes de la firma inglesa Huntley and Palmers avisan en los diarios que, levantadas las restricciones impuestas por la guerra, sus galletitas ya están a disposición de los comerciantes.
En las esquinas de la ciudad de Santa Fe se reparten panfletos alegóricos; el más ingenioso —regocijándose con la derrota de Alemania, Austria y Turquía— remeda una formal nota fúnebre: "El duelo se despedirá a cañonazos —ironiza—. Favor de no enviar víveres florales hasta después
del entierro". 
Las exequias —nada metafóricas— del Vicepresidente de la Nación, Pelagio Luna, muerto dos días antes, no asoman siquiera en las primeras páginas de los diarios: todos los sucesos se arrodillan ante el tratado de paz. No faltan, sin embargo, las frivolidades, y muchos se sumergen en el teatro Buenos Aires, para ver La Pebeta del Bar Copetín, una obra con la Compañía Muiño-Alippi que hace furor, a dos pesos la platea.
Pocos sospechan que en Versalles no sólo se clausura la guerra: también se decide el futuro mapa europeo y la trama política del siguiente cuarto de siglo.

Entre vencedores y vencidos
Las hostilidades habían comenzado el 1º de agosto de 1914; cuatro años después, el 11 de noviembre de 1918, en un vagón de ferrocarril estacionado en el bosque de Compiègne, se refrenda el armisticio. La lucha, sin embargo, se mantiene en suspenso hasta junio del año siguiente.
El 7 de mayo de 1919, los aliados entregan las condiciones de paz a la delegación alemana. Aunque, de hecho, ya no se pelea desde hace seis meses, la prensa francesa exige la revancha; hace recordar, también, que ese día se cumple un nuevo aniversario del hundimiento del barco Lusitania, torpedeado por un submarino.
Georges Clemenceau, un fiscal implacable, aguarda en el Trianón, rodeado por los representantes de las 27 naciones que han vencido a los imperios centrales. El Primer Ministro francés —rostro cetrino, ojos orientales, bigote desmayado— está impávido. El funcionario del protocolo anuncia: "Messieurs, les delegues allemands". El conde Brockdorff-Rantzau, Ministro de Negocios Extranjeros, le proporciona uno de los instantes largamente esperados: aquel en que 'El Tigre' siente que ha puesto su pie en el cuello de Alemania. Y puede apretar hasta donde quiera.
"Ha llegado la hora de ajustar cuentas", dice sin rodeos; y la delectación de su discurso es tal que el representante alemán decide no leer el texto conciliatorio que había preparado sino uno más enérgico que lleva como opción: "Una paz que no puede ser defendida ante el mundo en nombre del Derecho —proclama— será siempre resistida". "Negamos —agrega— que Alemania sea la única culpable. En los últimos años, el imperialismo de todos los Estados europeos ha venido envenenando pertinazmente la atmósfera internacional."
No hay razones para reclamar justicia: Bismarck tampoco la ofreció medio siglo antes, cuando sometió a Francia a pesadas obligaciones de derrotado. Ahora ni Woodrow Wilson, Presidente de USA, ni David Lloyd George, Primer Ministro inglés, quienes deciden junto a Clemenceau la política a seguir —también participó Vittorio Orlando, delegado de Italia—, discutirán demasiado la violencia que se impone a los alemanes. "Mandaban los intereses erigidos en tiranos —dice Antonio Ramos-Oliveira en su Historia social y política de Alemania— y los hombres obedecían, unos con más entusiasmo que otros. Todos estaban a merced de las pasiones y del egoísmo."
Aunque tiene dos semanas para firmar, el conde Brockdorff estira el plazo hasta el mes siguiente. Sólo el 23 de junio, cuando faltan dos horas y media para que expire la última prórroga acordada y las tropas marchen sobre territorio germano, la Asamblea de Weimar, por 237 votos contra 137, acepta las condiciones de paz. Un par de días antes, el Primer Ministro Gustavo Bauer había proclamado la inutilidad de toda resistencia: "Se viola en cuerpo y alma a nuestra Nación vencida —lamentó—, causando horror al mundo. Debemos firmar, pero esperaremos hasta el último momento que este atentado contra nuestro honor recaiga sobre nuestros victimarios".
Alemania se sumerge en el caos: en Berlín, en Munich, los descontentos organizan manifestaciones callejeras; entonan cantos de guerra y loas a los generales del Imperio. Un grupo de oficiales telegrafía al Ministerio de Defensa: "¿Así que se va a efectuar la extradición del Kaiser (asilado en Holanda), después de todo? ¿Y estos bribones del Gobierno se someterán a tal cosa? ¿Está nuestra patria indefensa contra todo este insulto?"
Los aliados tienen motivos más concretos de furia que estas protestas pueriles: la flota alemana, internada en el puerto inglés de Scapa Flow, es hundida por sus propios marinos, violando el armisticio. Francia debe soportar una ofensa mayor: se anuncia en París que un grupo de soldados de la famosa Guardia Negra de caballería penetró en el arsenal de Berlín, se apoderó de las banderas francesas tomadas en 1870 y 1914 y las quemó en la Unter den Linden, frente al monumento de Federico el Grande.
La República de Weimar ya no tiene fuerzas para sostenerse: los oficiales amenazan renunciar y se teme una revolución espartaquista; una ola de suicidios se desencadena. Versalles es el único camino, y hacia allí van los representantes el 28 de junio.

En la Sala de los Espejos
Son las dos y veinte de la tarde. Los automóviles han viajado cuarenta kilómetros, desde París, y se detienen junto al portal del Palacio levantado por Luis XIV. La Guardia Republicana, con cascos plateados y penachos rojos, presenta armas. Es un honor vedado a los alemanes: una sanción protocolar los hace entrar por el patio, para eludir los saludos.
Los plenipotenciarios aliados llegan a la escalinata de mármol, atraviesan los cuartos de la Reina y asoman a la Sala de los Espejos; entran en grupos, y los anuncia William Martin, director del protocolo.
El amor de los franceses por el dorado se desparrama también en los ornamentos; los techos ilustran las victorias de Luis XIV: uno de sus orgullos, la gran alfombra, valuada, ahora, en cien mil dólares, tapiza el suelo de la galería. Nadie, sin embargo, se ocupa de las magnificencias: todos se apresuran a ubicarse en las 72 sillas que se alinean junto a una mesa en forma de herradura; uno de sus extremos apunta a la sala de la guerra, el otro a la de la paz. Hay cerca de un millar de invitados. Trescientos son periodistas y corresponsales extranjeros; la única música partirá de las compañías de cornetas y tambores ubicadas en la corte de mármol.
Estados Unidos, Inglaterra y Francia disfrutan de una prerrogativa: pueden colocar a quince de sus mejores soldados en la sala principal. Al entrar, Clemenceau se aproxima a sus compatriotas —todos han sido heridos en combate y condecorados por su heroísmo—, les estrecha la mano y conversa con alguno. Parece no tener prisa, está rebosante: "Este es el momento que he estado aguardando desde hace 45 años —dice—: el momento más notable de mi vida".
Se instala en el lugar de honor; a su derecha, lo imitan Wilson y los delegados italianos, belgas, griegos, polacos, portugueses, rumanos, checoslovacos, siameses, árabes y cubanos. A su izquierda, Lloyd George, los enviados británicos, japoneses, brasileños, bolivianos, uruguayos, peruanos, panameños, hondureños, haitianos, guatemaltecos y ecuatorianos.
Ya se han acomodado cuando aparece Martin precediendo a los alemanes. Pálidos, inclinan ligeramente la cabeza; cuando les señalan los asientos, hasta parecen tímidos.
"Queda abierta la sesión —dice Clemenceau—: los Gobiernos aliados por una parte, y la delegación alemana por otra, han llegado a un acuerdo sobre las condiciones de paz." No puede ser más protocolar: los derrotados no han podido, siquiera, discutir verbalmente las cláusulas. Cuando el discurso habla de "República Alemana", se eleva un alarido de protesta: "Del Reich, del Reich!", sostienen. Clemenceau se corrige: "Del Reich alemán", y el traductor, Monteaux, tranquiliza a los germanos.
Claro que no pueden sino levantarse cuando se les indica, y firmar el Tratado: un enorme pergamino de Japón. En realidad, hay tres documentos más: un protocolo anexo, el acuerdo de ocupación de la orilla izquierda del Rin por Francia y el acta que reconoce al nuevo Estado polaco. Después, procurando no perder la altivez, la pequeña comitiva marcha detrás de los delegados, hacia sus lugares, entre japoneses y brasileños. No hay ya incidentes, excepto la negativa de los chinos —únicos que no firman—, descontentos por el traspaso de la zona de Shantung al Japón.
Lloyd George desprecia la pluma de ganso —que un experto, empleado del Ministerio de Relaciones Exteriores, afiló con esmero—, el tintero de bronce y los demás artefactos y usa una "moderna pluma estilográfica de oro macizo, con depósito de tinta". Es la primera vez que alguien se atreve a violar así la tradición.
A las cuatro menos diez, 32 naciones han trazado 76 firmas en el Pacto de Paz; el resto de los documentos sólo es rubricado por las potencias y por algunas de las naciones directamente afectadas.
Los invitados, desde los extremos de la sala, comienzan a retirarse. Han tenido que cumplir un largo ceremonial —certificar sus tarjetas de admisión, presentar sus documentos de identidad "con los correspondientes retratos", llegar una hora antes— y parecen esperar algo más Clemenceau, Lloyd George y Wilson tienen que soportar el asedio de los que claman autógrafos; cuando se desprenden del reclamo, llegan hasta el jardín, donde las fuentes estallan en arcos de agua. Los cañones disparan salvas y algunos aeroplanos zumban en el cielo que se ilumina, a ratos, mientras el sol vence a las nubes oscuras. Después, dejan el palacio y van al salón del antiguo Senado, donde el Gobierno francés ofrece un té a los líderes; a las seis regresarán a París. Los delegados alemanes, sin mucho que festejar, se instalan cabizbajos, en su hotel, Des Reservoirs. Hay, a pesar de todo, un compatriota que, secretamente, festeja el fin de la guerra: es el guardián de la Embajada en París, quien, después de cinco años de encierro, pudo salir a estirar las piernas por las avenidas.

Europa es un botín
"El acuerdo de Versalles tuvo una enorme importancia política y jurídica: constituye el tercer tratado de repartición del mundo y de Europa realizado hasta ese momento; los dos anteriores: el de Westfalia, en 1648, y los de Viena, en 1814 y 1815", opina Silvio Frondizi, especialista en Derecho Político. "Tiene —agrega—, como los anteriores, la característica, de no contemplar los derechos de las pequeñas naciones, puesto que fue realizado por las potencias sin consultar a los otros interesados."
La idea, además, fue la de minar para siempre el poderío alemán, restándole territorio: Bélgica anexó los distritos fronterizos de Eupen y Malmedy; las minas del Sarre pasaron a poder de Francia, que recuperó Alsacia y Lorena. Una parte de Silesia fue cedida a Polonia, que ganó un corredor al mar. En total, Alemania perdió 6 millones de habitantes y buena parte de las zonas más ricas en materias primas, sus colonias en África y, durante quince años, la orilla izquierda del Rin. En mayo de 1921 los aliados presentan la factura definitiva por indemnizaciones de guerra: 132 millones de marcos oro, cerca de 6 millones de libras esterlinas.
Entre 1919 y 1923, Alemania trastabilló en todos los niveles: la inflación alcanzó dimensiones nunca vistas. "El pueblo alemán pasa hambre —describe Ramos-Oliveira—, no sólo porque las potencias victoriosas han prolongado el bloqueo después del armisticio, sino porque, además, se han llevado el ganado y los medios de transporte. Los capitalistas alemanes menos escrupulosos especulan con el hambre de las masas."
Después se aplica el Plan Dawes, que modifica el sistema de reparaciones. En 1929, Alemania lleva pagados 8 mil millones de marcos nuevos pero recibe, hasta entonces, 14 mil. El capital aliado ya está pagando las reparaciones con su propio dinero. La "cuestión alemana" vuelve a sobresaltar a Europa: en definitiva, el país reconstruye sus fuentes de producción y monta un aparato industrial superior al de 1914.
El Pacto de Versalles, firmado al cumplirse cinco años exactos del asesinato del Archiduque Francisco Ferrando, en Sarajevo, no merecía tanto jolgorio. Mucho menos si se tiene en cuenta que fue uno de los pilares que explotó Hitler para arrastrar a Europa y al pueblo alemán hacia el desastre total.
PRIMERA PLANA
24 de junio de 1969