Revista Gente y la Actualidad
10.09.1970 |
Tal vez usted los vio. O pasaron inadvertidamente junto a su padre o
su abuelo. Pero entonces no ocupaban la primera plana de diarios y
revistas. Cuando llegaron a Buenos Aires en 1910, en 1923, en 1939 o
en 1947, aún eran proyectos de sí mismos. La ciudad no pudo
revelarlos ni descubrirlos, porque probablemente ellos tampoco se
habían descubierto. Tan sólo eran una voluntad, dirigida hacia la
política, las finanzas, el arte o la literatura. Algunos tuvieron
que dormir en los bancos de Paseo Colón, otros fueron obligados a
quedarse por la guerra europea. Uno, que vivió miserablemente en la
Boca y Barracas, conserva un recuerdo entrañable de Buenos Aires.
Otro, que llegó a estas tierras como diplomático, se fue
aborreciendo a nuestro país. La suma de todas sus historias
constituye otro capítulo apasionante de la comedia humana, y además
de retratarlos a ellos en sus años de juventud y anonimato nos
revela también la historia de nuestro país y nuestra ciudad. Aunque
parezca increíble aquí vivieron, sufriendo, amando y odiando en
absoluto anonimato:
O'NEIILL - GOMBROWICZ - MARISCAL TITO - DURREL - ONASSIS - JACK
LONDON
Si uno pudiera precisar cuándo comienza la gestación de ciertos
impulsos diría que esta nota fue concebida hace catorce años, poco
más o menos. Su turbio linaje arranca de la contemplación con ojos
adolescentes de una "boite" que no estaba permitida para mis años.
Allá, en la madrugada destemplada sobre la avenida Córdoba, un
hombre de la noche, bajo, fornido, con un denso historial que
arrancaba de los inaccesibles paisajes de Europa Oriental,
condescendió a relatarme algunas historias. Me enteré así que el
mariscal Tito, cuando era solamente Josip Broz, y más que ese nombre
verdadero, un anónimo yugoslavo en fuga, había devorado las calles
porteñas con angustia. Que Frankie Laine, cuando no imaginaba que "Jalousy"
le daría dólares y fama, supo ser un yanqui más en busca del pan
cotidiano y de los whiskies cotidianos en los piringundines del
centro.
Aquella madrugada prohibida fue amorosamente depositada en una
carpeta del inconsciente. Pero la historia ("the story", como dicen
los periodistas de las películas) volvió a presentarse. A exigir
imperativa, pirandellianamente, un autor. Así, en 1964, en una
desastrosa agencia de producciones que tuvimos con Fito Salinas, se
volvió a poner en mi camino. Pedro Samson, una tarde de esas en que
esperábamos infructuosamente que alguien quisiera comprarnos una
idea, me habló de su sorprendente amistad con John Garfield. No
había sido bajo los reflectores de Hollywood, ni tampoco bajo esos
amargos reflectores del senador Mc Carthy, que cayeron con lujo de
sospechas sobre la testa del galán en sus últimos años. Se habían
conocido en la oscuridad. En las sombras de un asilo para huérfanos
judíos en Argentina. Y Garfield no se llamaba Garfield sino Juan
Garfinsky. Enteco, esmirriado, tenía ya —según Samson— la mueca
despreciativa, el ademán rebelde que capitalizaría el "star system"
de la Meca.
Durante estos últimos años, de manera menos efectista, la nota
siguió su lento laboreo hacia la luz. Trabajando sobre mis espacios
interiores. Alguna lectura, algún proyecto con amigos periodistas
volvieron a reflotar esa apetencia. Informes sobre el periplo de
Onassis en la Argentina, cuando era solamente un inmigrante griego
más, noticias fragmentarias sobre el deambular, entre torbellinos de
alcohol y frenesí de Eugenio O'Neill, siguieron alimentando el
ansia. El afán por rescatar de entre las sombras a esos hombres
célebres en el arte, en las finanzas o la política que amaron en
Buenos Aires, que padecieron el desarraigo o que se fortificaron en
esta ciudad que los miró sin presentirlos, sin revelarlos (tal vez
porque ellos mismos ignoraban si había algo que presentir o
revelar). Hasta hoy. En que el alumbramiento se produce y me deja
vacío de un proyecto. Enteramente volcado hacia estas letras y este
papel que los traicionan. Que sólo pueden revivir fragmentos
incompletos, jirones de una saga espantosa y triunfal que algún día
se escribirá completa.
Estos son los hombres... Esto lo que pudimos robar a sus años de
anonimato. Ojalá que te quede algo de la fuerza y el misterio de sus
existencias. Que ese algo te apasione o te entretenga, que te
conmueva o indigne y te revele un poco como sos vos misma,
Argentina, a través de esos ojos que te miraron con afán aventurero
o simplemente con miedo desde su soledad.
GOMBROWICZ: TURISTA POR 24 AVÍOS
La más patética, pero al mismo tiempo la más vital de las historias,
la más completa también, es la de Witold Gombrowicz. Paradoja
terrible, llena de culpas para nosotros, la parábola del genial
autor de "Ferdydurke", al mismo tiempo nos libera de ellas y nos
hace querer aún más entrañablemente a este curioso país donde nada
es demasiado grave, donde la indiferencia permite siempre empezar de
nuevo, o morir sin gloria, pero también sin pena, para resucitar
entre chistes y vivezas.
Faltaba una semana para que empezara la Segunda Guerra Mundial
cuando el vapor "Chobry" hundió sus anclas en ese Nirvana que es
nuestro Río (¿padre, madre?). Un polaco venía como turista. Y aunque
esa disposición fotográfica del espíritu no conviene para nada ni a
su vida ni a su obra, en ese momento pasaba por una nebulosa, por
una suerte de ingravidez apta para abrir nuevas perspectivas.
Después de un moderado éxito intelectual en su país "se le importaba
un bledo de la literatura". A los treinta y cuatro años avizoraba la
madurez, sin querer desprenderse de la juventud. La Argentina era
para él simplemente una escala. La escala duró veinticuatro años.
Al estallar la guerra tuvo que quedarse. Sin un centavo,
absolutamente solo, perdido y anónimo. Como él mismo lo confiesa en
las páginas vibrantes de su "Diario Argentino", ese golpe del
destino que lo aniquilaba y lo arrancaba de cuajo de su orden
establecido, privándolo de patria, familia y amigos, terminó por
fortalecerlo. Desde muchos años atrás, Gombrowicz convivía con el
presentimiento de la tragedia. Por eso, cuando aislado hasta por el
idioma ("sólo podía comunicarse en un francés cojo") la tragedia se
hizo presente, sólo logró hacerle exclamar: "Ah, así que al fin..."
Y se engolfó en su magnifica soledad.
Hubo fisuras, claro. La protección de Manuel Gálvez, primero, o de
Arturo Capdevila, en cuya casa ofició de "polaco encantador", para
señoritas que querían oír hablar del amor europeo, signaron sus
primeros pasos en esta tierra exótica. Después Roger Pía le
presentaría al pintor Antonio Berni y en casa de él conocería a su
gran protectora, Cecilia Benedit Debenedetti. "Una mujer —al decir
de Gombrowicz— que era incapaz de soportar el mero hecho de
existir". En su casa de la avenida Al vea r el escritor polaco
conoció ciertas formas de bohemia. "Joaquín Pérez Fernández
bailando, Octavio Rivas Rooney empinando el codo (pobre Octavio que
ya se fue) y una jovencita muy bella que se divertía a más no
poder".
Pero la primera amistad intelectual recién la conquista en 1942 y
frente a otro solitario (a otro argentino que no conocemos,
extranjero que se nos viene desde el interior), el poeta Carlos
Mastronardi.
El gran escritor entrerriano ("sutil, con lentes, irónico,
sarcástico, hermético, con una bondad angelical oculta tras la
coraza de lo cáustico") lo inició en el conocimiento de la
Argentina. Y lo introdujo a los grandes mandarines de la cultura
nacional: el grupo "Sur" capitaneado por Victoria Ocampo. Pero la
relación no cuajó. Individualista, solitario hasta la muerte,
Gombrowicz no podía integrarse en ningún cenáculo, ni siquiera en un
cenáculo de individualistas. Además lo impedía un problema
direccional: ellos miraban perpetuamente hacia Europa y Gombrowicz,
de espaldas al mar, estaba apasionado por la inmadurez argentina,
por la frescura, por todo cuanto él llamaba "inferior" o "menor",
frente a lo "superior" o "adulto". Como saldo de esos contactos
iniciales con los popes de la cultura nacional, anota con ironía en
su diario, a propósito de Victoria Ocampo: "Se contaba que un
escritor francés de renombre había caído de rodillas ante ella,
proclamando que no se levantaría hasta obtener el dinero necesario
para fundar una "revue" literaria. El dinero le fue concedido,
"porque —dijo la Ocampo—, ¿qué se puede hacer con una persona
arrodillada que insiste en no levantarse? Tenía que darle el
dinero". En mi opinión la actitud del escritor francés ante la
señora Ocampo me parecía, después de todo, la más sana y sincera,
pero estaba persuadido de antemano de que, por no ser conocido en
París, yo nada hubiera obtenido aunque me arrodillase durante meses
enteros".
No se arrodilló anta Borges, pero tampoco pudieron entenderse. Y
otro tanto le ocurrió con los demás porque: "A mí lo que me
fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba
la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París".
Para la "élite" intelectual porteña —con .pocas excepciones— Witold
Gombrowicz no pasaba de ser "un anarquista bastante turbio, de
segunda mano". Y entonces, acorralado por una miseria dickensiana,
solitario, entró a trabajar en el Banco Polaco. Esta inverosímil
ocupación le permitió sustentarse —a nivel de un solo traje, como
diría algún sociólogo— durante una década. ¡Gombrowicz en un Banco!
El que no entendía ese fenómeno abstracto por medio del cual un
señor presenta un papelito en una ventanilla y tras varias vueltas
del susodicho papelito por diversos escritorios, culmina su viaje
circular ante la misma ventanilla convertido ahora en muchos
papelitos.
Su vida deambula entonces entre la somnolencia burocrática que llama
"burolencia", en ese Banco en el que comienza a perfilarse su novela
"Trasatlántico" y las noches en el café Rex, donde juega al ajedrez
y trata de traducir "Ferdydurke" al castellano con la colaboración
de sus amigos argentinos como Humberto Rodríguez Tomeu o el cubano
Virgilio Piñera. La financiación de la edición correría a cargo de
Cecilia Debenedetti. El propósito se logró, pero "Ferdydurke", muy
polaca, por no tener el aval de París no conquistó a Buenos Aires.
En realidad, tanto Gombrowicz, como sus colaboradores luchaban con
el "anti-escándalo", sabían de antemano que no iba a pasar nada.
Fuera del "Rex", de sus periplos por pensiones como la de Venezuela
al 600, o la de Boyacá, que ascendió a calle internacional como
título de un libro de cuentos, Gombrowicz gustaba de hundirse en esa
hondanada de Plaza Retiro que Borges compara con la muerte y el
sueño. A esa Plaza, colmada de marineros y soldados, dedica algunas
de las páginas más intensas de "Trasatlántico" y de su "Diario". "En
una noche argentina, inmóvil, azul-negra, me dirigí a Retiro. Allí
es donde la barranca se despeña en el rio y la ciudad al puerto
baja. . . Abundan allí los marineros jóvenes. (A quienes se
interesen en el punto debo aclararles que jamás, aparte de ciertas
experiencias esporádicas en mi temprana juventud, he sido
homosexual.) Así que no eran aventuras eróticas lo que iba a buscar
en Retiro. ¿Qué buscaba?
La juventud. La juventud propia y ajena. Ajena, pues aquella
juventud en uniforme de marinero o soldado, la juventud de aquellos
ultrasencillos muchachos de Retiro, me era inaccesible..."
En el terreno de la crítica, nadie, salvo Emilio Soto, había intuido
la importancia de Gombrowicz. Pero, como una suerte de reparación
tardía, el gran director argentino Jorge Lavelli puso en París,
cuando Witold ya era célebre, su obra "El casamiento".
Socialmente gozaban de su humor agudo, de su soberbia insolencia, de
su poder para ocultar la pobreza, un reducido núcleo de amigos.
Gente joven como el equipo de "los mufados" que dirigía Miguel
Grinberg, la gente de "Eco Contemporáneo", la muchachada insolente
de Tandil como "Guille", también rebautizado como "Flor de Q...",
Juan Carlos Gómez, "Goma" para "Gombro", entre los que se sentía
como Wilde cuando se proclamó "El Rey de la Vida". Muchachos que se
criaron en su impertinencia, que emplearon "al Viejo" como un
fortísimo ariete contra las fortalezas de la literatura argentina
profesional y así lo dieron a conocer. También estaban Berni y los
esposos Yadwiga Alicia Giangrande y Silvio "Ció" Giangrande. Pintora
ella y escultor él, en cuya magnífica quinta de Hurlingham vivió,
exageró sus fobias y huyó en circunstancias que merecen relatarse.
Allí, en el portón de "Piedra amorosa", nos recibieron.
Íbamos con
Pelliceri en busca de las huellas de "Gombro". Y encontramos mucho
más de lo que podíamos suponer.
De enorme dulzura personal, los Giangrande abren los inmensos
espacios verdes de su quinta a todas las apetencias de la
sensibilidad. Entre esos ciruelos en flor, entre la estatuaria
dolorosamente contemporánea de "Ció" y las abstracciones de Alicia,
se abolieron mis vivencias. Cada paso que dábamos en ese atardecer
del fin del invierno parecía la vuelta de otra hoja en la novela
biográfica de Gombrowicz. Vi con sus ojos, al caer la noche, el
turbio resplandor de Buenos Aires en la lejanía ("el monstruo, del
que ustedes creen que pueden escaparse en este oasis"). Oí a
Beethoven que él revalorizaba contra la moda-Bach. Vi los gestos de
esa sirvienta Elena ("la loca me desorientaba, cuando iba a servir
la sopa uno pensaba que en cualquier momento se iba a poner a
cantar"), las inexplicables risitas en la cocina que le dictaba su
paranoia y que finalmente hicieron que una noche, en que Alicia y
Cío, lo habían dejado a solas con ella, Witold se escapará rumbo "al
monstruo". Espié sus cartas, atadas con devoción por los dos
artistas que lo habían amado con un fervor anacrónico, polaco,
conmovedor. Que no lo recordaban con duelo, sino entre risas, como a
él le hubiera gustado. Que no tenían fotos suyas porque les hubiera
parecido una herejía sacarle una foto. ¡Tan luego a Gombrowicz!
La primera carta que Alicia me mostró revelaba en dos párrafos todo
el absurdo de la existencia. "Gombro" ya célebre, ya acosado por los
sones de la muerte confiesa: "tengo excelentes criticas, una hermosa
casa en Vence, un cochecito muy mono, una mujer joven y hermosa, una
renta de más de 1.000 dólares mensuales. Pero todo esto ha llegado ¡helás!
demasiado tarde. Y sin embargo ¿qué pasaría si la seriedad con que
me toman los europeos ahora me hubiera sido manifestada en los años
de la Argentina? Creo que hubiera sido nocivo, porque mi literatura
tenía que formarse en la soledad".
Durante dos largas, deliciosas e irreproducibles horas, los
Giangrande me hablan con devoción y generosidad del gran amigo. Me
entero así de que la amistad con Ernesto Sábato se da tarde, cuando
ya Gombrowicz está en Berlín con la beca de la Fundación Ford y una
noche de hastío y nostalgia, para aprehender a la Argentina (la
patria, dice en una de sus cartas) devora "Sobre Héroes y tumbas" y
se hacen amigos por correspondencia, hasta que Ernesto lo va a ver a
su retiro francés de Vence y hablan mucho de la Argentina, se
prologan mutuamente los libros y se reconocen como dos
individualidades, como dos dinosaurios melancólicos que escapan a
logias y etiquetas.
Alicia inagotablemente lee fragmentos del "Diario", de ese diario
que le rebotaron en todas las editoriales ("¿A quién le interesan
las confesiones de un escritor polaco desconocido?" Y yo me pregunto
¿qué fama tenía Amíel cuando escribió el suyo?), fragmentos que
hablan de la fámula loca, de esa quinta en la que estamos, de esta
Argentina y este Buenos Aires que para mí están ya terriblemente
contagiados, impregnados de Gombrowicz. Nos vamos. .. Ya sé que ha
quedado mucho en el tintero.
Al volver, tomo el diario, uno mentalmente los dos puntos de la
parábola gombrowiana en mí país, el primero y el último. El último
los resume. Sigo sus pasos por los aturdidos momentos de su viaje
hacía la fama... y la muerte. Voy con él a Corrientes 1528 ("el
Palomar" donde se cobija la más diversa pobretería, donde sobreviví
quizás al periodo más difícil, aquél de fines de 1940, enfermo, sin
un centavo"). Subo con él al cuarto piso, veo la puerta de su
cuartito, toco el picaporte, viene el portero, no nos reconoce, nos
echa. Huimos.
Y por fin estamos en el barco. El muelle se aleja y la ciudad se
presenta a cerrar el libro. Se ve la Torre de los Ingleses y se ve
el sol sobre los muelles del 39 que Gombrowicz pisó como turista,
sin saber que le harían un chiste agridulce, chaplinesco, esos
europeos que dejaba atrás para que le invadieran Polonia.
Atención, ya llegamos, falta poco, SU ULTIMA IMAGEN: "y de todo
aquello la única cosa que no murió fue una mirada mía, que por
motivos desconocidos me restará para siempre; miré casualmente al
agua del puerto, por un segundo percibí un muro de piedra, un farol
en la acera, al lado un poste con una placa, un poco más allá las
barquitas y las lanchas balanceándose, el césped verde de la
orilla... He aquí cuál fue para mí el final de la Argentina: una
mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual, el farol,
la placa, el agua, todo ello me penetró para siempre".
ONASSIS: ALGO MAS QUE HACER LA AMERICA
El muchacho bajó la planchada. Moreno, cetrino, de mirada rápida y
avispada, recorrió circularmente el puerto que lo recibía. Su
pasaporte indicaba que había nacido el 21 de setiembre de 1900, pero
tenía unos cuantos años menos. Los suficientes como para que no le
hubieran permitido viajar solo.
Detrás del mar quedaba el terror. Esmirna y las tropas turcas
verdugueando a los griegos. Detrás los cadáveres de sus tíos y de su
primo hermano ahorcados por los sicarios de Kemal Attaturk. Detrás
del mar. ¡El mar! Esa obsesión que habría de ser su fortuna ("nunca
fui un hombre inclinado al juego. Amo sí ese gigantesco tapete verde
que es si mar. Sobre él hice mi apuesta y gané").
Sin un centavo, sin familia y sin hablar el idioma, este anónimo
inmigrante se pierde con otros cientos iguales a él, pero de fortuna
desigual, en esa Buenos Aires de los años locos que empezaba a ser
un gigante.
Su primer domicilio fue una pensión de Núñez, donde una familia
griega le alquilaba una pieza. Su primer trabajo, de lavacopas.
Pero, listo, despierto, no tarda en aprender el idioma e ingresa a
trabajar en la Compañía de Teléfonos, donde llegó incluso a
desempeñarse en los conmutadores y hacer más de una broma a
ocasionales interlocutoras. Apasionado por la música, en ese corto
tiempo de pobreza (en realidad provenía de una familia de
comerciantes, venidos a menos por la guerra) fue inveterado
concurrente al "paraíso" del Colón.
Pero no sólo de música vive el hombre y este temperamento inquieto
se da a forjar en esta Santa María de los Buenos Aires, los
cimientos de su portentosa fortuna.
Su escalón inicial es el humo. Primero como corredor de una fábrica
que luego lo tendría como principal accionista, después importando
pequeños lotes de tabaco que comienza a enviarle su padre ya
liberado y nuevamente activo comerciante.
Hacia el 25, Aristóteles Onassis logra la ciudadanía argentina,
conservando la griega (ya que esta sólo se pierde —según nos explicó
un prominente miembro de la colectividad— por decreto real). Y esta
suceso marca un hito auspicioso. A partir de ese momento su estrella
no habría de apagarse. Los negocios comienzan a marchar, deja el
puesto en la Telefónica, agrega otros rubros a sus importaciones.
Comienza también a desempeñarse como exportador de quebracho, cueros
y lanas y logra amasar una pequeña fortuna. Tiene una fábrica en
Ayacucho al 800, oficinas en Viamonte 332, de las que se mudará en
los últimos años a las de Reconquista 336, en cuyo piso doce tuvo
vivienda y oficinas. Edificio en el que actualmente operan las
compañías "Arisona", que vigila sus intereses en el país y que
comanda su primo hermano Aris Onassis, y "Olympic Airways", su
célebre empresa aérea.
En el año 29, ya muy bien conectado con la colectividad griega y el
mundo de los negocios, Aristóteles recibe a su padre, Sócrates, en
Buenos Aires.
Por aquel entonces traba amistad con Nicolás Konialidis, que
llegaría a ser su cuñado al casarse con Meropi, hermana menor de
Aristóteles, actualmente residente en nuestro país.
Hacia 1931 Aristóteles Onassis tiene ya un capital importante, pero
proyectos aún más ambiciosos. Ellos lo impulsan a dirigirse a
Canadá, donde logra comprar seis barcos a muy poco precio, con lo
que sí da el primer gran paso hacia la mitológica fortuna actual.
Entonces ya comía en el London Grill y "Banny", se había comprado un
gigantesco piano de cola marca "Leipzig", hacía una vida social muy
intensa dentro de la colectividad griega y empezaba a intuir que el
gigantismo era —a veces— productivo. De eso tuvo la certeza al hacer
construir en Grecia su primer super-tanque petrolero, el "Aristón"
(que en griego quiere decir "Perfecto") al que engalana curiosamente
como un yate, reservando un lujoso departamento para el armador, que
utilizó en numerosos viajes. El "Aristón" es, además, el único barco
del que jamás quiso desprenderse, como una cábala.
Unos anos antes de la construcción del "Aristón", Onassis ya
paladeaba el prestigio además de la riqueza: lo habían hecho Cónsul
General de la Embajada de Grecia en nuestro país. Y afianza fas
buenas relaciones, las vinculaciones decisivas, casi siempre —es su
costumbre— con hombres mayores que él, como el padre de Juan Martín
Oneto Gaona (actual presidente de la AFA) o Alberto Dodero.
El resto de su vertiginosa carrera en el mundo de los negocios es
sobradamente conocido. Pero quizás no lo sea tanto su permanente
vinculación con la Argentina. A nuestro país, que deja en el 38,
regresa en 1940, 1942, en enero de 1947 (para pasar parte de su luna
de miel con Tina Livanos) e incluso en el cercano 1960. En esta
última oportunidad vino de Montevideo, vía Colonia, sin que nadie se
enterase.
No lo advirtieron, en los astilleros del Tigre, aquellos con los
cuales trató la compra de un yate que quería llevar a Punta del
Este, módica operación (para Onassis) que no llegó a concretarse.
Menos aún, los ocasionales viandantes que pudieron haberlo visto
recorrer las calles de la Costanera en busca de un teatro griego que
había desaparecido muchos años atrás.
Hace pocos meses trató de concertar una gran operación industrial y
comercial en nuestro país, pero no se llegó a ningún resultado.
Sus más Íntimos allegados proclaman que de sus quince años de
Argentina, Onassis guarda cicatrices sentimentales. Que en uno de
sus viajes se llevó una gigantesca vista aérea de Buenos Aires. Que
habla perfectamente el castellano y le incorpora a los diálogos en
nuestro idioma el característico "che". Que le encanta el asado
criollo y que, en su isla de Skorpios, excelentes parrilleros suelen
recordárselo. Las mismas fuentes aseguran que allí cabalgan varios
"petisos" criollos y que algunos paseos de la isla ostentan como
pavimento adoquines de la calle Corrientes...
También se ha preocupado por reiterar —a raíz de la famosa denuncia
de un fiscal sobre el problema de su ciudadanía— la procedencia
argentina de su pasaporte, haciéndolo visar 53 veces en Grecia.
Sea como sea, lo cierto es que sus tres lustros en la Argentina
significaron el paso del terror a la riqueza.
Como muchos otros inmigrantes supo "hacer la América", pero a
diferencia de ellos, no se conformó hasta que también logró "hacer
la Europa".
DURRELL: BUENOS AIRES ES UN INFIERNO
En realidad no tenía nada de extraño que viniera a recalar por estos
lares...
Su madre era irlandesa, su padre inglés, y él había nacido en la
India. Además se ganaba la vida como diplomático. Y digo que se
ganaba la vida, porque no se puede decir que haya sido muy
diplomático en el sentido convencional de la palabra. Al menos no
con nosotros los argentinos.
Tal vez se hizo diplomático para poder así recorrer el mundo. Una
vieja predilección de los de su raza. Aunque, a diferencia de ellos,
Lawrence Durrell tenía auténtico sentido de aventura. En cambio sus
connacionales y conraciales —según su admirado Henry Miller— han
recorrido todos los mares sin que se alteraran sus costumbres. Han
tomado el té a las cinco en punto de la tarde en Singapur y en la
Patagonia, guerreando contra Napoleón o contra Rommel en las arenas
del Sahara.
Por ellas había pasado subyugado Lawrence antes de aterrizar en
Buenos Aires y también por Atenas, Belgrado, El Cairo, Corfú y otros
nombres tan sonoros y atractivos como Alejandría, a la que dedicó su
celebérrimo "Cuarteto".
Así llegó a Baires un buen día de noviembre de 1947. (Gobernaba Juan
D. Perón, Di Stéfano era el goleador del año y River el campeón, en
la música popular triunfaban Antonio Tormo, Gregorio Barrios, la
radio ofrecía la Cabalgata del Buen Humor, las aventuras de Peter
Fox, los "Pérez García" —prehistoria de los Campanelli—, y los
noticiosos comenzaban a inquietar con la guerra fría).
Los pasos de su llegada y la escalada hacia el aborrecimiento que
llegó a sentir por nuestro país y sus habitantes, se aprecian
claramente en su correspondencia con Henry Miller.
La primera carta en que hace referencia a nosotros es intrigada y
amable: "Parece que saldré rumbo a Buenos Aires en agosto; me atrae
bastante".
La segunda (fechada en noviembre de 1947) lleva ya el membrete del
British Council, en cuyas oficinas de Lavalle 190 hubo de trabajar
durante algunos meses, antes de instalarse en la ciudad de Córdoba
como director de la filial provinciana de la Asociación Argentina de
Cultura Inglesa.
En ésta ya arriesga opiniones: "Querido Henry: Sólo para decirte que
hemos llegado y que la dirección es correcta. Este es un país
perfectamente fantástico, pero lo mismo ocurre con todo el
continente. Lo interesante es la curiosa liviandad de la atmósfera
espiritual: uno se siente animado, irresponsable, como un balón de
hidrógeno. Y además se percata de que el tipo personal de hombre
europeo está aquí fuera de lugar: aquí uno no puede sufrir de angst,
apenas de cafard." Y más adelante: "este es un continente comunal;
el alma individual no tiene dimensiones. En arquitectura, en arte,
en religión, todo es comunidad. Los inmensos rascacielos de Río,
cuando la jungla se los trague, no serán distintos de las
fantásticas ruinas incas, los templos y altares que siguen
descubriendo el alma europea se aterroriza de que nada, nada tenga
aquí ningún valor".
La carta se cierra con el anuncio de que los Durrell (su esposa de
turno era por aquel entonces una turca) se aprestaban a pasar una
temporada en las Sierras de Córdoba. Miller la contestó alborozado
—por el nombre claro— "Suena bien eso de las sierras de Córdoba.
¡Qué viajero eres!" Vaya uno a saber cómo se imaginaría a esas
serranías el autor de los Trópicos.
La tercera, que data de marzo de 1948, informa: "Nos hemos instalado
en un departamento en Córdoba, una ciudad muy opaca". Pero no
obstante el juicio aún no afecta a todo el país ya que propone:
"¿Consentirías en visitar la Argentina como conferencista viajero si
yo consiguiera que te invitasen?" Pero, curiosamente, en ese mismo
mes de marzo envía una nueva misiva a Big Sur, respondiendo a una
inquietud de Miller en torno a un amigo común, Moricand, que parecía
inclinado a largarse hacia nuestras tierras. Y entonces es
categórico: "¿La Argentina para Moricand? Pienso que sería un
desastre. La Argentina es exactamente como los Estados Unidos en
1890, llena de caciques ambiciosos que se disputan las riquezas no
explotadas. Los débiles son arrastrados contra el muro. El único
empleo servil sería un puesto en una estancia, pero se necesita
físico y energía, y si Moricand no habla inglés será una gran
desventaja. Los argentinos sólo saben español e inglés..." Y remata:
"Temo que encontraría a Buenos Aires aún peor. Climáticamente un
infierno y moralmente el último círculo del infierno. Todo el que
tiene alguna sensibilidad está tratando de salir de aquí, incluso
yo. Creo que preferiría arriesgarme a la bomba atómica antes que
permanecer aquí. Es tan muerto.. ." No cuesta mucho comprender
después de estas afirmaciones que Durrell presentaría su renuncia al
cargo en la Argentina, como se lo anuncia a Miller en la última
epístola enviada desde nuestro país. Vuelve en ella a insistir con
el clima horrible y revela que piensa hacer un intento para que lo
envíen a Grecia ("prefiero morirme de hambre en Atenas").
Ya desde el barco, frente a Santos, vuelve a lapidarnos mientras
elogia el trópico brasileño y good bye. ..
.. .Y sin embargo volvió.
Así lo aseguró a un cronista de "GENTE" el Señor Charles Yates (64
años) que desde hace dos décadas viene dirigiendo la Asociación
Argentina de Cultura Inglesa y trató frecuentemente a Durrell
durante su año de martirologio en las pampas.
El Sr. Yates no cree —pese a las cartas— que Durrell estuviera tan
fastidiado con la Argentina. Piensa, en cambio, que sus tareas
burocráticas, que le quitaban tiempo para dedicarse a la literatura,
opacaban su visión de la realidad circundante.
Yates recuerda que Durrell pronunció varias conferencias auspiciadas
por Amigos del Libro en Buenos Aires y La Plata. "Y que el Herald
les dio gran difusión". El Herald sí, pero para la gran mayoría de
los medios (incluso para "La Prensa" que publicó dos modestas
gacetillas) Durrell, que aún no había empezado siquiera escribir
"El cuarteto de Alejandría", era un ilustre desconocido.
Yates recordó que Durrell decía siempre estar muy nervioso antes de
fas conferencias, "aunque no lo parecía" y que el epílogo
característico eran amables cenas en "Napoli" (a la vuelta del
British Council"), en "La Cabaña", o en la Boca.
En general prefería los boliches y la informalidad. Era buen
consumidor del histórico bife nacional y según Yates gustaba del
vino argentino, la ciudad y sus gentes. Del vino es probable...
En esos ágapes a veces lo acompañaban el poeta Revol, un tal
Clifford (por entonces profesor de idiomas en la Universidad de
Córdoba) y el escritor argentino Eduardo Mallea.
En el 50 volvió al país a dar un curso de lectura auspiciado por el
Consejo Británico para un grupo de profesores de inglés.
Y el resto es silencio. Silencio en su obra y en su correspondencia.
Lo que no ha ocurrido con su hermano, Gerald Durrell (zoólogo y
botánico de nota) que al menos ha sido seducido por nuestra fauna,
sobre la que ha escrito reiteradas veces.
Cuando me metí en su correspondencia confieso que me indignó su
actitud despectiva hacia el país, y es probable que arda algún
rescoldo en las entrelineas de esta nota. Pero ahora, cuando repaso
lo ya escrito, entiendo: Durrell es literario, ama los minaretes,
los beduinos, las aventuras amorosas en las playas de islas
desiertas y Buenos Aires no es "novelesco", en apariencia. Porque
cuando se ha entrado en sus paraísos y sus infiernos —como
Gombrowicz— puede ser tan apasionante como la Alejandría intrigante
de la Segunda Guerra.
Y hasta menos artificial se me ocurre. ..
O'NEILL TODO, MENOS CAÑA
A los veintidós años todo es posible.
El hombre se siente inmortal. Y sobre todo impera el frenesí.
Ese frenesí que siente de un modo especial el hombre americano, que
tan bien fue descripto por Thomas Wolfe.
Es posible sufrir las pestilencias de la selva en Honduras. Las
fiebres tropicales que hacen ver pájaros extraños y hojas hinchadas
y enfermas. Es posible, aunque uno haya nacido en Nueva York, que se
pase sesenta y cinco días en alta mar como fogonero, a las órdenes
de un capitán más despótico que Achab y menos idealista.
Y es posible que uno vea la luna cabrilleando sobre ese río tan
inmenso. Ese río sucio y absurdo con vocación de mar.
Y si uno además se llama Eugene O'Neill y es hijo del viejo James
O'Neill que se ha pasado veinte cochinos años haciendo siempre el
papel de Montecristo, si uno es "Gené" O'Neill y viene huyendo de la
manigua, de un casamiento prematuro y desastroso, con algún libro de
poemas en la cabeza, muchas ganas da aventuras y una terrible
indefinición, una nebulosa sobre lo que uno va a ser en este extraño
mundo, la cosa aún se facilita más. Sólo hay que dejarse llevar, las
olas y el alcohol harán el resto...
Su llegada fue en el año del Centenario (. . .sí, ya se sabe, la
Infanta Isabel, la carroza, los señores con galera, bigotes y barba
blanca), en realidad, en un cierto sentido aún no había empezado el
siglo veinte. Faltaban cuatro años para la guerra y la "belle epoque"
aún no había disuelto sus pompas.
Buenos Aires era un poco la capital austral de los marineros.
Emporio de placeres alquilados, reino del alcohol. El malevaje
borgiano aún reinaba "en los polvorientos callejones".
El joven, bebedor y pendenciero, no revelaba, a quienes lo
conocieron por entonces, el futuro dramaturgo de "Anna Christie" o
"El Gran Dios Brown". Tenía unos dólares en el bolsillo y no vaciló
en gastárselos viviendo en el cómodo Hotel Continental, ya
desaparecido. Allí trabó amistad con Federico Hettman (después
próspero ingeniero y comerciante norteamericano) y juntos salieron
de correrías por la ciudad. "Gene" no se ocupaba mucho por conseguir
trabajo y pronto no tuvo los cuatro pesos diarios que exigía el
Continental y tuvo que mudarse a una pensión de baja categoría en la
calle México. En la calle México al 600 (¿no habrá sido la misma que
hospedó a Gombrowicz?).
Al fin parece que consiguió trabajo en Singer. Eduardo Cetrángolo
(63), que trabajó 45 años en esa compañía, sabe por referencias que
el dramaturgo se desempeñó como peón changador en el depósito de
Guaminí 406, transportando las máquinas de coser que, por aquel
entonces, se importaban de Inglaterra. Muchos años después de su
estada en la Argentina el propio O'Neill aseguró que también había
trabajado en la sección dibujantes de Westinghouse, pero esa
compañía lo desmiente, ya que para 1910, aún no se había instalado
en la Argentina.
También se habló algo de un trabajo en un frigorífico de La Plata
que pudo pertenecer a Swift, pero tampoco pudo averiguarse algo
cierto al respecto. Así, queda como más firme su desempeño en
Singer, que corroboró también su ocasional amigo Hettman.
No se recuerda, a propósito de amistades, que O'Neill las haya
reclutado entre argentinos durante su estada en Buenos Aires.
Probablemente debido a problemas de idioma.
En cambio hay otro testigo sajón de su paso por estas tierras, el
escritor inglés Charles Ashleig, quien conoció a O'Neill en una
taberna para marineros de La Boca, sobre cuya grasienta mesa
intercambiaron sus manuscritos rigurosamente inéditos y discutieron
con fervor juvenil sobre Joseph Conrad, los barcos de vela y los
barcos de vapor, la poesía de Keats, Buenos Aires y todo lo divino y
lo humano, en medio de impresionantes "schooners" de cerveza y
densas humaredas salidas de viejas pipas.
Haya seguido en Singer o no, lo cierto es que O'Neill pronto se vio
en apreturas económicas. Llegó un momento en que no pudo pagar la
pensión, y si no es por Hettman que le adelantó el pago de varias
mensualidades hubiera terminado en la calle. Pero, dejado de la mano
de Hettman, no tardó el joven "Gene" en sumergirse en la miseria, al
calor de ese frenesí aventurero que lo dominaba. Es sabido que con
un legendario marinero inglés que lo acompañaba conoció todos los
infiernos del alcohol y las grescas. Y es célebre la tremenda
trifulca en que se empeñó contra un robusto pianista de un
piringundín en Barracas.
Afecto a la bebida, pero pobre, O'Neill debió cambiar el whisky por
la caña, que luego repudiaría uno de los personajes de sus obras
como el único elemento negativo con que debió toparse por estas
tierras.
Así vinieron los momentos difíciles que el propio O'Neill recordara
por carta a su traductor y biógrafo León Mirlas: "la historia de la
época que estuve en Buenos Aires es una historia de sucesivos
fracasos hasta que, finalmente, llegué a comer de tarde en tarde y a
dormir (¡cuando los vigilantes me dejaban!) sobre los bancos de
Paseo Colón".
No obstante, aunque esto parezca una queja, O'Neill, como Gombrowicz
y a diferencia de Durrell, rescata a Buenos Aires. Tanto en su
primera obra en un acto, dedicada a temas marineros, "Rumbo a
Cardiff", como en ese compendio de su atormentada existencia que es
el "Viaje de un largo día hacia la noche", Buenos Aires está
presente.
En la primera, un marinero próximo a la muerte, entre el sudor de la
agonía y la lucidez de la última fiebre, recuerda con tremenda
nostalgia las curtiembres y los bodegones de La Boca y Barracas y la
conocida pelea con el pianista. Instantes antes de morir regresa,
doloroso, el recuerdo de aquellas noches turbulentas en Buenos Aires
y exclama:
—Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la "caña".
En el "Largo viaje..." el protagonista intercambiando recuerdos
memora la sensación metafísica de libertad que sintió "echado bajo
el bauprés, mirando a popa", cuando la goleta noruega llegaba a
Buenos Aires.
Pero además, en esa misma carta a Mirlas, O'Neill es bien explícito
y generoso: "Pero todos esos sufrimientos no importan. Yo tenía
apenas veinte años y sentía más deseos de vivir que de triunfar.
Toda experiencia, por desagradable que fuese, tenía entonces el
color de la aventura y el encanto del romance. Y por eso, Buenos
Aires quedó siempre en mí memoria como la ciudad de la juventud, la
aventura y el hechizo romántico. La recordaré siempre con agradecida
nostalgia..."
EL REVERSO DE LA MEDALLA
Pero esto no es todo... Hay aún otras aventuras tan apasionantes
como estas. Una vasta galería de nombres se me fue acercando a
medida que la nota crecía. La sombra terrible de Butch Cassidy y
Sundance Kid y sus correrías por la Patagonia. La presencia
refrescante (que inevitablemente asocio a los mejores momentos de la
infancia) de Jack London.
Fritz Mandl, el productor de cine, el primer marido de Hedy Lamarr
también estampó en algunas elegantes veladas porteñas de la década
del cuarenta el sello de la Europa conflictuada, brillante y
misteriosa. Se dice que compró, después, estancias en Córdoba y vive
ahora allí en completo anonimato.
No he vuelto a ver a Samson, que tanto podría decir sobre John
Garfield. Y tal vez entre los centenares de miles que puedan
asomarse a estas líneas finales hay testigos de historias aún más
asombrosas. Nos gustaría conocerlas... Y tal vez hacer alguna vez el
reverso de esta nota. La historia terrible de aquellos que fueron
famosos en otros rincones del mundo y vinieron a ocultarse y
apagarse a la Argentina, como el gran actor francés Robert Le Vigan,
íntimo amigo de Louis Ferdinand Celine, que —acusado de
colaboracionista— abandonó Francia y el cine y vive perdido en Entre
Ríos.
O Falla y Gómez de la Serna, a los que una injusta indiferencia,
nuestra pasión desmedida por el último éxito, relegó al olvido en
sus últimos años de paso por el mundo.
Sería fascinante volver a hundirse en sus huellas. Porque a veces,
torpemente, uno tiene la ilusión, la pedantería o el deseo de creer
que está ejecutando un modesto acto de resurrección.. .
MIGUEL BONASSO
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Gene O'Neill cuando era solamente "Gene",. Había publicado
esporádicamente algunos poemas y vagabundeado, sin un
céntimo por las calles de Buenos Aires |
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