Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


B.A. Rock II
Al fin y al cabo, nació para ser salvaje
Revista Panorama
16.11.1971
Empezó el sábado 6 de noviembre cuando, en busca del sol ignorado durante la semana, la habitual procesión de automóviles enderezaba hacia los frescos espacios verdes del norte de Buenos Aires. Al doblar un recodo de Palermo, en las cercanías del Velódromo Municipal, los inmigrantes se topaban con una muralla humana en cuyos bordes el viento hacía flamear las cabelleras encrespadas como ofensivas banderas. Todo el orden ciudadano se puso a rechinar con ira ante tal espectáculo: gente joven de la alta burguesía, matronas de barrio apoltronadas en sus sillitas tijera como tronos en la popa de los camiones, taxistas, cuadrillas de obreros, todos sin excepción parecían haber arribado al Gran Acuerdo tan fatigosamente buscado por otros medios: hostigar a los hasta entonces apacibles pelilargos que se disponían a asistir a la inauguración del Festival B. A. Rock II, auspiciado por la Municipalidad metropolitana.
A LAS 13. Tanta agresión iba a tener su eco (probando que cuando el orden trata de forzar las cosas, estalla la violencia) y los fanáticos del rock, que superaban los varios millares, cargados de sol y de insultos rompieron las barreras de alambre, desvencijaron las boleterías e irrumpieron en estampida dentro del recinto.
Allí el trato no iba a ser mejor: gritos, insultos, rencillas, trompadas. Panorama lo comprobó en carne propia, de labios de Daniel Ripoll, director de la revista organizadora del acontecimiento, Pelo. Pero una vez iniciado el diálogo entre los músicos y el público, perdido de manera total el control de la situación por parte de los responsables, la paz y la violencia, desposadas al final de tanto vituperio y tanto tutelaje.
A LAS 15. Cantaban Pedro y Pablo, y sabían que jugaban con fuego con las letras de sus canciones. Héctor Starc, un guitarrista de fuerza, los había precedido en un hábil manejo de la audiencia. La tribuna entera vibraba. Cualquier pretexto servía para desencadenar una estruendosa catarsis, y la más retumbante sobrevino en forma de una pelea convencional, allá, en la grada más alta del repleto estadio. El público íntegro se sacudió, azuzado por los músicos que pedían paz (cuando el rock es, por su ritmo, un grito de guerra). Trémulo, desencajado, presa de un pánico atroz, el culpable presunto saltó, semidesnudo y ensangrentado, por encima de los hombros, las cabezas y las rodillas de la concurrencia, abandonando prendas diversas en su espectacular rodada por esa vertiginosa escalera de carne vociferante. Mientras tanto, detrás del escenario estaban ocurriendo cosas innominables: corridas, peleas, aludes humanos a los que no escapó, por cierto, la cronista de un semanario, arrollada impíamente.
Pero bastó que un heladero gritara: "Primero la mosca, pibe, después el bloquecito", para que la calma retornara.
A LAS 17. Pasaban y pasaban los conjuntos, y musicalmente no sucedía ni medio. El público, ese gran sabio colectivo, prefería aplaudir y tararear los discos que se descerrajaban en los entreactos. Los ánimos volvían a encresparse. Los intérpretes, ahora, rivalizaban con la antológica actuación de Pedro y Pablo en el arbitraje de cuestiones que únicamente el sol y la música conocían.
"Esto es fiel reflejo de lo que ocurre en el país", musitó un fotógrafo entre los manotazos de algunos de los organizadores, empeñados —no se sabe por qué— en impedirle acercarse al escenario para cumplir su labor. Y tenía razón: bastaba mirar las tribunas para entender que la angustia ya se había trasladado a los jóvenes. Pero también bastaba contemplar a esa multitud abigarrada, increíble, tocada y ceñida y adornada por los capelos, los atuendos, los colgantes y las pelambres más indescriptibles y nada de barrio Norte o de Manzana Loca: muchachones auténticos del suburbio, envueltos en las más largas y ondulantes cabelleras que puedan imaginarse, y sin perder un ápice de su agresiva virilidad), para abarcar la estremecedora dimensión que la gente joven va alcanzando en la Argentina. Aparte, los hippies —o seudo— de la Galería del Este se arrellanaban en su pretendida aristocracia, sin percatarse de que eran ya los menos interesantes, acaso demasiado espolvoreados por su autodestino de pioneros. El humus, la fuerza venía de otro lado, del cinturón suburbano, verdadero underground virgen y voraz de Buenos Aires.
Las constantes pregonadas por Occidente entero surgían, intocadas por intelectualismo o moda alguna, en jóvenes y hasta en criaturas que convivían esplendorosamente: un oriundo de Avellaneda con peinado afro de raya al medio y en cada casquete de pelo una pluma de pavo real, junto a un adolescente rubio, embutido en un blazer azul marino, muy de Santa Fe y Uruguay, reaccionaban al unísono ante los estímulos de la música. Sus comentarios tenían el trasfondo de las mismas claves, esos secretos que configuran una generación. Ambos, como el resto, aplaudieron hasta rabiar cuando la Cofradía de la Flor Solar demostró que es uno de los mejores conjuntos de esta parte del globo. También los dos, en señal de aprobación, levantaron el puño hacia el cielo, mientras otros insistían en el signo de 'love' con los dos dedos, y unos pocos —lectores de Time, sin duda— frivolizaban con el índice en el notorio one way salute.
A LAS 20. Tranquilamente, la multitud comienza a dispersarse. Pero la fiesta tiene su epílogo en los grupos callejeros y dentro de los colectivos, mientras azorados burgueses repiten las agresiones del colectivero.
"A esta gente quién la entiende —reflexiona Mario (17), mientras retorna a su nativo Dock Sud, con sombrero de paja y pelo hasta los hombros—. Si son oligarcas, porque son oligarcas; si somos nosotros, porque somos nosotros." "Córtate el pelo", fue la concisa respuesta que de las profundidades del vehículo surgió ante su alarde sociológico. Explicarle que el pequeño burgués no tolera, desde la Revolución Francesa, los extremos, hubiera sido un desafuero a su intuición. Al fin y al cabo los pacíficos ciudadanos argentinos, tan apegados a las razones profundas y a la seriedad de la existencia, sólo cuestionan una apariencia: el largo de los pelos y el desenfado con que ahora se exhiben los cuerpos, esos viejos enemigos.
B. A. Rock II demuestra que existe una juventud aborigen hambrienta de libertad y de cauces para sus inquietudes. Gracias al auspicio municipal, parece que en la tercera etapa de la Revolución Argentina, por fin, se la considera y se la tiene en cuenta. Otra conclusión: en las idas y venidas del planeta, el Flower Power y el hippie mismo han muerto para dejar, con su revolución interior, una fértil herencia: el rock. Que, al fin y al cabo, nació para ser salvaje.

 

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