Empezó el sábado 6 de noviembre cuando, en busca del sol
ignorado durante la semana, la habitual procesión de
automóviles enderezaba hacia los frescos espacios verdes del
norte de Buenos Aires. Al doblar un recodo de Palermo, en
las cercanías del Velódromo Municipal, los inmigrantes se
topaban con una muralla humana en cuyos bordes el viento
hacía flamear las cabelleras encrespadas como ofensivas
banderas. Todo el orden ciudadano se puso a rechinar con ira
ante tal espectáculo: gente joven de la alta burguesía,
matronas de barrio apoltronadas en sus sillitas tijera como
tronos en la popa de los camiones, taxistas, cuadrillas de
obreros, todos sin excepción parecían haber arribado al Gran
Acuerdo tan fatigosamente buscado por otros medios: hostigar
a los hasta entonces apacibles pelilargos que se disponían a
asistir a la inauguración del Festival B. A. Rock II,
auspiciado por la Municipalidad metropolitana.
A LAS 13. Tanta agresión iba a tener su eco (probando que
cuando el orden trata de forzar las cosas, estalla la
violencia) y los fanáticos del rock, que superaban los
varios millares, cargados de sol y de insultos rompieron las
barreras de alambre, desvencijaron las boleterías e
irrumpieron en estampida dentro del recinto.
Allí el trato no iba a ser mejor: gritos, insultos,
rencillas, trompadas. Panorama lo comprobó en carne propia,
de labios de Daniel Ripoll, director de la revista
organizadora del acontecimiento, Pelo. Pero una vez iniciado
el diálogo entre los músicos y el público, perdido de manera
total el control de la situación por parte de los
responsables, la paz y la violencia, desposadas al final de
tanto vituperio y tanto tutelaje.
A LAS 15. Cantaban Pedro y Pablo, y sabían que jugaban con
fuego con las letras de sus canciones. Héctor Starc, un
guitarrista de fuerza, los había precedido en un hábil
manejo de la audiencia. La tribuna entera vibraba.
Cualquier pretexto servía para desencadenar una estruendosa
catarsis, y la más retumbante sobrevino en forma de una
pelea convencional, allá, en la grada más alta del repleto
estadio. El público íntegro se sacudió, azuzado por los
músicos que pedían paz (cuando el rock es, por su ritmo, un
grito de guerra). Trémulo, desencajado, presa de un pánico
atroz, el culpable presunto saltó, semidesnudo y
ensangrentado, por encima de los hombros, las cabezas y las
rodillas de la concurrencia, abandonando prendas diversas en
su espectacular rodada por esa vertiginosa escalera de carne
vociferante. Mientras tanto, detrás del escenario estaban
ocurriendo cosas innominables: corridas, peleas, aludes
humanos a los que no escapó, por cierto, la cronista de un
semanario, arrollada impíamente.
Pero bastó que un heladero gritara: "Primero la mosca, pibe,
después el bloquecito", para que la calma retornara.
A LAS 17. Pasaban y pasaban los conjuntos, y musicalmente no
sucedía ni medio. El público, ese gran sabio colectivo,
prefería aplaudir y tararear los discos que se descerrajaban
en los entreactos. Los ánimos volvían a encresparse. Los
intérpretes, ahora, rivalizaban con la antológica actuación
de Pedro y Pablo en el arbitraje de cuestiones que
únicamente el sol y la música conocían.
"Esto es fiel reflejo de lo que ocurre en el país", musitó
un fotógrafo entre los manotazos de algunos de los
organizadores, empeñados —no se sabe por qué— en impedirle
acercarse al escenario para cumplir su labor. Y tenía razón:
bastaba mirar las tribunas para entender que la angustia ya
se había trasladado a los jóvenes. Pero también bastaba
contemplar a esa multitud abigarrada, increíble, tocada y
ceñida y adornada por los capelos, los atuendos, los
colgantes y las pelambres más indescriptibles y nada de
barrio Norte o de Manzana Loca: muchachones auténticos del
suburbio, envueltos en las más largas y ondulantes
cabelleras que puedan imaginarse, y sin perder un ápice de
su agresiva virilidad), para abarcar la estremecedora
dimensión que la gente joven va alcanzando en la Argentina.
Aparte, los hippies —o seudo— de la Galería del Este se
arrellanaban en su pretendida aristocracia, sin percatarse
de que eran ya los menos interesantes, acaso demasiado
espolvoreados por su autodestino de pioneros. El humus, la
fuerza venía de otro lado, del cinturón suburbano, verdadero
underground virgen y voraz de Buenos Aires.
Las constantes pregonadas por Occidente entero surgían,
intocadas por intelectualismo o moda alguna, en jóvenes y
hasta en criaturas que convivían esplendorosamente: un
oriundo de Avellaneda con peinado afro de raya al medio y en
cada casquete de pelo una pluma de pavo real, junto a un
adolescente rubio, embutido en un blazer azul marino, muy de
Santa Fe y Uruguay, reaccionaban al unísono ante los
estímulos de la música. Sus comentarios tenían el trasfondo
de las mismas claves, esos secretos que configuran una
generación. Ambos, como el resto, aplaudieron hasta rabiar
cuando la Cofradía de la Flor Solar demostró que es uno de
los mejores conjuntos de esta parte del globo. También los
dos, en señal de aprobación, levantaron el puño hacia el
cielo, mientras otros insistían en el signo de 'love' con
los dos dedos, y unos pocos —lectores de Time, sin duda—
frivolizaban con el índice en el notorio one way salute.
A LAS 20. Tranquilamente, la multitud comienza a
dispersarse. Pero la fiesta tiene su epílogo en los grupos
callejeros y dentro de los colectivos, mientras azorados
burgueses repiten las agresiones del colectivero.
"A esta gente quién la entiende —reflexiona Mario (17),
mientras retorna a su nativo Dock Sud, con sombrero de paja
y pelo hasta los hombros—. Si son oligarcas, porque son
oligarcas; si somos nosotros, porque somos nosotros."
"Córtate el pelo", fue la concisa respuesta que de las
profundidades del vehículo surgió ante su alarde
sociológico. Explicarle que el pequeño burgués no tolera,
desde la Revolución Francesa, los extremos, hubiera sido un
desafuero a su intuición. Al fin y al cabo los pacíficos
ciudadanos argentinos, tan apegados a las razones profundas
y a la seriedad de la existencia, sólo cuestionan una
apariencia: el largo de los pelos y el desenfado con que
ahora se exhiben los cuerpos, esos viejos enemigos.
B. A. Rock II demuestra que existe una juventud aborigen
hambrienta de libertad y de cauces para sus inquietudes.
Gracias al auspicio municipal, parece que en la tercera
etapa de la Revolución Argentina, por fin, se la considera y
se la tiene en cuenta. Otra conclusión: en las idas y
venidas del planeta, el Flower Power y el hippie mismo han
muerto para dejar, con su revolución interior, una fértil
herencia: el rock. Que, al fin y al cabo, nació para ser
salvaje.