Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Música: El rock de los decadentes
Cuando Richard Nixon es reelegido presidente de los Estados Unidos, una sensación de fracaso político invade a los jóvenes norteamericanos que militan por algún cambio social. En el ámbito del rock-and-roll —uno de los más fuertes catalizadores de la Youth Revolution (Revolución Juvenil)— el golpe también repercute, y si bien Bob Dylan, John Lennon y otros cantantes politizados no abandonan la lucha, puede advertirse un leve, sabio retiro. Acaso para replantear estrategias.
El hueco no queda vacante. Si el público comprende que no se hace la revolución yendo high ("fumado") a los conciertos, no por eso deja de ir a ellos. Y la escena es cubierta inmediatamente por un rock desesperanzado, que ha agotado toda fe en la salvación del individuo y encarna el descreimiento colectivo en cualquier acción combativa. Se trata de un rock —una ideología— que exalta la corrupción, el vicio y la caída de un sistema permitiendo a sus hacedores cualquier tipo de exceso para sus fantasías. Un cantante se desnuda y escupe al público mientras juguetea con una boa viva; otro, arrodillado, consuma una fellatio sobre la guitarra de su acompañante; un tercero convoca a los vampiros. Otros cinco, muy jovencitos, gallen con tacos altos, medias rosadas, pelos teñidos de verde fluorescente y rouge en los labios; cuatro, vestidos con ropa de cuero brilloso, pieles equívocas y anteojos con perlas incrustadas. De alguna manera, todos festejan su miseria.
Los norteamericanos no se asombran con este espectáculo: desde hace más de cinco años tienen noticias de su existencia, ya fuere en la cosmopolita Nueva York, en la mugrienta Detroit o en la megalómana Los Ángeles. Pero si entonces es cosa de unos pocos marginados, aburridos de su propia superintelectualidad, obsesionados por el fin del mundo (The Velvet Underground, The Stooges, MC5, Frank Zappa and The Mothers of Invention), hoy esa corriente amenaza con imponerse, tal como la beatlemanía una década atrás.
Ante Alice Cooper, Lou Reed, David Bowie, New York Dolls, Iggy Pop o Roxy Music, la prensa burguesa se alarma empleando los mismos epítetos que empleó para anunciar el fenómeno de Liverpool. "Músicos anormales", "Arrogantes figuras que dan predominio a su presencia física en vez de desarrollar una técnica musical", "Culto de la destrucción". Hay, sí, denominadores comunes: la marcada perversidad de estos personajes, su carácter terriblemente oportunista, una compleja red de referencias nostálgicas al pasado en música y poesía, la pesadilla de un presente sin futuro.
Se sueña para evadirse del momento: hacia el pasado (recordar), hacia el futuro (imaginar). Soñadores, anormales, decadentes eran para sus épocas el barroco, a fines del siglo XVI, el rococó en el XVIII y, por qué no, el rock del 73. "Si viviéramos en otros tiempos quizá seríamos pintores o favoritas del rey. Si hoy sos pibe, si sentís y entendés algo, forzosamente estás en el rock" (David Johnhansen —18—, de New York Dolls).
Por de pronto se trata de un movimiento expresionista. Valor accesorio o vital, la teatralización que acompaña a su música da vida a los sueños de pacotilla. El rock era demasiado potente para contentarse con una pálida apariencia: estalla en la exageración visual. Es orgiástico, o no es.
Y sería más fácil para la Sociedad Establecida señalar la ambigüedad de las estrellas de rock que sentir su belleza, no sea que empiece a perturbarse. Las canciones se revisan con lupa, una escandalosa vida de los cantantes se imagina en toda crónica. Miro las fotos del concierto v me pregunto si realmente David Bowie vive en ese decorado sus 24 horas diarias. Hasta dónde hay veracidad en todos estos personajes, dónde empieza el doble juego al servicio del mito. Pienso en el arte como una forma de ganarse la vida, especulativo Simulacro de una mentira talentosa. Ultrarrecuperación del delirio. Recorro biografías de estrellas de rock: rebeldes que olvidan sus causas a la recepción de los primeros abultados derechos de autor. Queda la fórmula, el gesto, el circo que debe continuar la función, los Rolls Royce esperando a la salida, las heladeras repletas de alimentos. Pienso en La naranja mecánica, en el personaje de Alex (Malcom Mac Dowell) violando el confortable y aséptico mundo del escritor famoso. En la belleza de la ultraviolencia contra la hipocresía del éxito burgués.
Y si de corrupción y decadentes se acusa a estos chicos, ¿de qué, entonces, al presidente de su país, Richard Nixon?

EL REALISMO DE LA DECADA. Referirse por primera vez al Velvet Underground, de Nueva York, implica un viaje por sus últimos ocho años, recordar la historia del Greenwich Village, la época heroica en que The Fugs inventaban infinidad de audacias rítmico-callejeras; del Café Bizarre, Night-Out y, en especial, del Max's Kansas City, bar frecuentado por la siempre viva bohemia, los snobs, los nuevos ricos, las pop-stars y los últimos poetas beats. El Village no produjo ninguna ola de rock pero amparó a los grupos más ambiciosos, más intelectuales, aquellos que soñaban hacer del rock la nueva encarnación de la revuelta y la poesía. Un grupo angustiado y genial, al cual el éxito descubre cinco años más tarde, en 1970, cuando se disuelve, lo logra: el Velvet Underground.
En el invierno del 65, Lou Reed, compositor y letrista empleado en una pequeña editorial discográfica, encuentra a John Cale, músico de formación clásica, experimentador irrefrenable. Lou canta con voz seca y nerviosa, animado por una ligera convulsión, melodías simples, casi tradicionales: en cada tema cuenta una historia, inventa un personaje. Sabe ser raro, agudo, despectivo. Es el primero, acaso el único compositor de rock realista de la época. En una treintena de canciones, escribe la crónica de la vida subterránea de los años 60.
John Cale cubre admirablemente los vacíos de Lou: aporta arreglos extraños, sonidos prolongados hasta el infinito. Mantiene una frase única e ininterrumpida, después arranca bruscamente en rechinamientos salvajes. Acompañados por otros dos músicos, a 50 dólares la semana, pasan 1966 en el Café Bizarre. Cuando el baterista parte hacia la India, reclutan a una mujer, Maureen Tucker (acusada luego de travestismo femenino). En esa época, Andy Warhol busca un grupo de rock para animar un vasto show musical, escénico y visual. En el Bizarre, el Velvet interpreta Heroin y Black Angel's Death Song para un público compuesto por borrachos y junkies (pichicateros perdidos): la atmósfera mágica y sórdida que busca.
Warhol les presta los estudios de The Factory para que ensayen y, de
hecho, se convierte en su manager. En la Film Maker Cooperative hacen juntos las primeras experiencias de rock más "light-show": el grupo improvisa mientras se proyecta un film. Nico, una ex modelo, amiga de Brian Jones, se suma a ellos para algunas canciones. Y en la gran sala del teatro Dom, ubicado en St. Mark's Place, Warhol presenta luego el memorable Exploding Plástic Inevitable, un espectáculo de rock e imágenes que se considera la "cumbre del barroco decadente". La gente se apresura a verlo: se maravillan o escandalizan. Cuando el Inevitable parte en gira por el país y el Canadá, siembra la estupefacción; en San Francisco las "malas vibraciones" de los neoyorkinos encrespan a los saludables californianos.
Para el primer LP (The V. U. and Nico), como para los siguientes, el sello Verve-MGM no paga más que un solo día de estudios, ni hace ningún esfuerzo para promocionar sus himnos lúgubres, poemas sobre las drogas, elegías de la perversión sexual; hoy esos discos son piezas de colección inencontrables.

FIN DE FIESTA. Que el contrato de locación del Dom expire y el vecino Electric Circus se convierta en el más célebre club psicodélico, que Andy se desinterese del grupo a causa de sus largometrajes y que Nico opte por cantar sola, origina tensiones entre Reed y Cale. Sus actuaciones en el Max's durante el 70 son para ellos un suplicio pero, como espectáculo, comienzan a fascinar al público. Cinco años de desgarramiento personal, de golpes contra la incomprensión y de exigencias "de mercado", pesan más en sus conciencias que el reconocimiento general; deciden acabar con el grupo. Irritado, Steve Sesnick, su nuevo manager, hecha a correr el rumor de que Lou está internado por locura; después que ha muerto de una sobredosis de barbitúricos. En verdad, Lou ha vuelto a casa de sus padres, en Long Island, y quiere desintoxicarse del show-business.
John Cale parte de viaje para escribir una música metafórica, en la tradición del rock dandy (como París 1919), y asesorar a otros grupos (Procol Harum); Nico vuelve a sus soledades paranoicas, y la desaparición de Lou contribuye a establecer definitivamente su leyenda. Entre tanto, nuevas vedettes del rock comienzan a transitar su camino. Una manera de rendirle homenaje, e invitarlo a reintegrarse.
De no existir su mito, el primer álbum de Lou Reed como solista (grabado en Gran Bretaña) pudo ser la mayor decepción del 72. Es con Trasformer, con las sugerencias' de David Bowie, que Lou encuentra una respetable ubicación: sus simples crónicas submundanas, los paisajes mentales de su imaginería surrealista atormentada, lo convierten en el poeta oficial de los decadentes, en figura clave del rock de los años 70.
En el concierto que marca el retorno del hijo pródigo a Nueva York, cada personaje del underground que es evocado en sus canciones espera su parte para ponerse de pie y subir al escenario a besarlo, creyendo encontrar en él a otro rebelde domesticado. Dura sorpresa: sólo de cerca puede advertirse que su distancia-miento no es cinismo, que su desprecio no es fingido ni su nueva conciencia de la realidad, una ficción.
Termina el show, no hay llamados delirantes: una mitad no comprendió nada, la otra hace comentarios lánguidos. El mito ha funcionado. Lou Reed apareció tal cual se lo soltó: un ángel de la neurosis. Hizo todo lo posible para darse un aire de muerto viviente, de Drácula desnutrido. Violento maquillaje (boca negra y más negro alrededor de ojos azules, y piel pálida), no paró de hacer muecas, de querer repugnar, de sacudirse sin gracia, como un autómata desajustado. Su campera de charol le queda expresamente corta, su vientre asoma: nada de sensualidad; más bien, algo patético.
"Cierto elemento de la audiencia del Velvet estaba intelectualmente orientado en la lírica del rock; otra parte estaba en el trip sexual; yo sigo entre ambas: en un viaje intelectual-sexual, en el más puro y puerco nivel. Mi cotidianeidad es como cuando vos vas a la peluquería y ves gente vestida de lamé dorado y con los cabellos verdes".
Como Bob Dylan en otros tiempos, menos literario, Lou Reed supo ser un héroe de rock, es decir, una creación nacida de sus propios fantasmas, un hábil ladrón de estrofas y gestos latentes en el inconsciente de una generación, y cantar sus angustias, sus deseos locos. Hoy lo hace como una carga social, sin fuerza ni demasiada convicción. Ya no necesita fatigarse: es otra estrella.
En su voz no pasa nada: ni una expresión, ni un temblor, ni una entonación. Ajeno a su personaje, deja trascurrir el concierto, que lo tomen después por los hombros y lo metan en un Mercedes, como una marioneta de sí mismo. Deprimido, intoxicado por el mito, se disfraza sólo por lo que cobra. Su nuevo álbum de canciones se llama Berlín; su nuevo productor, Bob Ezrin, es el mismo que desenterró a Alice Cooper, en 1970.

ALICIA ERA UN TRAVESTI. Alice Cooper era hasta entonces sólo un grupo marginal, muy conocido en Phoenix (Arizona) —de donde son sus 5 integrantes—, algo en Los Ángeles —adonde había grabado dos LP bajo el padrinazgo de Frank Zappa—, y apenas en Nueva York. Cuando Bob Ezrin comienza a ocuparse de ellos, a cortarles el cordón umbilical con las excéntricas invenciones zappistas, ellos comienzan a asumir su propia personalidad. El grupo vuelve al rock puro y Alice al personaje que quería ser: un perverso travesti, un extremista hasta lo orgiástico. Vienen sus dos mejores discos: Love It to Death y Killer. Hard-rock sin deformación ni bajo el esquema simplista "riff-vocal-riff-solo-riff". Al contrario, orquestan: cada instrumento toma su parte, sin preferencia ni exhibicionismo, algo sólo reservado al cantante ... a sus crímenes, muertes, víboras, infancias atormentadas, sexos sin mirar a quien y a toda esa temática exuberante que se fijará como imagen de marca de Alice Cooper.
O, más bien a Alice, la trastornadora Alice, versión norteamericana del Gran Guiñol a nivel rockero, en cuyo escenario todo es efecto, truco. Pantomima en claroscuro, asusta para atraer, desprecia para seducir, siempre ambiguo. Show eficaz más respaldo de cuatro excelentes músicos: fórmula segura para explotar un nuevo producto exigido por millares de potenciales usuarios: la perversión. Espejo deformante donde se reflejan todas las caras del mundo moderno, se ama a Alice o no se la soporta. En sus símbolos de tortura y muerte, en sus excesos sexuales, expone visiones apocalípticas de una realidad que —reconozcámoslo— supera sus pesadillas. "El sentido real de la teatralización y la violencia de nuestra música responden a un cuestionamiento de la angustia", confiesa.
Música expresionista, quintaesencia de un hard-rock cargado de sentido, Alice Cooper, que hasta 1970 sólo conoce las vacas flacas pasa ese año del otro lado del espejo. Coherente personaje de otra fábula de ilusiones, no diferencia entre comer y ser comido. Ahora el negocio impone su violencia: sus productos deben estar bien terminados —como su cuarto LP, School's Out—. Lo ganado en popularidad se pierde en consistencia; su magia, en trucos. Elegantemente presentado en shows y álbumes "malditos", Alice despierta en un paraíso estilo West-Side Story. Si la riqueza crece y el cinismo se enfría, debe salvar al menos el pellejo; no le queda más remedio que tirar sobre el público todo lo que ganó: un Billion Dollars Babies (título de su reciente disco). Sobrevive a su propio desprecio.

VATICINIOS Y AÑORANZAS. La generación de rock norteamericano que le sigue, presenta tres tipos de música diferentes y complementarios: una paródica, otra paseísta y una tercera por la destrucción. Tres grupos claves permiten arrimarse al proceso: The Sparks, que seduce apelando al ultra-cool histérico, New York Dolls —cinco travestís muy jovencitos— que caricaturizan el momento actual con irrisoria desmesura, y Blue Oyster Cult, banda que grita hasta la agresión mecánica. Poesía eléctrica, conciencia de la crisis, la consabida ruptura (sólo formal) con los viejos, miedo al anonimato en el Gentío, el deseo sentimental de comunicarse. Energía glacial, locas extravagancias, alegre perdición y una alfombra mágica: el dólar; o, mejor dicho, los muchos, muchos dólares que los chicos no quieren dejar volar.
El más metálico, el más rabiosamente atrapado por la arquitectura de los sonidos y la maldición cósmica, Blue Oyster Cult hereda a Black Sabbath, Gran Funk, MC5 y The Stooges. Síntesis a alto nivel del fuego incandescente de los dos primeros y del énfasis destructor de los segundos, para ellos heavy significa pesado, no estallido.
"Toda su música está programada para ser escuchada el último día del mundo", escribe Patty Smith; ella y Richard Meltzer, dos críticos de rock y poetas punk (pinchados) son sus letristas exclusivos. Patty trabaja para Creem, revista especializada de Detroit, capital de las killer-bands; Richard en Crawdaddy, par neoyorkino del periódico Rolling Stone. Ambos les preparan una poesía cuyo leit motiv es el tono de crueldad con que se refieren a la Nueva Era, presente y futura. En 1984 evocan la conciencia mórbida de la venidera cotidianeidad norteamericana, vía George Orwell. Y el fantasma de William Bourroughs no anda lejos de su LP Stairway to the Stars, en esa música calculada que se deforma sobre sí misma como un mensaje codificado proveniente de un espacio mental-planetario desconocido, en su humor negrísimo, en sus textos con gusto a muerte, en su bienvenida al Apocalipsis.
Cuenta su leyenda que mientras Blue Oyster Cult daba un concierto en Oaxaca (México) se produjeron dos eclipses; entre ambos, el grupo ejecutó Transmaniacon MC, un tema que convoca la violencia de los Hell's Angels.
A la misma distancia que separa a Nueva York de Los Ángeles están The Sparks de Blue Oyster Cult, con su superficialidad convertida en sofisticación y el revival del rock mod (blando) del 60 como bandera. Todd Rundgreen, que con The Nazz había impuesto la moda neoanglófila, los produce como si se tratara de un número de comedia musical europea. En busca de la palidez británica, les prohíbe ir a la playa durante el verano del 71; para que se impregnen mejor aún de la atmósfera brumosa los manda a Londres en otoño. Una hábil campaña de prensa mediante, a la vuelta ya tienen sensibilizado a un numeroso público que los aguarda: ese sector de la juventud norteamericana cuyo Oeste está en la moribunda Hollywood y no en San Francisco, capital del renacimiento juvenil. The Sparks representa a la perfección su show isabelino.

CINCO BOQUITAS PINTADAS. Para los hiper y ultrarrealistas de las Babilonias del Este, para los seguidores de Warhol y toda la legión de bellas gentes á la page que imponen las modas mundanas, Todd produce otro grupo que desarrolla esa actitud hasta el exceso en todos los dominios del comportamiento: New York Dolls.
La exageración de sus modelos, la considerada caricatura irrisoria, resulta tan virulenta como una profanación. No habían grabado un solo simple y su nombre ya se citaba en la prensa especializada y en la que no lo es. Versión 70 de los primeros Rolling, portavoces de los puntos de vista colectivos de los jovencitos y de su cambio social, ganan popularidad a velocidad ultrasónica.
En febrero del 72 los Fillmores (East y West, otras catedrales de rock) ya están cerrados, el Max's Kansas aún vela al Velvet y en Nueva York ningún grupo local suscita culto. Las buenas gentes vuelven a buscar y a apoyar la cultura del barrio: en la salita Oscar Wilde, del Mercer Art Center veo a los (o las) New York Dolls pasarse un lápiz de labios como otros grupos un joint de marihuana. El ahumado Greenwich Village —adonde el travestismo tiene teatro, discoteca, comercios, casas de baños, compañías de teatro— no resiste a su rouge.
"Para nosotros travestí significa, claro, bisexualidad activa, pero básicamente es el gusto de vestirnos como se nos canta." Boquitas pintadas, ojos sombreados, pelos batidos, ceñidas blusas de seda, altos tacones ... los chicos tienen su encanto. Y un rápido hit: Looking for a Kiss.
"Underground" a muerte, hasta que David Bowie descubre que tienen más energía que seis grupos ingleses juntos, la prensa no deja escapar esta reivindicación de la locura. Tan sólo en abril del 73, New York Dolls firma contrato (millonario) con el sello Mercury —el único que respondió a sus también exageradas exigencias financieras— y graba bajo la protección del mismo Todd Rundgreen.
Al igual que el dinero, cuenta también para ellos la función del rock: "No vamos a curar a los chicos de esa crueldad mental que los atormenta, pero sí a hacerles sentir que no están solos". En Frankestein, un bad-trip de ácido lisérgico, en Personality Crisis, en casi todo su primer LP testimonian esa solidaridad. Interesada o no, el mito funciona.
Otro grupo neoyorquino, Ruby and the Red Necks, pasa por la electrónica del rock viejas canciones de vaudeville y representa minicomedias musicales. El cantante interpreta a una antigua vamp, con lentejuelas, sedas y maquillaje de época; actúan sólo en cabarets.

LA ESCUELA JAGGER. En Europa, donde la violencia social se siente menos que en los Estados Unidos, el rock avanza sobre las dos muletas que aún mueven a los Rolling Stones: la electrónica en los instrumentos para sonar mejor, y la personalidad del artista para venderse más. Según la marcha, una se apoya sobre la otra; el cantante David Bowie usa sin exceso la primera, admirablemente la segunda, y sobre él avanza el movimiento en Europa.
Poco es lo que ha surgido de original en los últimos años —¿Pink Floyd, Dr. Jones?—; menos lo que sobrevive de los ya clásicos 60, salvo el caso único de los Rolling, cuya reciente gira-décimo aniversario permitió confirmar su vigencia. Pero la violencia característica del quinteto es ahora un juego escénico, de salón; su principal hechizo proviene de la figura de Mick Jagger, un cantor cuya seducción física y desfachatez bisexual han hecho escuela. Bowie sería el alumno capaz de superar al maestro.
En 1964 David es un inglesito de Bomley que sueña ser una de las nueve estrellas de Hollywood. En esa época tal ascenso pasa por la beatle-manía: hará un rhythm and blues blanco como David Jones (su nombre real) and The Lover Third. Sin éxito. Para su desgracia existe otro David Jones, en The Monkies, plagio organizado a The Beatles. Nuestro David adopta el apellido Bowie. Pero deja el rock por el teatro e integra la Lindsay Kemp Mime Company. Luego de casi 3 años, vuelve al rock como solista: con Space Oddity su nombre entra en los charters pero él sigue en la semiclandestinidad, en la cola del reconocimiento. Poco después decide jugar su rock a un teatro donde el artificio es esencial, la ficción destruye la realidad y el personaje tiene su doble. "Si apela al exhibicionismo que lo caracteriza es porque ahí encontró una luz verde para salir de la oscuridad", escribe Paul Alessandrini en Rock & Folk, una de las 16 publicaciones europeas que en 1973 le dedica una cover-story. No todas son fumines: revistas de cine se ocupan de este actor que nunca filmó, revistas de moda lo desnudan, revistas de todo y de nada le dedican atención.
Graba Ziggy Stardust, curiosa simetría con Lovely Rita, de Lennon; luego, Aladdin Sane, himno homosexual. De un día para otro, de un tema a otro, sin saberse muy bien cómo "David Bowie pisa los talones de Mick Jagger" (L' Express), "Los años 70 le pertenecen" (Vogue, edición italiana). Se habla de él como de una star.
Si sus neones son efímeros o no, todavía está por verse. Para muchos adolescentes, Bowie no es un ídolo: sus espectáculos pueden llenar el Ba-Ta-Clan, o el Golf Drouot, de París, pero su circo decae en la segunda parte. "No ver en su teatralización más qué una gimnasia insinuante es negar toda la veracidad del acto teatral", lo justifica el amanerado mensuario Had. "¿Y qué?", se pregunta el rockero Best.
Elegante mezcla de ayer y de mañana, inglés enamorado de las formas, sobredosis de cine americano, en los entreactos "la" Bowie firma autógrafos a niñas que lloran y a grandotes barbudos que le guiñan los dos ojos a la vez. También se nota que comienza a cultivar el distanciamiento, el más allá del artista. Aumenta el carácter andrógino de su personaje, las extravagancias de su vestuario, la imaginería, del decorado. Su voz corre pareja con esas mutaciones: el cantor dramatiza más aún las palabras. Hunky Dory —su caballito de batalla—, es más bien la crónica musicalizada de un comediante.
El resto de su leyenda puede leerse en Interview, el diario de Warhol. Bowie, en Nueva York, posa junto a Candy Darling, actor travestí, del brazo de Bette Middler, la "Divine Miss M.". Todo el reino de aburridos del underground rico le abre los brazos a este inglesito divertido; la legión de idiotas útiles acrecienta el imito. Agradecido, Bowie ayuda a reflotar a Lou Reed y a Iggy Stooge (rebautizado Iggy Pop), escribe una canción sobre Warhol contemplando una foto de Marilyn Monroe, cita a todos los compositores de quienes fueran, dice: "No creo en la importancia de David Bowie como tal. Creo que el contenido y las atmósferas creadas por mi música son más importantes que yo". Y: "Siempre me sentí vehículo de algo sin saber muy bien de qué. Todos, en algún momento, atravesamos la sensación de no estar en un lugar por uno mismo, ¿no?"

LA ESCUELA BOWIE. David posee demasiadas ideas y energía para contentarse con su papel de star solamente: desde hace tiempo también pone su olfato y sentido de lo espectacular al servicio de otros músicos. Mott the Hope, un grupo que pensaba disolverse por falta de ideas originales, le debe su resurgimiento; Bowie les compuso temas honestos y sofisticados como All the Young Dudes, les construyó un new-look a base de maquillajes sensuales y les dio un consejo al 10 por ciento de las ganancias: "Diviértanse con su propia tristeza". Mott no representa la nostalgia de los años treinta sino la de los tipos de treinta años.
Indirectamente, también Roxy Music copia y elabora técnicas probadas por David; sin dinero, agente ni contrato de grabación, este trío se ubica a su lado en 1972, a poco de haberse creado. La fórmula: haber logrado la difícil alianza de un rock simple, al estilo de los pioneros, con una audacia de intelectuales muy cultivados. Bryan Ferry, cantor y cerebro del grupo, comentó: "Nos interesa, más que la ambigüedad, yuxtaponer elementos de manera que choquen; amo la sorpresa". De la combinación sale un género lleno de vigor ondulante, refinado y mordaz. Menos extravagante y musicalmente más ambicioso que el otro nuevo rock inglés de Van Der Graff o de Génesis; tampoco es la furia histérica dosificada de The Sparks. Roxy Music, muy británico, no cultiva el gusto por la Apoteosis sino un humor sobrio, como las alas de seda que Eno se coloca mientras manipulea el sintetizador. Graban varios discos, hacen giras, obtienen fama v progresan hasta plantarse en un cómodo nivel. A partir de su LP For Your Pleasure, parecen dedicados exclusivamente a profundizar su obra anterior, corriendo el riesgo de sucumbir a la seducción de su propia imagen. Como casi toda la legión de rockeros alistados en esta actitud que ha dado en llamarse Decadencia y que no es otra cosa que el espejo de una época incalificable.
Juan Carlos Kreimer
Revista Panorama
enero 10, 1974

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