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hair / jesus christ superstar
DISCOS
Cómo castrar la revolución
Hair, por la Tribu Americana (ROA AVL 4031, mono) y Jesus-Christ Superstar. de Lloyd Webber y Rice (MCAM 25001, mono).


El rock produjo dos fenómenos comerciales en los dominios de la ópera y/o la comedia musical: Hair y Jesus-Christ Superstar. Entre ellos hubo varios intentos fallidos; y desde ya que no entran en la lista las creaciones de varios conjuntos que usaron el término “ópera" para explayar, con varia fortuna, su creatividad. La mayoría concretó obras personalísimas e intransigentes, no así estos dos hits, a los que bien podrían aplicarse las palabras de Jerry Robín en Do It: "La revolución es aprovechable, los capitalistas tratan de venderla ... Toman nuestros símbolos, mojados con sangre en las calles, y los vuelven chic... Tengan cuidado con los comerciantes psicodélicos que hablan de amor mientras se encaminan hacia el Chase Manhattan Bank".

ROMPELO Y LIBERATE. Hair es un producto norteamericano que da la vuelta al mundo. No es otra cosa que el capricho de una civilización que se da el lujo de mostrar al resto del orbe la rebeldía que su misma magnitud ocasiona. Ninguna manera mejor de castrar una revolución que institucionalizarla. Así, el espectáculo de Ragni, Rado y MacDermot es una bomba a la cual se le quitó el detonante; es decir, un objeto decorativo, una pieza de museo y, también, una comedia musical de primer orden, una especie de Hello, Dolly! hippie, que conceptualmente no respeta ninguno de los dos términos.
Circulan varias versiones de Hair. La francesa, atildada, recurre a un reparto estelar que incluye a Julien Clerc, y su mérito mayor pareciera residir en una trasposición nativa (Pompidou en lugar de Nixon), reservada tan sólo a los países que no temen a la historia. La norteamericana (hay dos, muy parecidas: de las primeras representaciones y de las más recientes) apela a esa seca violencia de la que los Estados Unidos han hecho su estética. La inglesa, fría y sinfónica, es la única que desenmaraña los malentendidos acumulados sobre este musical, al hacerlo nada más que como un excelente juguete teatral. Y ahora sobreviene la argentina.
Prohijada por la insólita declaración de uno de los promotores de Hair en el país, Rubén Elena, y bajo una cubierta realmente atroz, la grabación local no refleja para nada la energía y la agresividad del elenco sobre el escenario. La responsabilidad musical es de Carlos Cutaia, un talentoso músico y conocedor del rock, que en estos surcos —no en el teatro— recurre únicamente a un desganado profesionalismo. Prefiere desterrar lo poco que de rock tiene la partitura de MacDermot (un excelente organista de iglesia y maestro interno de danza), para revestirla de ritmos más cercanos a una maratón televisiva, o —lo que es más insólito aún— a los desvaríos epidérmicos, casi camp, de Harry James (como en el número Buen día, estrella). Así, toda la versión adquiere una calidad revisteril, acercándose de esa manera a Nélida Roca con su personalísima visión de Acuario, o a la excelsa Violeta Rivas, que recientemente interpretó en televisión Dejen que entre el sol con hot-pants plateados y un coro gaucho look.
Los cantantes se defienden como pueden, incluso de una traducción que, salvo algunos números (Electric Blues, Muchachos negros y blancos, Qué obra de arte el hombre es), muestra grietas abundantes. Con todo, Teddy Vega en el papel de Berger, Jorge Costa, Julio Ocampo, Ricardo Acosta y la estupenda solista anónima de Muchachos blancos, pueden demostrar sus talentos. Sin embargo, a todos se les podría aplicar algo que canta la tribu entera: Las viejas canciones no se venden... Te aprisiona el sonido: rómpelo y libérate.

EN LA BIBLIA ESTA EL MODELO...
...de mi túnica de pelo, afirma Jesus-Christ Superstar, cuyo compositor, Andrew Lloyd Webber, sostuvo alguna vez que todo rockero debiera estudiar Stravinsky, sin decir por qué. Al escuchar esta su opera prima se revela la incógnita; el distanciamiento sardónico, propuesto por el autor de Consagración para sus obras de entreguerras, no era sino la confirmación de una muerte irremediable: la de los esquemas sonoros que, desde Bach, habían configurado la música "culta”. Aplicar esta clave al rock más que nada es contemplar una muerte inexistente y practicar un suicidio, o hacer un papelón. Las tres resultantes se dan en esta pomposa "ópera-rock".

JUDAS, HERODES, ETC. Las propuestas de Tim Rice, autor de la letra (un Cristo neurótico y ambiguo; un Judas que desplaza al revolucionario cuando éste comienza a creer las cosas que dicen de él), si bien no del todo originales, sumadas a la violencia del rock podrían haber logrado una mezcla explosiva; pero su colega musical, decidido a ser su peor enemigo, se las desbarata una por una. Algunos atisbos de lo que pudo ser saltan al oído: la canción de Herodes con ritmo de charleston, el famosísimo leading-theme, el no menos célebre Hosanna, y el personaje —apasionante en su desmesura— de Judas. El resto oscila entre canciones a lo People de la Streisand (No sé cómo amarla) y lo peor de Britten y Menotti (los innumerables diálogos recitados). Entre estos dos extremos brota uno de los compendios más divertidos de la historia de la música: Obertura (Stravinsky y Honneger en fraternal abrazo), "Simón Zeleotes" (El manto sagrado, de Alfred Newman), "Este Jesús debe morir" (Fiorello, de Jerry Bock), "Escena del templo” (tema de amor de La novicia rebelde), "Proceso ante Pilatos” (Rex Harrison en My Fair Lady), más un discrecional espolvoreo de Hair, cucharadas de Beatles, varias pulgaradas de Rolling Stones y tres o cuatro pizcas de Hendrix-Joplin. Para colmo, el "Epílogo” trasporta a una Venecia donde Dirk Bogarde suda en pos de un bello andrógino; algo que hubiera llevado a Gustav Mahler a protestar ante Sadaic.
George Harrison necesitó cuatro minutos treinta y nueve segundos para evocar el misticismo cósmico del Hijo de Dios (My Sweet Lord); a Webber y Rice los ochenta y siete minutos de este engendro parecen no alcanzarles para interpretar su trayectoria humana. Aunque algunos números rescatables (el Cristo histérico —Ian Gillan— al ver cómo sus apóstoles parafrasean On the Treshold of a Dream, de los Moody Blues, prefiriendo consagrar su sangre en un country delicioso; o la escalofriante “Muerte de Judas” —Murray Head—) devuelven unidad a libreto y partitura, y hacen añorar la posibilidad perdida.
R. P. C.
PANORAMA, SEPTIEMBRE 14, 1971

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