Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Los Jaivas
Los sonidos de la tierra
Revista Pelo
septiembre 1981

Los años ochenta no han tenido un comienzo auspicioso para la música de rock argentina. En una década que se presenta abierta a nuevos cambios, los aportes locales han sido de una pobreza sobrecogedora. En estos primeros dos años el gran negocio ha sido la necrofilia; el hábito de desempolvar viejas momias se ha transformado en la mejor y más barata —en toda su acepción— forma de éxito. Se reúnen los que separados a duras penas podían subsistir, y retornan lo que quieren vender glorias pasadas y tristes remedos de "éxitos" en el exterior.
Por todo esto, la presentación de Los Jaivas en la Argentina significó un acontecimiento saludable y no otra pútrida exhumación. Su regreso no ha sido el producto del oportunismo, sino el deseo de mostrar el trabajo realizado —con éxito, con verdadero éxito— en Europa durante todos estos años.
Para ellos, estos conciertos tenían una enorme carga emocional; este grupo chileno tiene aquí a su segunda patria, y un reencuentro de ese tipo sólo puede tener como guía la emoción más
profunda. Atrás quedaron los festejos tribales, familiares y comunitarios que caracterizaban cada uno de sus conciertos; atrás quedaron ciertas limitaciones técnicas y carencias piadosamente ocultas por el fervor. Los Jaivas de 1981 aprendieron la lección del profesionalismo. Su show es una perfecta maquinaria que funciona aceitadamente, con una magnífica puesta en escena de luces y sonido. Pero la ostentación técnica no mató el sentimiento, la médula espinal de la música de este conjunto chileno. Para ellos, todo lo
nuevo ha sido adquirido en función de hacer una entrega más pura, más nítida y más completa, pero que sea siempre una entrega.
El reencuentro de Los Jaivas con su público fue una ceremonia totalmente emocional, de expectativas y afectos mutuamente guardados, y cada uno cumplió con su parte. Porque lo esencial, la música, no ha cambiado. El grupo sigue teniendo la virtud de arrastrar a la audiencia hacia un paseo por las cordilleras, por lugares distantes donde retumba el eco remoto del graznido del cóndor. Esa sensación está presente en cada una de las ardorosas interpretaciones de Claudio Parra en piano, en el pulso vibrante de la descomunal batería de Gabriel Parra y, más que nunca, en el lamento de las trutrucas, que parecen arrancar lacerantes sonidos de una tierra melancólica. Tarcas y sicus también brindan atmósferas de recogimiento y grandeza, luego apuntaladas en una fusión perfecta con los instrumentos eléctricos. Esa ha sido la mayor virtud exhibida por Los Jaivas: el depuramiento técnico hace más accesible —y hasta sensible— la comprensión del mensaje sonoro. En una noche de gran nivel se destacaron una serie de canciones de la compositora Violeta Parra (entre ellas, "Arauco tiene una pena") y el único tema que presentaron de su nuevo álbum ("Alturas del Machu Pichu"), "Sube a nacer conmigo hermano", con densos aires de folklore andino.
El reencuentro de Los Jaivas durante dos noches dejó el saldo de una fiesta consumada, de un rito que había sido largamente esperado.

 

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