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crónicas del siglo pasado

Revistero
de rock

 

En concierto
Diez mil en Obras, sesenta mil en la Rural
Seru Giran salió con fritas

Uno siempre tiene sus dudas. Hace incontables añares León Gieco y Gustavo Santaolalla se volvían afónicos de tanto repetir que "cada día somos más", en un loable intento por reforzar las huestes del rock. Pero uno prende la radio, m'hijito, y escucha bazofia. Enciende la tele y fantasmagóricamente se aparecen los Nomady Soul, los Soul Body y los Caca Soul a calentarnos la paciencia. Una recorrida por la ciudad cualquier sábado, viernes, martes o domingo por la noche demuestra la tragicómica realidad de los boliches llenos y los berridos de los Village People de turno saliendo a borbotones por las puertas. ¿Dónde, en plena década del 80, están todos "esos que somos más"? ¿Haciendo collares de mostacillas en Alaska? ¿Predicando paz y amor en las minas de carbón del África? ¿Meditando en el Nepal? ¿O tomando jugos de abacaxi en Brasil que sale tan barato?

Fuente: Revista Hurra (1981)

 

 

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Hemos visto quince mil jóvenes en el Luna Park. O cuatro mil en Obras. Siempre los mismos, con escasísimas variantes. Uno trata de no ser escéptico, pero... bueno, quince mil personas no son una multitud como para quedarse bizco.
Sesenta mil, codo con codo, cabeza contra cabeza, sí lo son.
Seru Giran juntó sesenta mil personas en la Rural. Un número que jamás, en toda la historia del rock nacional, fue alcanzado por un solo grupo. Un número que difícilmente pudo ser logrado en un festival de varias "stars".
La excusa tuvo que ser, necesariamente, la entrada gratuita. Los rockeros, vaya la aclaración, nunca nos destacamos por nuestra capacidad adquisitiva, y fue preciso el ingreso gratarola para que todos "aquellos que somos más" saliéramos de nuestras cuevas a conocernos las caras.
Sesenta mil. A la m..... Da gusto. Sesenta mil cantando a coro. Sesenta mil levantando los brazos. Sesenta mil en un solo grito.
Y allá arriba, el San David acercándose al micrófono para susurrar beatíficamente que esa reunión había sido la más importante de su vida.
También de la nuestra, David, también de la nuestra. Porque, sinceramente, es hermoso darse cuenta de que León Gieco, en 1972, no se había equivocado.

Obras Sanitarias y los espacios verdes
Para el 26 y el 27 de diciembre, Renata Schussheim había prometido dejar los conejitos en la galera, y las bicicletas en el KDT. A cambio, y en secreto pacto con los del Cinturón Ecológico, plantó decenas de arbolitos en el escenario de Obras, que Charlie García -en sus imprevisibles arranques de éxtasis- se encargó de destrozar más tarde. Gente en los pasillos, gente de más en la popular, gente sin asiento por todas partes -incluso quien suscribe, que tuvo que comerse el recital detrás de las impenetrables espaldas de dos policías. Perfectamente planeado, el show de Seru Giran presentó de uno en uno a sus cuatro integrantes, mediante una hábil sucesión de temas en los que no todos participaban. Y logrado el pandemónium con todos en escena a mil, inventó una ensalada de viejos y recientes temas, "enganchados" admirablemente, para que nadie se quedara pidiendo nada a los gritos. La grasa, Seminare, Autos, jets, aviones, barcos, Eiti Leda, Seru Giran y muchos otros formaron parte del cóctel, coreados por el público (y muchas veces cantados exclusivamente por él), luego de lo cual el grupo se despachó con versiones completas de José Mercado, Viernes 3 AM, el magnífico Inconsciente Colectivo -otra irreparable omisión en el álbum Bicicleta-, A los jóvenes de ayer, Nueva Ola, y varios estrenos. Entre ellos, Peperina, dedicado a una fan del interior -la lógica nos canta que es cordobesa-, y un par más (a los que
no se les pudo entender la letra "gracias" al pésimo sonido de Starc, que cuando se pone shorts y musculosa la pifia). Todos tienen el ya inconfundible sello del "estilo Seru", y será necesario escucharlos con más tranquilidad para entenderlos como se debe.
Todo terminó con los pies sobre las butacas, García pegando saltos como poseído, el "Loco tirame una moneda" haciendo bailar hasta a los cocacoleros, y el inefable Caíto (de la producción) repartiendo cartones con la invitación a la Rural para el martes 30.
A eso vamos.

La rural y el toro campeón
La idea de la entrada gratuita nos movió a aparecer temprano. "Van a ir muchos tipos", piensa uno. Muchos son veinte mil. Digamos treinta mil, algo así como dos Lunaparkes. Tengo un cartoncito verde (los otros eran amarillos) que me autoriza a ocupar una de las tribunas laterales -techadas- y no tener que sentarme sobre la arena por la que desfilan las vacas. A la entrada de dicha tribuna, varios señores y varios policías cuidan que nadie sin su cartoncito verde ingrese a sentarse en la misma. Apenas me siento, unas quinientas personas hacen avalancha y se me vienen en banda, rompiendo los cordones de seguridad. Contentitos, dejando un tendal de pisados en el camino, logran su lugar. Lo mismo sucede en la tribuna de prensa de enfrente. Luego hacen avalancha quinientos más. Uno grita que viva Charlie. Ahí abajo hay más de treinta mil personas. Y todavía falta una hora para que empiece.
El ruido es infernal. El cántico de Woodstock debe escucharse hasta el Cabildo. Un grupo de veinte tipos salta, y desde acá arriba parecen una sola masa atada con una monstruosa soga, que emerge de un mar de cabezas. Cada tanto, una ola. Alguien se quiere sentar y le pisan el mate. Algunos se divierten tirando arena del piso a los que no acostumbran divertirse de esa forma.
Faltan diez minutos. La gente sigue entrando. Viene corriendo, de la mano, en grupos. Apretón, hacen fuerza. La policía se lleva al primer damnificado, un muchacho sin aire. Desde acá arriba no se ve muy bien, pero cuento seis desmayados y una silla de paralítico que levantan por el aire. Señores, son las 22.30. ¿Conocen la Rural? Ahí donde se hacen las competencias de motocross, ahí donde le ponen la cucarda al toro campeón. Hay tres tribunas inmensas de cada lado. Las seis rebalsan de gente. Unas cien personas se amontonan en los techos. En la pista, cabeza contra cabeza, no cabe absolutamente nadie más. Y los chicos siguen entrando.
Me da miedo. Un miedo terrible, un agarrar la cartera con las dos manos y espiar por dónde es más fácil salir rajando en caso de rosca. Y al mismo tiempo, una alegría sin límites, una sonrisa en el pecho, algo que me sube por los pulmones y un grito que no saco afuera por pura costumbre de callar antes de que me peguen. Las ganas de correr a casa, raptar a mi vieja de la cocina y mostrarle. Las ganas de correr al laburo, secuestrar a mi jefe de su tablero de dibujo y decirle que es verdad, que acá estamos todos, que no era mentira. Y aclararle algo más: que vinimos a ver algo que vale la pena.
Que Seru Giran se ganó el premio al "Grupo del Año" con todas las de la ley. Que son excelentes músicos, que no vinimos por venir. Que Lebón y Carlos Alberto García Moreno cantan y nos retratan, y nos dejan pintar a nosotros mismos cuando confesarnos a gritos que es bueno estar en la playa cuando se fueron los que tapan la arena con celofán, cuando reconocemos no saber si el porvenir será como lo imaginamos o será un mundo feliz, cuando nos sentimos sólo un pedazo de tierra, sólo uno más bajo el sol.
Ahí están. Tocan lo mismo que en Obras, casi en el mismo orden. Entre pompas y burbujas, con un sonido que reivindica a Starc, con humo envolviéndolos, con lenguas de fuego al borde del escenario, con Charlie desafinando donde no debe desafinar, única falla que podemos admitirle y que, llegada la hora, supongo que vamos a extrañar si mejora...
Con Charlie tirando el banquito y el plomo poniéndolo en su lugar una y otra vez. Charlie bailando y tirándose a los teclados como en una pileta para embocar el acorde sin pifiar. Con Charlie corriendo y subiéndose a babuchas de Pedro. Con Charlie sacándose la remera y tocando en cueros, levantando los brazos huesudos para tomar todo el aire que nos queda para respirar...
El circo de Charlie... Un derroche de energía que algunos -muchos- invalidan como parte de un espectáculo digno, por considerarlo innecesario y demagógico. Y, sin embargo, me gusta ese circo. Aunque no me gusten otros.
Porque no ha sido pensado. No ha sido maquinado. Sale de la polenta, surge de la euforia, nace en el justo en el momento en que ninguno de nosotros puede contenerse más. Cuando yo no tengo lugar para bailar, baila él por mí. Cuando tengo miedo de saltar, salta él por mí. Cuando miro a todos lados antes de gritar, él ya lo está haciendo. Me conoce sin darse cuenta. "¿Quién dijo que somos libres?". El lo dice. Y queremos creerle.
Salimos de a poco, y sin problemas. Éramos muchos. La gente que paseaba por Plaza Italia tenía susto, se apartaba un poco, dejaba de hablar.
Como en secreta ceremonia, les contamos la verdad a coro. 
¿No ven nuestras capas azules, nuestros pelos hasta los hombros, la luz fatal, las espadas vengadoras?
No tengan miedo.
¿No ven qué blancos somos, no ven?
GLORIA GUERRERO 
Fotos: ARTURO ENCINAS

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