El Rock argentino cumple siete años.
Algunos de sus pioneros decaen, tanto
músicos como oyentes.
Solamente una plena fraternidad entre
creadores y público vencerá los obstáculos
existentes.
Hay en Buenos Aires un tipo de música
llamado indistintamente beat argentino, ola
progresiva, pop nacional o meramente rock.
Rara vez se lo escucha por radio. No tiene
nada que ver con cierta letra más ritmo que
sí es propalada masivamente y envasada en
redondeles negros de plástico. Es una
expresión particular de un núcleo de músicos
seguidos fielmente por dos o tres mil
admiradores llamados el "Circo" y otro
millar de oyentes ocasionales. Un estilo y
un ritmo con sus estrellas, sus clásicos y
sus infiernos. A medio camino entre la
soledad compartida y la indiferencia de las
multitudes. A gran distancia de otras
grandes ciudades contemporáneas, muy cerca
del oficio cotidiano de vivir.
NI BAGUALAS NI MILONGAS
Hace apenas siete años que los adelantados
del rock rioplatense comenzaron a hacer
vibrar sus instrumentos y sus voces. Lo
hacían (lo hacen) con todo el fervor y la
confusión imaginable en jóvenes músicos que
no recurren al tango o al folklore para
expresarse. Muchos instantes, muchos sueños,
muchas alegrías, muchas lágrimas, muchos
nombres han desfilado a lo largo de estos
ochenta y cuatro meses de adolescencia
rítmica. Mitos, héroes y quimeras han
quedado estampados en muchos corazones
después de innumerables recitales y
encuentros en los pasadizos de la gran
ciudad.
Buenos Aires metrópoli ruidosa, arrolladora.
La era electrónica irrumpe en sus avenidas y
nuevos estados de ánimo exigen nuevos
canales de expresión. El rock argentino no
nació como mera imitación de fenómenos
sonoros distantes, ajenos. Pese a lo que
afirman algunos cultivadores de cadencias
telúricas, la baguala o la milonga ya no son
de este tiempo, al menos para un sector de
la juventud. Que este sector sea minoritario
no resta validez a sus creaciones Tampoco se
sostiene que el tango o el folklore sean
manifestaciones musicales perimidas.
Simplemente, hoy la vida urbana genera
tensiones y anhelos diferentes a los que
ayer inspiraban la pampa o el arrabal. Un
joven con su charango, su bandoneón o su
guitarra eléctrica son indistintamente
genuinos mientras lo creador en ellos nazca
del alma.
HIJOS DEL DESORDEN
En 1965 la beatlemanía dominaba ya al mundo.
No era una ideología ni un deporte, esos
grandes movilizadores de muchedumbres. Era
un estado de ánimo, una manera de sentir.
Era una música libre y un símbolo de
fraternidad. Una expresión de solidaridad
juvenil que superaba fronteras, un ritmo
para compartir sin explicaciones. Atrás
habían quedado Elvis Presley y las primeras
huestes del rock and roll: Bill Haley,
Little Richard, Los Everly Brothers. Tiempo
de Beatles, y de Rolling Stones.
Muchos se ha hablado ya de la Cueva de la
avenida Pueyrredón, ese legendario casi
subsuelo porteño donde el rock argentino
soltó sus primeros vuelos. Allí confluyeron
noche tras noche varios de los después
notables rockeros de acá: Moris, Pajarito
Zaguri, Javier Martínez, Carlos Mellino,
Litto Nebbia, Alejandro Medina. A la luz de
los reflectores, por radio y TV, tenían
éxito Los Shakers, Los Vip's, los In y
otros, con temas en inglés casi todos. Bajo
la superficie comenzaba a gestarse una
corriente distinta, que componía sus
canciones y las entonaba en el idioma
propio. Escasos adherentes asistían en 1966
a recitales en pequeños teatros de la ciudad
donde algunos de estos músicos subterráneos
exponían sus composiciones. A fines de ese
año, en un volante anunciador de un recital,
expresaban: "Una ciudad es como un hombre:
nace, crece, se llena de cicatrices. Una
ciudad muere cuando los hombres la abandonan
(lo mismo sucede con las civilizaciones).
Cada uno de nosotros ha dejado un trozo de
sí mismo en alguna plaza, en algún edificio.
Somos más frágiles que la ciudad. Pero
tenemos memoria. Quienes han visto amanecer
en el mar, quienes han olido el olor de la
pólvora o quienes han recorrido una
carretera a toda marcha sobre una
motocicleta, saben que más allá de la ciudad
(o más acá) a veces está la vida. Y así como
hay maneras de morirse sin que nadie se dé
cuenta, hay modo de sobrevivir simulando la
muerte. Nada de eso nos interesa. Por eso
nuestro descontento". Esos jóvenes rebeldes,
esos músicos inmaduros, buscaban
denodadamente su lugar en un medio donde su
cabello largo o sus ropas descoloridas los
hacía destinatarios del desprecio, cuando no
destinatarios del desprecio, cuando no de la
violencia. Se asumían como voz de mundo más
humano. Por eso el volante concluía así:
"Algunos hemos vislumbrado una forma de
crecer sin hacer concesiones a la barbarie
cotidiana. Observando esos rostros niños,
esos sentimientos a flor de piel, es posible
detectar el germen de una nueva
sensibilidad. Somos contemporáneos del
desorden y herederos de unas enormes ganas
de vivir. El secreto consiste en no
someterse a los mercaderes de la protesta o
a los patrocinadores de la mentira. Un
hombre también se acaba cuando pierde su
poder de invención, y su capacidad de crear
y emocionarse. Y aunque gruñan los estériles
y conformistas, el resto es cantar y
disfrutar lo disfrutable, a despecho del
caos y la indiferencia". Pero a fines de
1967, los anhelos nobles quedaron
circunscriptos a una ínfima minoría mientras
el resto se convertía en el "Circo", en la
efímera y hueca ola hippie que invadió los
parques ese verano. Algunos músicos
siguieron creando, no obstante, el ruido y
el vacío.
TIEMPO DE CONGREGARSE
La primavera de 1969 registró en la Capital
Federal un suceso inédito, que se había
incubado durante el invierno. Alrededor de
cinco mil jóvenes atestaron el Anfiteatro
Municipal para escuchar y aplaudir a Manal,
Almendra, Pajarito Zaguri, Conexión Nº. 5 y
otros conjuntos ya consolidados. El himno de
dos años atrás. La Balsa (entonado por Litto
Nebbia y Los Gatos), perduraba en los
recuerdos del nuevo "Circo", un tropel de
melenudos que todavía hoy — 1971— sigue
apareciendo en los recitales. El espíritu
rebelde retumbó en el 'Alza la voz' de
Pajarito Zaguri. Se reiteraron las
congregaciones al aire libre, allí mismo
como el 21 de setiembre en las Piletas de
Ezeiza.
Algunos observadores, un poco apresurados,
creyeron que a partir de allí comenzaba una
era musical sin precedentes. Erraron, las
sesiones del Anfiteatro marcaron el comienzo
de una declinación, el ingreso a un terreno
que alguien bautizaría recientemente El
Jardín de las Arañas.
No cesaron allí los encuentros aireados.
Volvieron a repetirse en el Velódromo el
año pasado, cosa que se reiterara este año.
Pero ahora no hay tono de fiesta, de
expansión. A comienzos de 1969 las compañías
grabadoras prestaron atención al rock y
varios de sus protagonistas llegaron al
disco. Pero fueron mal promovidos, mal
expuestos, mal aconsejados. La industria
musical tiene sus reglas, sus mecanismos,
sus tabúes. Vio en los seguidores del rock
un mercado potencial pero desnaturalizó la
creatividad dando prioridad a la cantidad
antes que a la calidad. Se inventaron
conjuntos que bajo la etiqueta beat
fabricaron temas puestos en órbita solo para
que se vendieran muchos discos. El caso más
notorio: Los Náufragos. La consigna del
éxito de La Balsa había sido "naufragar",
soltarse por allí sin rumbo ni patrones. La
maquinaria de fabricar éxitos se puso
eficazmente en marcha. Quien quisiera grabar
debía hacer concesiones. El rock era
difícil, había que hacerlo más potable.
Algunos accedieron. Otros no. De todos
modos, grabar un disco no
basta. Si la grabadora no lo publicita, si
los disc-jockeys no los programan en sus
audiciones, si la prensa especializada no
los comenta, es inútil que se trate de una
obra maestra: nadie se enterará.
EL JARDIN DE LAS ARAÑAS
El rock argentino, la música urbana de un
Buenos Aires vertiginoso, ha tenido en Los
Gatos, Almendra y Manal tres expresiones
peculiares. Los Gatos era el verso cotidiano
sin mucho vuelo pero portador de cadencias
sinceras. Almendra la poesía de nivel y una
tonalidad frágil que reflejaba sentimientos
genuinos, búsqueda de ternura en un contexto
helado. Manal eran los netos blues urbanos,
Avellaneda en la bruma obrera, el antiguo
arrabal invadido por las fábricas humeantes.
No lograron trascender más allá del "Circo"
y de algunos sectores de jóvenes informados.
A nivel de las grabadoras eran bichos raros
que vendían mucho menos que Los Iracundos,
por ejemplo. A nivel de los críticos
musicales de la gran prensa resultaban malas
copias de cosas extranjeras. Y contados
disc-jockeys los situaron en el éter. El
desgaste del entusiasmo fue inevitable, los
discos juntaron polvo en los depósitos de
las compañías, las arañas proliferaron.
Algunos jóvenes músicos se fueron al
extranjero. Varios canalizan lejos sus
creaciones. Otros han vuelto. Solo para
constatar que la descomposición es todavía
mayor que en el momento de su partida.
Los jóvenes músicos de rock en la Argentina,
sufren en gran medida lo mismo que otros
talentos de la ciencia o la técnica. Es
inevitable decirlo. Un músico, cualquier
músico de cualquier género, no es un hacedor
de milagros. En la sociedad moderna está
condicionado por infinidad de resortes:
equipos caros, escasos recitales que solo
trascienden al "Circo", indiferencia de
productores y representantes solo capaces de
fabricar éxitos igual que como se fabrican
los embutidos.
Para colmo de males, como reflejo de una
situación social más amplia, en el Jardín de
las Arañas cunden otras plagas. Un sector
del "Circo" —ocultarlo no lleva más que a la
complicidad— consume drogas. Y en recitales
recientes han entrado en acción violenta las
patotas. Hay pánico en el Jardín de las
Arañas. Músicos sin ningún apoyo en medio de
una industria del disco que los desatiende
porque no son buen negocio, jóvenes
desorientados que se flagelan inútilmente.
Algún día era preciso decirlo. Salvo
remansos de paz como la hermandad del
conjunto Arco Iris, el resto es
desorientación, soledad. Que no se cura con
rutinarias razzias.
Otros jóvenes músicos, como los de hace
siete años, llegan en Buenos Aires al rock
ahora (que tendría que rebautizarse
definitivamente como música urbana). Algunos
saben lo que les espera, otros no. Otros
jóvenes llegan a los recitales ahora. Muchos
jóvenes asoman hoy a la vida en nuestra
ciudad. Es hora de que el pánico se
convierta en confianza, la tristeza en
comunicación, la marginalidad en amor.