Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Pánico en el jardín de las arañas
Revista La Bella Gente
22.10.1971
El Rock argentino cumple siete años.
Algunos de sus pioneros decaen, tanto músicos como oyentes.
Solamente una plena fraternidad entre creadores y público vencerá los obstáculos existentes.

Hay en Buenos Aires un tipo de música llamado indistintamente beat argentino, ola progresiva, pop nacional o meramente rock. Rara vez se lo escucha por radio. No tiene nada que ver con cierta letra más ritmo que sí es propalada masivamente y envasada en redondeles negros de plástico. Es una expresión particular de un núcleo de músicos seguidos fielmente por dos o tres mil admiradores llamados el "Circo" y otro millar de oyentes ocasionales. Un estilo y un ritmo con sus estrellas, sus clásicos y sus infiernos. A medio camino entre la soledad compartida y la indiferencia de las multitudes. A gran distancia de otras grandes ciudades contemporáneas, muy cerca del oficio cotidiano de vivir.

NI BAGUALAS NI MILONGAS
Hace apenas siete años que los adelantados del rock rioplatense comenzaron a hacer vibrar sus instrumentos y sus voces. Lo hacían (lo hacen) con todo el fervor y la confusión imaginable en jóvenes músicos que no recurren al tango o al folklore para expresarse. Muchos instantes, muchos sueños, muchas alegrías, muchas lágrimas, muchos nombres han desfilado a lo largo de estos ochenta y cuatro meses de adolescencia rítmica. Mitos, héroes y quimeras han quedado estampados en muchos corazones después de innumerables recitales y encuentros en los pasadizos de la gran ciudad.
Buenos Aires metrópoli ruidosa, arrolladora. La era electrónica irrumpe en sus avenidas y nuevos estados de ánimo exigen nuevos canales de expresión. El rock argentino no nació como mera imitación de fenómenos sonoros distantes, ajenos. Pese a lo que afirman algunos cultivadores de cadencias telúricas, la baguala o la milonga ya no son de este tiempo, al menos para un sector de la juventud. Que este sector sea minoritario no resta validez a sus creaciones Tampoco se sostiene que el tango o el folklore sean manifestaciones musicales perimidas. Simplemente, hoy la vida urbana genera tensiones y anhelos diferentes a los que ayer inspiraban la pampa o el arrabal. Un joven con su charango, su bandoneón o su guitarra eléctrica son indistintamente genuinos mientras lo creador en ellos nazca del alma.

HIJOS DEL DESORDEN
En 1965 la beatlemanía dominaba ya al mundo. No era una ideología ni un deporte, esos grandes movilizadores de muchedumbres. Era un estado de ánimo, una manera de sentir. Era una música libre y un símbolo de fraternidad. Una expresión de solidaridad juvenil que superaba fronteras, un ritmo para compartir sin explicaciones. Atrás habían quedado Elvis Presley y las primeras huestes del rock and roll: Bill Haley, Little Richard, Los Everly Brothers. Tiempo de Beatles, y de Rolling Stones.
Muchos se ha hablado ya de la Cueva de la avenida Pueyrredón, ese legendario casi subsuelo porteño donde el rock argentino soltó sus primeros vuelos. Allí confluyeron noche tras noche varios de los después notables rockeros de acá: Moris, Pajarito Zaguri, Javier Martínez, Carlos Mellino, Litto Nebbia, Alejandro Medina. A la luz de los reflectores, por radio y TV, tenían éxito Los Shakers, Los Vip's, los In y otros, con temas en inglés casi todos. Bajo la superficie comenzaba a gestarse una corriente distinta, que componía sus canciones y las entonaba en el idioma propio. Escasos adherentes asistían en 1966 a recitales en pequeños teatros de la ciudad donde algunos de estos músicos subterráneos exponían sus composiciones. A fines de ese año, en un volante anunciador de un recital, expresaban: "Una ciudad es como un hombre: nace, crece, se llena de cicatrices. Una ciudad muere cuando los hombres la abandonan (lo mismo sucede con las civilizaciones). Cada uno de nosotros ha dejado un trozo de sí mismo en alguna plaza, en algún edificio. Somos más frágiles que la ciudad. Pero tenemos memoria. Quienes han visto amanecer en el mar, quienes han olido el olor de la pólvora o quienes han recorrido una carretera a toda marcha sobre una motocicleta, saben que más allá de la ciudad (o más acá) a veces está la vida. Y así como hay maneras de morirse sin que nadie se dé cuenta, hay modo de sobrevivir simulando la muerte. Nada de eso nos interesa. Por eso nuestro descontento". Esos jóvenes rebeldes, esos músicos inmaduros, buscaban denodadamente su lugar en un medio donde su cabello largo o sus ropas descoloridas los hacía destinatarios del desprecio, cuando no destinatarios del desprecio, cuando no de la violencia. Se asumían como voz de mundo más humano. Por eso el volante concluía así: "Algunos hemos vislumbrado una forma de crecer sin hacer concesiones a la barbarie cotidiana. Observando esos rostros niños, esos sentimientos a flor de piel, es posible detectar el germen de una nueva sensibilidad. Somos contemporáneos del desorden y herederos de unas enormes ganas de vivir. El secreto consiste en no someterse a los mercaderes de la protesta o a los patrocinadores de la mentira. Un hombre también se acaba cuando pierde su poder de invención, y su capacidad de crear y emocionarse. Y aunque gruñan los estériles y conformistas, el resto es cantar y disfrutar lo disfrutable, a despecho del caos y la indiferencia". Pero a fines de 1967, los anhelos nobles quedaron circunscriptos a una ínfima minoría mientras el resto se convertía en el "Circo", en la efímera y hueca ola hippie que invadió los parques ese verano. Algunos músicos siguieron creando, no obstante, el ruido y el vacío.

TIEMPO DE CONGREGARSE
La primavera de 1969 registró en la Capital Federal un suceso inédito, que se había incubado durante el invierno. Alrededor de cinco mil jóvenes atestaron el Anfiteatro Municipal para escuchar y aplaudir a Manal, Almendra, Pajarito Zaguri, Conexión Nº. 5 y otros conjuntos ya consolidados. El himno de dos años atrás. La Balsa (entonado por Litto Nebbia y Los Gatos), perduraba en los recuerdos del nuevo "Circo", un tropel de melenudos que todavía hoy — 1971— sigue apareciendo en los recitales. El espíritu rebelde retumbó en el 'Alza la voz' de Pajarito Zaguri. Se reiteraron las congregaciones al aire libre, allí mismo como el 21 de setiembre en las Piletas de Ezeiza.
Algunos observadores, un poco apresurados, creyeron que a partir de allí comenzaba una era musical sin precedentes. Erraron, las sesiones del Anfiteatro marcaron el comienzo de una declinación, el ingreso a un terreno que alguien bautizaría recientemente El Jardín de las Arañas.
No cesaron allí los encuentros aireados. Volvieron a repetirse en el Velódromo el
año pasado, cosa que se reiterara este año. Pero ahora no hay tono de fiesta, de expansión. A comienzos de 1969 las compañías grabadoras prestaron atención al rock y varios de sus protagonistas llegaron al disco. Pero fueron mal promovidos, mal expuestos, mal aconsejados. La industria musical tiene sus reglas, sus mecanismos, sus tabúes. Vio en los seguidores del rock un mercado potencial pero desnaturalizó la creatividad dando prioridad a la cantidad antes que a la calidad. Se inventaron conjuntos que bajo la etiqueta beat fabricaron temas puestos en órbita solo para que se vendieran muchos discos. El caso más notorio: Los Náufragos. La consigna del éxito de La Balsa había sido "naufragar", soltarse por allí sin rumbo ni patrones. La maquinaria de fabricar éxitos se puso eficazmente en marcha. Quien quisiera grabar debía hacer concesiones. El rock era difícil, había que hacerlo más potable. Algunos accedieron. Otros no. De todos modos, grabar un disco no
basta. Si la grabadora no lo publicita, si los disc-jockeys no los programan en sus audiciones, si la prensa especializada no los comenta, es inútil que se trate de una obra maestra: nadie se enterará.

EL JARDIN DE LAS ARAÑAS
El rock argentino, la música urbana de un Buenos Aires vertiginoso, ha tenido en Los Gatos, Almendra y Manal tres expresiones peculiares. Los Gatos era el verso cotidiano sin mucho vuelo pero portador de cadencias sinceras. Almendra la poesía de nivel y una tonalidad frágil que reflejaba sentimientos genuinos, búsqueda de ternura en un contexto helado. Manal eran los netos blues urbanos, Avellaneda en la bruma obrera, el antiguo arrabal invadido por las fábricas humeantes. No lograron trascender más allá del "Circo" y de algunos sectores de jóvenes informados. A nivel de las grabadoras eran bichos raros que vendían mucho menos que Los Iracundos, por ejemplo. A nivel de los críticos musicales de la gran prensa resultaban malas copias de cosas extranjeras. Y contados disc-jockeys los situaron en el éter. El desgaste del entusiasmo fue inevitable, los discos juntaron polvo en los depósitos de las compañías, las arañas proliferaron. Algunos jóvenes músicos se fueron al extranjero. Varios canalizan lejos sus creaciones. Otros han vuelto. Solo para constatar que la descomposición es todavía mayor que en el momento de su partida.
Los jóvenes músicos de rock en la Argentina, sufren en gran medida lo mismo que otros talentos de la ciencia o la técnica. Es inevitable decirlo. Un músico, cualquier músico de cualquier género, no es un hacedor de milagros. En la sociedad moderna está condicionado por infinidad de resortes: equipos caros, escasos recitales que solo trascienden al "Circo", indiferencia de productores y representantes solo capaces de fabricar éxitos igual que como se fabrican los embutidos.
Para colmo de males, como reflejo de una situación social más amplia, en el Jardín de las Arañas cunden otras plagas. Un sector del "Circo" —ocultarlo no lleva más que a la complicidad— consume drogas. Y en recitales recientes han entrado en acción violenta las patotas. Hay pánico en el Jardín de las Arañas. Músicos sin ningún apoyo en medio de una industria del disco que los desatiende porque no son buen negocio, jóvenes desorientados que se flagelan inútilmente.
Algún día era preciso decirlo. Salvo remansos de paz como la hermandad del conjunto Arco Iris, el resto es desorientación, soledad. Que no se cura con rutinarias razzias.
Otros jóvenes músicos, como los de hace siete años, llegan en Buenos Aires al rock ahora (que tendría que rebautizarse definitivamente como música urbana). Algunos saben lo que les espera, otros no. Otros jóvenes llegan a los recitales ahora. Muchos jóvenes asoman hoy a la vida en nuestra ciudad. Es hora de que el pánico se convierta en confianza, la tristeza en comunicación, la marginalidad en amor.

 

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Alex (esposa de Litto Nebbia) comenta que el maestro dice "el saxofonista es Pichón Grisiglione están en el teatro Opera ...Pichón es rosarino y era uno de los integrantes de los 5 latinos"


 

 

 

 

 
 

 

 

 

 

 

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