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Una relevancia que, en el caso de los soldados del Ejército
Rojo, roza las fronteras de lo sublime: es que para ningún
recluta de las Fuerzas Armadas rusas puede haber mayor halago
que ser designado miembro de la Guardia de Honor que custodia la
tumba de Lenin. Enfundados en gruesos maxicapotes y sombreros de
piel, permanecen elegantemente firmes durante sesenta minutos,
tan inmóviles como la piedra del mausoleo. Son, de alguna
manera, parte integrante del paisaje moscovita al igual que los
Irish Guards lo son del Palacio de Buckingham londinense. La
ceremonia propiamente dicha se repite, 24 veces al día, con
precisión de relojero: al segundo toque de los carillones del
Kremlin, un suboficial y dos soldados irrumpen sobre la Plaza
Roja a paso de ganso, para relevar al trío de pares que custodia
el sepulcro. La maniobra es siempre impecable, sin fisuras: es
que para integrar la Guardia de Honor no sólo hay que reunir
condiciones físicas y morales intachables, sino que es menester
someterse a un riguroso entrenamiento.
Revista Siete Días Ilustrados
19.07.1971