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Kerensky

Kerensky
"El 12 de marzo de 1917, a la mañana, llegué al Palacio Táuride, sede de la Duma, me quité el sobretodo, y ya no hubo para mí días ni noches", recordaba Alexander Fedorovich Kerensky. Abogado, oriundo de Simbirsk —como Lenin—, era entonces jefe del Partido Laborista y uno de los 9 Diputados que esa fuerza había logrado instalar en el Parlamento de 435 bancas.
Es el 12 cuando el Zar Nicolás II, en medio de una verdadera conmoción (huelgas, asaltos a panaderías, choques con la Policía), ordena el cierre de la Duma; el Presidente Rodzianko se niega a cumplir el úkase; Kerensky lo alienta. "La revolución había comenzado —dijo después—. El pueblo era dueño absoluto de la calle." Y del Palacio Táuride, donde ese mismo día forma el Soviet de Obreros y Soldados de Petrogrado, cuya vicepresidencia obtiene Kerensky por ofrecimiento de la mayoría, que era menchevique.
El 15, a la noche, jura el Gobierno Provisional encabezado por el Príncipe Lvov; dos carteras son del Soviet: una de ellas, la de Justicia, a cargo de Kerensky. A las 24 horas abdica Miguel, en favor de quien el Zar resignara el trono. Desde entonces hasta el 7 de noviembre, la inestabilidad social destruye los intentos de Kerensky y sus socios por frenar la revolución. Su influencia, créase o no, es entonces enorme: tras el segundo Gabinete Lvov (18 de mayo), Kerensky se recibe de Primer Ministro (20 de julio). En esos cien días, lucha sin éxito por sostener la guerra que diezmaba a los Ejércitos, y así agravaba el hambre y el descontento internos; estadista ineficaz, tampoco logra cubrir el vacío de poder. A Lenin le bastaron unas arengas y tiroteos para terminar con la agonía de un régimen.
Kerensky huye, el 7 de noviembre, en un auto con bandera norteamericana, a la caza de un imposible apoyo militar. Termina refugiado en Gran Bretaña, luego en Francia y, a partir de 1940, en los Estados Unidos. Tan largo exilio —clausurado por la muerte el jueves último, en un hospital de Nueva York, a los 89 años de edad— le sirvió para clamar su inocencia: sin duda, él no sirvió de entregador de los bolcheviques. Fue, a la sumo, víctima de una ceguera política que le impedía ver la realidad; con él desaparece el último testigo viviente de un hecho esencial para la historia del mundo contemporáneo.
16/VI/70 • PERISCOPIO Nº 39 • 11

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