Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Dibujo de la Revista Mutantia
Revista Billiken

Revista Billiken
22 de junio de 1964
LAS HAZAÑAS DE ANTONIO
UN rico comerciante tenía un hijo único llamado Antonio, quien, aunque había llegado a la edad en la cual debería poseer juicio, no demostraba tener mucho, para gran desaliento de su padre.
Un día éste quiso ponerlo de nuevo a prueba y lo envió con cien escudos a la feria de la ciudad vecina para comprar cierta cantidad de tela. Pero antes de llegar a la ciudad, Antonio se encontró con una vecina que sostenía sobre la palma de la mano un escarabajo que tocaba deliciosamente una minúscula guitarra.
—¡Qué hermoso es! —exclamó Antonio—. ¿Podría vendérmelo?
—¿Cuánto me lo pagarías?
—Cien escudos. ¿Está bien?
La vecina aceptó y el joven llevó a su padre, en lugar dé paños y sedas, el extraordinario escarabajo. Aunque reconociendo que se trataba de un bicho excepcional, el comerciante no se mostró por cierto tierno con su torpe hijo y le propinó una buena dosis de tirones de orejas.
Transcurridos seis meses, e! comerciante pensó que Antonio tendría más juicio y lo envió con cien escudos al mercado para que comprara un caballo. También esta vez el joven se encontró con la misma vecina, quien tenía en la mano un grillo que cantaba mejor que un tenor; se lo pagó cien escudos y lo llevó a casa.
Naturalmente, el comerciante no podía poner a un grillo, por maravilloso que fuera, en el lugar de un caballo y se lo hizo comprender claramente a su hijo propinándole una segunda dosis de tirones de orejas.
Pasó aún más tiempo y el comerciante envió a Antonio otra vez con cien escudos para adquirir vino. Pero en vez de vino Antonio trajo a casa una araña que bailaba mejor que un experto bailarín, adquirida a la misma vecina, al mismo precio.
Esta vez, el comerciante perdió del todo la paciencia y decidió hacer sentir a su hijo los nudos del bastón.
Pero Antonio tomó consigo a los tres animalitos extraordinarios y huyó, corriendo tanto que se encontró pronto en un país desconocido. Allí oyó a un heraldo que leía en la plaza un bando del rey prometiendo la mano de la princesa a quien consiguiera hacerla sonreír.
Antonio decidió presentarse al rey. Una vez admitido en el palacio real, fue conducido ante el soberano y la princesa triste. El joven puso sobre una mesa sus tres bichitos, que mostraron enseguida sus habilidades: el escarabajo empezó a puntear la minúscula guitarra, el grillo dio comienzo a su repertorio de canto y la araña interpretó hermosísimas danzas.
A la vista de aquello, la princesa estalló en una alegre carcajada, que le devolvió al instante el buen color, la salud y la felicidad.
Pero, una vez curada la princesa, el rey encontró cien pretextos para no cumplir lo prometido en el bando, pues Antonio no le parecía digno de convertirse en su yerno. Por está razón impuso al joven pruebas difíciles y peligrosas que nadie hubiera podido superar jamás.
Sin embargo, Antonio salió victorioso de ellas con la ayuda de los bichitos.
—Bueno —dijo al final el rey—, has merecido la mano de mi hija, y te la concedo. . . con la condición de que tú me des tus tres animalitos. Tengo una hermosa colección de insectos raros clavados en un cuadro con alfileres y quiero poner también éstos.
—Guardaos vuestra hija y el reino —replicó entonces Antonio—, pues no pienso sacrificar a quienes me han ayudado tanto, Y para impedir que me sean arrebatados por la fuerza los pondré en seguida en libertad.
Pero mientras se aprestaba a partir aparecieron en la puerta tres bellísimas jóvenes ricamente vestidas. Una de ellas dijo:
—Somos tres princesas transformadas por una hada mala en los tres animalejos comprados por Antonio. Su generosidad hacia nosotras nos ha permitido recuperar nuestra forma humana. Vos, Antonio, podéis elegir como esposa a una de nosotras.
—¿Cómo puedo elegir si sois todas igualmente buenas y hermosas? Vendadme los ojos y dejad que confíe en el azar.
Así hicieron, y Antonio abandonó con las tres jóvenes el palacio del rey perjuro y la princesa, que una vez perdidos los beneficios de la risa se volvió de nuevo triste y mustia.

un aporte de Héctor Álvarez

Dibujo de la Revista Mutantia

 

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