Año IV Buenos
Aires, 31 de mayo de 1966 Nº 179
CARTA AL LECTOR
Hacia 1934, un compositor argentino se atrevió a desafiar a sus colegas y a la crítica y al público de Buenos Aires, con obras dodecafónicas. Ese desafio formidable secuela del que Arnold Schoenberg lanzara sobre Europa en la segunda década del siglo— era algo más que una postura caprichosa o un irresponsable embate contra las normas y las tradiciones: era, en esencia, una toma de partido en favor de su tiempo, una honda convicción de artista.
A partir de entonces, la irritación, el escándalo, el desdén, marcaron el paso de Juan Carlos Paz por un medio cerradamente conservador, que se empeñó en aislarlo. Sólo en los últimos años el masivo reconocimiento internacional, europeo y norteamericano —que ya aplaudiera sus partituras y su labor de musicólogo desde casi el comienzo—, pareció abrirle las puertas de la comprensión en su propio país. La semana anterior, Paz retornaba de un nuevo espaldarazo, en Caracas, y Primera Plana decidía entregarle su portada. Es el segundo músico que la ocupa: el otro, curiosamente, fue Astor Piazzolla (Nº 133, 25/5/1965), aparente polo opuesto de Paz, aunque los unan lejanos parentescos de voluntad y persistencia.
Las circunstancias no han alterado nunca la cortés ironía con que Paz se obstinó siempre en seguir el camino que consideraba suyo, no el que le marcaban los demás. Por ese camino se ha convertido en el más grande compositor de la Argentina y —la paradoja siempre se repite— en el menos conocido y admirado. En estos días, él y Ernesto Schóó, de Primera Plana, lo desandaron para articular la nota central del presente número.
EL DIRECTOR
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