AÑO VII • Nº 401 • BUENOS AIRES, OCTUBRE 6, 1970
Dos millones de egipcios dieron su último adiós a Gamal Abdel Nasser, el jueves de la semana pasada; desde El Cairo —donde ya se encontraba Armando R. Puente, enviado especial de Primera Plana—, un helicóptero trasladó el ataúd hasta la Isla de Gezira, en el centro del Nilo; allí, después del servicio religioso, fue sepultado el cadáver; allí, simbólicamente, la herencia de Nasser resaltaba con más claridad.
Es una pesada herencia. Deja a la RAU sin minoría dirigente: él diezmó la anterior, sin pensar en sustituirla. El mundo árabe queda sin jefe; si bien en los últimos años el liderazgo de Nasser era más sentimental que efectivo —sus correligionarios lo amaban como al "gran infortunado"—, su influencia tenía vigor. La muerte lo encontró, precisamente, cuando acababa de sentar a la mesa de la paz —una frágil mesa, en verdad— a los contendientes palestinos y jordanos (pág. 62).
En la Argentina, 24 horas antes de que los censistas invadieran el país entero, el Presidente Levingston leía a los Gobernadores un extenso discurso donde incluyó sustanciosos anuncios de futuro. El más significativo: aunque de sus frases no surge con exactitud si aspira a una "democracia sin partidos" o a una "democracia con nuevos partidos", lo cierto es que desea la instauración de una política cero kilómetro, esto es, distinta y virgen. A quienes anhelan renovaciones institucionales, la idea los ha sorprendido gratamente; a los veteranos dirigentes, les produjo el efecto de un baldazo de agua helada (pág. 13). Hasta el martes próximo. EL DIRECTOR.
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