Hoy día no miro
televisión, es decir "no me siento a mirar
televisión", a despatarrarme y dejarme llevar por ese
magnífico invento, pero todavía me sorprende encontrarme pensando
cómo es posible que pueda ver a alguien a distancia. Por ahí es
que me crié en un momento de tránsito entre la radio y la
masificación de la televisión en nuestro país. Vaya uno a saber
los manejos mentales. Encima,
en lo que hace a los mentados medios de comunicación, también me
toca vivir esta transición de incorporación de internet a la cotidianeidad. Ya
prácticamente hay personas que compran una pc
como quien adquiere una batidora o un lavarropas.
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Ha pasado a la
categoría de artículo del hogar. La magia inicial, esa de
enfrentarse al teclado o mouse y ver que pasa, está transformándose
en una meseta que no presenta mayores sorpresas.
Por ahí, con el teléfono, en su momento, hubo personas que
sintieron cosas similares. Pero, bueno, la cosa que, a pesar de
haber dejado de prestarle los ojos a la televisión, las imágenes
que adquirí están incorporadas, y en algún momento me vi intentando transcribirlas en relatos. Mejor dicho, en historietas.
Eso son las Historietas desde Traselpuente, imágenes burlonas de
la memoria que quieren seguir fluyendo.
Tito Demoron |
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o-o-o
Historietas desde
Traselpuente I o-o-o
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Escuchas
Mike
Milles había conseguido un puesto de sereno en el garaje de Morris,
al este de la 49. Apenas once cuadras lo separaban de su residencia,
un departamento en el cuarto piso del tranquilo barrio de Soudmerry.
Allí fue criado y había desarrollado su tierna juventud. Época,
esta última, en la cual su fresco peinado, apenas caído sobre su ojo
izquierdo y una tierna mirada habían dejado huella en mas de una
mujer. La mayoría de ellas ahora casadas. Mike ya no era el niño
mimado de las jovenzuelas saltarinas, pero no había perdido su
entereza con las mujeres, quienes ya superaban los cuarenta, y seguían
viendo en él al personaje de cine que al no podían acceder. Varias
de ellas lo soñaban, y las mas atrevidas dejaban saber que habían
sido insinuadas por él, pero la condición marital de las ya no tan
niñas había convertido en negativa las propuestas de romance. Todas
tenían algo que enumerar respecto de odiseas con el apuesto Mike.
Otras callaban, pero sus miradas y sonrisas, mezclas de ingenuidad y
travesura las delataba sin mas: también soñaban. Mike sabía de esos
rumores, "corrillos de peluquerías de mujeres" solía
sentenciar cuando le inquirían al respecto. Algunos hombres
aseguraban que se ponía agresivo ante la insistencia para que contara
sus romances. Todos hablaban de Mike en ese sentido, sin embargo no se
le conocía mujer y su irascibilidad nunca había pasado de un
murmurado insulto, prácticamente inaudible. El dueño del edificio
había contado en distintas oportunidades que era una persona franca,
amigable y que ciertamente las mujeres lo visitaban a su departamento,
preferentemente al mediodía. Todo era incierto.
Esta situación de un hombre soltero, de cuarenta años y en época de
guerra, llegó a los oídos de Sarah Barteland, joven y suspicaz
periodista del New Soudmerry Shine, quien, extrañada por el caso,
decidió investigar a los efectos de hacer los comentarios en su
columna Vida Cotidiana;"hombres solteros en guerra", era una
excelente propuesta editorial. Se colocó el pañuelo sobre el
peinado, tomó sus anteojos negros, y subió al Pontiac verde, no sin
antes mirar al espejo y dar el último retoque a sus labios. Estaba
decidida a ir directamente al grano: entrevistar a Mike en su lugar de
trabajo esa misma noche.
Cuentan en la editorial del New Soudmerry Shine que al volver Sarah de
la entrevista, esa madrugada, tomó sus cosas del cajón del
escritorio y decidió mudarse a una finca en las afueras del pueblo, más
allá del puente. Mike vivió en su departamento dos días más luego
del encuentro. El dueño de los edificios de departamento lo encontró
colgando de un pañuelo sujeto al ventilador de techo. En la mesa un
sobre conteniendo la misiva de despedida decía: "no soy
soltero".
El departamento fue alquilado a Austin Bordwin esa misma semana.
"La vecindad ha estado comentando estos días que resulta extraño
que siendo Austin un hombre apuesto, cercano a los cuarenta años, no
se le conozca mujer. En su antiguo barrio cuentan de Austin, por quien
en su tierna juventud las mujeres solían insinuar situaciones de las
más osadas travesuras juveniles..." Sarah Barteland, desde
Traselpuente, especial para New Soudmerry Shine
-Número 3526 de la 49, Soudmerry, 1944-
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Dos caños
Ese
día decidí utilizar la Chevy turquesa, había llovido y el camino
seguramente empeoraría llegando al río. No cruzaría el puente en
esta oportunidad. El día no se prestaba mas que para cine y las películas
llegaban los jueves a Soudmerry. La posada de Jeffrey era una buena
alternativa en estas circunstancias.
Apenas dos millas antes de arribar divisé la figura de un hombre
caminando hacia el puente. Aminoré la marcha. Parecía cazador. Hago
señas de llevarlo, mira la caja de la Chevy, vuelca sus bártulos allí
y entra a la cabina.
- Sam Sterpenton, encantado.
Le comenté que no era época de caza, que tuviera cuidado pues el
alguacil hacía rondas por el sitio. Pareció no importarle y desvió
su conversación hacia cuestiones vinculadas al alcohol y la historia
del lugar. Me comentó que la cerveza de esta zona era muy popular en
su pueblo. Me resultó extraño, pero todo es posible. Lo invité a
tomar un par de botellas en lo de Jeffrey así se sacaba el gusto.
- Conocí a "sadman" hace 17 años. Antes que abriera su
posada. Solíamos cazar juntos, él July y yo. Seguramente ya no se
acordará de mí.
Nunca supe si era un apodo de Jeffrey o su apellido, de todas formas
yo no lo llamaba así. Alguna vez había evidenciado que no le gustaba
"dime Jeffrey solamente, ya olvidé a Sadman". Llegamos y el
hombre cargó la pequeña mochila y su dos caños. Le comenté que no
era necesario, que aquí nadie tomaría algo de la Chevy. Solamente me
miró.
Abrí la puerta del lugar. La extensa vitrina espejada detrás de la
barra lucía altamente esplendorosa con la luz amarilla del atardecer
después de la tormenta. Siempre es cálida la luz cuando atardece en
las cercanías de Soudmerry. Saludé desde la puerta extendiendo mi
mano, a la par que me quitaba el sombrero. Vi que Jeffrey se tiraba
detrás de la barra y sentí el estruendo a mi costado, ensordecedor.
La vitrina estalló en cientos de pedazos. Yo caía víctima del
desmayo.
Al día siguiente el alguacil y su ayudante me trajeron la Chevy
turquesa, que había sido abandonada sobre la vieja ruta a Pavington,
acceso prácticamente abandonado a la interestatal, al oeste del
pueblo. Nunca supimos del tal Sam, y Jeffrey jamás habló del tema,
pero al mencionarle el nombre de July sus ojos humedecieron.
Posada de Jeffrey, en las afueras de Soudmerry, 1955 |
La 9121... y Caledonia.
Una
esquina peligrosísima. Cierta tarde cruzaron un Cadillac, blanco
descapotado, que transitaba por la 9121 y un Montclair Phaeton, cuatro
puertas, una belleza que llegaba desde Park Cruissington por
Caledonia, pero a contramano. Nada lo detuvo. Ni siquiera el viejo
Chesterghen, agente de la cuadra, que estaba de servicio.
Los chicos que estaban allí jugando a las canicas no podían creer
lo que veían. La morocha que venía por la 9121 bajó de su Cadillac.
Falda aperdizgada, abierta a la altura de la pantorrilla, tacos altos
marfil, cabello ensortijado, culminando en un fabuloso sombrero alado
con dos extrañas y coloridas plumas.
Pisó la calle delicadamente y movió su silueta como solamente una
actriz de los cuarentas podría hacerlo. Era Jeanne Caritford, una
jovencita del medio oeste californiano, venerada en cuanto cine
hubiera estrenado sus filmes. Se acercó al Montclair, que le había
rozado su Cadillac destrozándole las bombillas. Buscó en su bolso
pequeño. Extrajo lo que después supimos era una Walther y le vació
el cargador al chauffeur del Montclair.
Volvió sobre sus pasos de la misma delicada forma. Subió y partió.
Los diarios informaron que se trataba de un ajuste de cuenta por
celos.
Tiempo después, cuando desclasificaron los archivos de Soudmerry, ya
culminada la gran guerra, supimos que Jeanne había sido una espía
alemana y se habría vengado ese día con John Starnose, al revelar éste
su identidad real.
-Soudmerry,
bar de Roony, 1948- |
Cervezas
En
definitiva siempre son historias de soledades. Búsquedas inusitadas
que completen la existencia. El de Jack Pillance fue uno de esos
casos. Descendiente de irlandeses era algo así como el hijo no
querido de su barrio, allá en Soudmerry. Centro católico por
excelencia en los bajos de Clintsmaswick. No era una persona muy
atenta a lo que ocurría a su alrededor y eso le jugaba en contra. Era
objeto de burlas cuando iba a lo de Ronny a tomar cervezas. Nunca les dio
importancia. No reaccionaba. La soledad provoca esas
inflexibilidades. No hablaba de mujeres siquiera.
Una noche un paisano se le acercó, como que le dio pena:
- Oye Jack, por qué no vas a lo de Betsie y te diviertes un poco. Tú
necesitas compañía femenina.
Con unas copas de más se encaminó al codiciado burdel. Un poco caro
para el hombre común. Pero Jack siempre tenía unos dólares de más.
Betsie, la Madame del lugar lo junó en seguida. Hizo señas a una
pelirroja chasqueando sus dedos. La dama escupió su chicle, acomodó
su corset y encaró para donde estaba Jack. Cuando pasaba cerca de
Betsie ésta le susurró al oído "al lavadero". Los ojos
castaños de la dama crisparon, la sangre en sus pupilas hizo aparecer
toda vena posible. Un haz de luz en la mirada iluminó la frente de
Jack, mientras un hilo filoso de saliva descoloraba el maquillaje de
la dama. Su gargantilla azul se ajustó al cuello, sus muslos
temblaron en el apronte hasta endurecerse. Tomó a Jack por el hombro.
Se los vio internarse tras la puerta lateral.
En Soudmerry, un hombre de blanco, reloj cadena al bolsillo, anillo de
brillantes, bastón y sombrero al tono, pasea por la 49, rumbo a lo de
Ronny. Los transeúntes lo saludan con respeto, las mujeres se asoman
en cada ventana, contemplativas y admiradas por su elegancia.
Al entrar al bar, los habitúes se abren de la barra dando lugar a
Jack que extiende su mano atajando la cerveza que exactamente a las
19:33 el viejo Ronny hace deslizar para su distinguido cliente, quien
en los últimos diez años no ha faltado a la cita.
Bar
de Ronny, Soudmerry, 1948. |
B.B.
Brendha
Behavior entró a la cantina; meneó la cintura mientras pasaba frente
a la caja e ingresó a la cocina. Salió con su delantal celeste
puesto a medio abrochar, marcando el taco sobre el piso en cada paso,
y se acercó a la barra. Difícilmente pasaba inadvertida. Su modo de
pronunciar casi afrancesado, su andar inescrupuloso, la vivaz expresión
de su inquiriente mirada y los gestos en su rostro, definían un
estilo diferente de lo visto en meseras.
Había ingresado a trabajar a lo de Rooney la noche de los relámpagos
o noche de las tijeras, según la zona de Soudmerry que la evocara; y
había ingresado de la misma presumida y desencantada forma que lo
hizo todos los días en los últimos dos años.
Rooney le pidió que luego de servir las primeras mesas llevara un
escocés a los apartamentos de la 91, a un visitante llamado Harry
Dagger "... un productor de teatro" le deslizó a Brendha.
Junto al whisky un sobre. Brendha miró el encargo, sirvió las
primeras mesas con la misma paciencia, mascando el mismo chicle con
sabor a frutilla, de todas las noches. Puso el whisky y el sobre en la
bandeja y dirigió sus pasos hacia la 91.
Subió las escaleras de los apartamentos desafiando al eco en cada
peldaño. Los finos tacos agujas jamás temblaban cuando la Behavior
provocaba el sonido seco contra la superficie. La luz era tenue como
en toda la morada. Golpeó la número 16 y el tal Dagger, en bata,
atendió. Tomó su escocés en el pasillo de un solo trago, a la vez
que hacía señas a Brendha que aguarde.
Abrió el sobre.
Leyó el escueto mensaje.
Miró a nuestra camarera sorprendido.
Y murió.
No atinó a emitir sonido alguno.
El taco de Brenda Behavior penetró su frente.
Harry Dagger falleció al instante.
Cuentan en Soudmerry que Rooney pagó el pasaje de Brenda a México.
Bar
de Rooney, 1948, Soudmerry. |
Cruzando la
calle
"Estaba
bajando por la escalera, a medio camino, cuando su silueta se insinuó
hacia mí. Acababa de poner la última de las gastadas lamparitas del
único letrero luminoso que se conservaba en la cuadra. Era una época
difícil para las luminarias. El costo de la electricidad en la guerra
fue superior a lo esperado, y ya pocos mantenían la iluminación. Con
la obsesión de sufrir algún ataque muchas noches se practicaba
apagar las luces y se había perdido la costumbre de cambiar los
focos. El letrero de O'Brian, sin embargo, nunca dejó de iluminar las
noches de Soudmerry.
Ella miraba como descendía, casi lo hacía con pudor, casi risueña.
Bajó la vista al encontrarse que la observaba y apuró el paso.
Zapatos blancos, medias blancas tres cuartos, caídas y su vestido de
mil flores haciendo picardías en mis pensamientos. Creo que esa tarde
fue un encuentro definitivo. Un camino maravilloso y sin dificultades
se abría. Es que el camino, cuando aparece delante nuestro resulta
sencillo, y sin embargo cuando desaparece bruscamente es un salto a la
tristeza. Mis amigos, la sola idea de perder una oportunidad con ella
me resultó insoportable en ese mismo instante. A veces el instinto es
mejor y por él me guié.
Por lo que, luego que pasó delante del desaparecido bar de O'Brian,
en la 49 entre Maison y Cordiell, ni siquiera cobré el servicio al
viejo Charly y me apresté a abordarla. Coloqué detrás de la
Chevrolet la escalera y las herramientas lo más acertadamente posible
y manejé siguiendo a esa silueta, absolutamente decidido a no
permitir al destino que obstaculice la concreción de aquel encuentro
de nuestras miradas debajo de la luminaria del viejo Charly. Ann Marie
debe haber escuchado el ronroneo de mi Chevrolet, aminoró su andar.
Se entretuvo jugando con sus manos en las plantas de los jardines. La
certeza, esa observación humana entre la razón y el sentimiento,
entre el instinto y la inteligencia se había apoderado de mí.
Ella estaba por cruzar la calle.
Volteó su rostro hacia mí.
Toqué bocina.
Nuestras miradas volvieron a encontrarse.
Apuró el paso.
No lo vio... no lo vio.
Salud amigos"
(Ann Marie Christoferson fue atropellada el 14 de junio de 1942, en la
esquina de la 49 y Maison)
Bar de Rooney, 1948, Soudmerry. |
Tango... tango
Harold
Rise, alias "el mudo", había sido dado devuelto a Soudmerry
por el ejército antes de llegar al frente. Muchos dijeron que por una
deficiencia física. Otros, los más, que por haberse escondido antes
de que el cuerpo de infantería, al que pertenecía, fuera embarcado.
Ninguna versión pudo comprobarse y de vez en cuando se rumoreaba una
nueva en el bar de Rooney al que Harold frecuentaba junto a Susan y
Margie.
Eran de las pocas mujeres que ingresaban a lo de Rooney. La única
bebida que se hacían servir era champagne. No bebían demasiado. Podían
estar toda una noche con la misma copa pero el efecto del alcohol solía
causar estragos en ambas.
Harold siempre mantuvo excelente comportamiento. Era un gran bailarín
y sentía una inexplicable obsesión por el ritmo de tango. Solía
imitar muy fielmente a Valentino. Eso divertía a Susan, rubia que había
trabajado de camarera en Monty's, obteniendo fama de tener la sonrisa
sencilla y fácil. Esto era cierto, excepto cuando su compañera
Margie demostraba no haber tenido un buen día. Ese era el momento en
que llegaba a exigirle a Harold su versión de tango. Aquella fue una
de esas noches.
Entraron al bar y se sentaron en la misma mesa de siempre, en
silencio. Rooney se percató de la situación y aprestó el tocadisco,
al tiempo que asentía a la seña de Susan que le pedía la misma
bebida de todas las noches. Los sirvió y se retiró a observarlos
detrás de la barra.
Hubo una pequeña charla, Susan levantó la voz. La pudorosa Margie
calló y Harold retiraba su silla casi enfadado, casi altanero, e
invitó a Susan a bailar. El sonido del tango no se hizo esperar. En
la barra, los habitúes se colocaron de costado para ver la pareja.
Entre ellos estaba Horace, un tanto pasado de copas. Entusiasmado por
el ritmo y la fantasía se dirigió a la pudorosa Margie que observaba
desde la mesa con la copa en su mano.
Susan vio al hombre de espaldas apoyado sobre su mesa. Dejó el baile
y se acercó. Apoyó suavemente su delicado cuerpo sobre el costado de
Horace y arrimó los labios a su oreja como susurrándole. Su lengua
ensoñó la fantasía del habitué. Un juego seductor impregnó al lóbulo.
Susan miró a Margie, quién comenzó a levantarse hasta colocarse
detrás de Horace. Se sintió en el limbo.
Las dos mujeres sobre él.
Los dientes de Susan jugueteando, inquietos.
Mordió el lóbulo.
Lo arrancó de un tirón.
Lo escupió sobre la copa.
Margie dibujó una sonrisa de satisfacción.
Inmovilizó al hombre con sus brazos.
Horace debió beberse la copa y tragar su propio lóbulo. Luego huyó
del bar.
Esa noche, Harold, no dejó de reprocharle a las damas que lo hubieran
dejado solo en la mitad de su imitación de Valentino bailando tango.
Bar
de Rooney, 1947, Soudmerry. |
La de Eric
Cuando
joven tuvo necesidad de trabajar. No era un momento sencillo. Los años
treinta estaban encima. Eric logró trabajar levantando cosechas y en
un descuido de la larga jornada cayó al piso, tal vez por el
cansancio, quizás por el exceso de sol. Uno de los viejos carros
tirados a caballo, de ruedas de madera, le torció el pie. Quedó
rengo. A las burlas, de las que había sido víctima durante su
infancia, se sumó una más.
Así las cosas, enanismo, renguera y burlas crearon en Eric una extraña
forma de aproximación a las personas y las cosas. Solía golpear sin
pudor los tobillos de quienes se acercaran a la barra en la posada de
Jeffrey. Pedía disculpas, dando miles de excusas sobre su estatura,
el accidente y el acoso de la sociedad que lo había llevado a sentir
agresiones donde tal vez no las hubiera. Si eran aceptadas la amistad
estaba encaminada a mantenerse y siempre pagaba las copas. Caso
contrario lo que aconsejaban era seguir de largo sin detenerse, ya que
en el momento menos esperado muy disimuladamente se aproximaba y
orinaba las botamangas de los pantalones de quienes lo hubieran
desaireado. Las burlas del resto de los hombres era inmediata. Eran
unos cuantos quienes habían jurado vengarse de tal artimaña.
Sandy, una rubia y muy delgada hija de campesinos, de cabellos siempre
cortos, que evidenciaba ser más joven que Eric, era la única compañía
femenina con quien se lo veía, casi siempre a la hora del almuerzo en
la posada de Jeffrey. Siempre con vestidos debajo de la rodilla e
invariablemente luciendo zoquetes y botitas.
En primavera del 46, como lo hacía todos los años, Jeffrey organizó
una fiesta por un nuevo aniversario de su posada. En esta oportunidad
sería en el patio trasero, la sequía en la zona auguraba que no
llovería como todos los años para esa fecha. Y así fue. Llegada la
noche del veinte y cinco de septiembre, las luces iluminaban la
extensa pérgola y las mesas lucían sobre sus manteles verdes y
blancos los centros de mesas con flores especialmente tomadas del
invernadero de Jeffrey para la ocasión.
Eric y Sandy asistieron a la velada invitados en forma insistente por
Jeffrey, ya que ellos habían sido sus primeros clientes y nunca había
logrado que asistieran. Fueron el comentario de los invitados durante
toda la noche. El embarazo de Sandy estaba muy avanzado. Eric se
percató de los comentarios y comenzó a sentirse molesto, pero por
respeto a su compañera se mantuvo despejado y con la sonrisa amplia.
El profesor Ronald, un vecino muy conocedor de plantas, y que había
obtenido las botamangas mojadas de parte de Eric en varias
oportunidades, invitó gentilmente a la pareja a recorrer el iluminado
invernadero del que Jeffrey solía hacer alarde. La pareja aprovechó
la invitación para distenderse de las molestas miradas de los
concurrentes. El profesor comenzó a explicarle sobre las distintas
variedades que allí se encontraban y cómo habían sido obtenidos.
Se pararon frente a unas extrañas especies.
Los infinitos colores mantenían absortos a Eric y Sandy.
Ronald vio la oportunidad de vengarse de tantas mojadas en las
botamangas.
No pudo evitarlo, la tentación pudo mas.
Abrió la bragueta de su pantalón.
Se dispuso a orinar a Eric.
Un solo grito partió la noche.
En la posada siempre se comentó que Eric al darse vuelta tomó una
tijera y destrozó la virilidad de Ronald. Los más escandalosos
mencionaban la intervención de Sandy en el affaire. La versión
oficial indicó que el profesor no se percató que estaba muy cerca
del regalo que la pareja había obsequiado a Jeffrey con motivo del
aniversario de la posada: la peligrosa Sarracenia carnívora de las ciénagas
de Soudmerry, que esa noche goteaba sangre por su tallo.
Posada de Jeffrey, 1946, Soudmerry. |
In Memorian
"Cruzaban
el puente todas las semanas. Seis meses durante 1946. Sus manos
arruinadas por completo. Jardines y rosales. En una temporada
conocieron cada rincón del suburbio. La naturaleza es impiadosa y
amontona soledades en lugares insospechados. Ningún oficio por vulgar
que parezca es indiferente a la creación. Ellos lo sentían de esa
forma. Era como si buscaran el sendero desconocido, ese que por inútil
no resulta de los elegidos para transitar. "A todos parece
gustarles recorrer el sendero principal. Allí hay mucha gente.",
solía mencionar Rex, y su charla sobre la conveniencia de inutilidad
para alcanzar la madurez, comenzaba. Apasionado y eufórico, había
aprendido gradualmente a reconocer en un sencillo y pequeño auditorio
la posibilidad de crear un mundo suelto en vida y resistente a las
marchitas influencias citadinas. Su cuerpo, tan sutil como su espíritu
parecía deslizarse perezosamente. La mirada del tiempo en la ciudad
cambia cuando el horizonte se extiende. Su compañero de tareas,
Ralph, difícilmente mencionara palabra. Apenas saludaba tocando el ala
de su sombrero. Pero con su mirada era capaz de manifestar los mayores
disgustos que alguna situación le planteara, la indiferencia
descuidada o el embelesamiento prolongado. No parecía esforzarse
demasiado. En eso, en la actitud natural de llevar sus inflexibles
vidas, los dos compañeros se parecían. Muchos confundían esa imagen
quieta y pacífica de los muchachos por pereza. Nadie logró encontrar
sus cuerpos, y a nadie pareció molestar que no se los viera mas. Hay
pocas referencias de su paso por nuestra vecindad y excepto por el
boticario a quién solían venderle frutos recogidos en sus vagabundeo
azaroso, seguramente nadie los recordaría. Estaba escrito como si
fueran las primeras letras que aprenden los niños: "from the
useless dual zone". Eso decía en las referencias que traía cada
frasco de recetas magistrales de la farmacia central de Soudmerry, allá
por el año de nuestro señor de 1946, cuando el boticario preparaba ungüentos
y pastillas a modo de placebo para los quejosos pacientes
que no padecían más que angustias.
Dios conserve la cultivada fragancia que trae el camino sin huella de
nuestra existencia. Amén"
Reverendo Minfoll, Presbitería Conciliar, Soudmerry, 1948. |
Columnas
Marcando
un suave descenso la pulcra colina dejaba ver en lo alto las tres
columnas truncadas y sus enredaderas prolijamente mantenidas. No se
recuerda noche en que la iluminación amarilla se viera desde lejos.
Allí en lo que era el viejo portal de acceso a la zona de fincas los
enamorados suelen tomarse fotografías en los días previos a la
entrega matrimonial. El viejo teniente Maztinler jamás hizo oposición
a que su jardín sea utilizado como escenario por los novios. Incluso
se recuerda una bella velada nocturna en la que la Orquesta Filarmónica
de Soudmerry dejó impregnados sus clásicos sonidos. Magnánimo, como
sus antecesores, el viejo teniente cedía gustosamente el lugar a
cuanto evento se le propusiera desde la alcaldía, y si de cuestiones
juveniles se tratara, ponía especial énfasis en que su finca era el
albergue ideal. Fueron muy recordadas las festividades primaverales,
hasta aquel año de 1946 en que Diane Leaves desapareció de la
comarca sin dejar rastros luego de haber festejado con sus compañeritas
un día de campo en las cercanías del palacete. Algunas de ellas
comentaron que la picardía que la caracterizaba y su atrevimiento sin
igual la llevó a entrar por una ventana en la parte superior que da a
los dormitorios. Otras que su padre la pasó a retirar y se la llevó
hacia el sur.
Su madre nunca supo de ella.
Sobre la pulcra colina,
las cuatro columnas truncadas
y sus enredaderas,
prolijamente mantenidas,
son el escenario ideal.
Una velada prestigiosa
se auspicia desde la alcaldía.
Posada de Jeffrey, 1948, Soudmerry.
(traducción de Egbert Myser) |
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