16 de junio de 1955

 

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-el 16 al mediodía: bombas sobre la Casa Rosada
-rumbo a Plaza de Mayo:"¡La vida por Perón!"


las huellas del ataque: Troleybuses inutilizados, una bomba enterrada y el Ministerio de Marina

la noche del 16 Perón lee los diarios y se abraza con Lucero

 

 

EL 16 DE JUNIO
"Yo les pido a los trabajadores que estos asuntos que se están suscitando en estos días, me dejen a mí para que juegue el partido." La frase retumbó en los oídos de todos los peronistas reunidos en asamblea aquella noche del 14 de junio de 1955, cuando el Presidente alardeó de su poder para dominar fácilmente los embates de la oposición. Tres días antes, los católicos habían ganado las calles: el 12, la Curia Eclesiástica fue allanada por la policía, en una operación en la que se secuestró abundante material de propaganda opositora. Perón, que acusaba a los manifestantes católicos de haber quemado una bandera argentina (después se supo que habían sido los propios funcionarios policiales), trataba de demostrar que su régimen era inconmovible, y ordenaba la deportación de los sacerdotes Manuel Tato y Ramón P. Novoa, la que se hizo efectiva en la madrugada del 15 de junio.
Ese mismo día, con escasas horas de diferencia, tres aparatos Catalina levantaban vuelo cargados de bombas desde la base Comandante Espora. "Vamos a realizar un simulacro de bombardeo en la zona de Bariloche", informó el jefe de la escuadrilla, capitán de corbeta Enrique García Mansilla, antes de despegar. Sin embargo, al caer la tarde, los aparatos aterrizaron en la base aeronaval de Punta Indio, exactamente a la misma hora en que partían de allí dos cuatrimotores de transporte DC 4, también cargados de explosivos, con destino a Ezeiza. Eran los preparativos que la oposición tenía en reserva para dar su próximo golpe. Y faltaba muy poco tiempo para que se llevara a cabo.

El plan rebelde
La idea de derrocar a Perón había quedado latente entre los opositores después del frustrado intento del 28 de setiembre de 1951, cuando el general Benjamín Menéndez y su estado mayor fueron condenados a largos años de prisión. Los civiles más decididos eran los dirigentes políticos Miguel Ángel Zavala Ortiz, Adolfo Vicchi, José Aguirre Cámara, Francisco Pérez Leirós y Julio Duró Ameghino, y él ex presidente de la Unión Industrial; Raúl Lamuraglia, quien había establecido en la prisión una sólida amistad con el almirante Adolfo Estévez. Allí nació el nexo más importante con los marinos antiperonistas. El elenco se completaría con los generales Pedro Eugenio Aramburu, Fortunato Giovannoni y León Justo Bengoa, y con los almirantes Samuel Toranzo Calderón, Benjamín Gargiulo y Aníbal Olivieri (este último ocupaba el Ministerio de Marina en el Gabinete de Perón). Otros tres civiles, Mario Amadeo, Luis Agote y Luis María de Pablo Pardo (todos nacionalistas) cumplieron en esos preparativos algunas tareas de enlace. A ellos se sumaba el capitán Walter Viader, quien cumpliera seis meses de prisión por participar del golpe de Menéndez. En febrero de 1955, el plan rebelde de operaciones estaba trazado de la siguiente manera: 1) la aviación naval y la aeronáutica militar bombardearían en forma combinada la Casa de Gobierno, para eliminar a Perón; 2) tres minutos después de caer la última bomba atacarían los civiles ubicados estratégicamente alrededor de la Plaza de Mayo, mientras un comando dirigido por Viader tomaría una emisora para difundir la proclama revolucionaria; 3) los infantes de marina marcharían desde su Ministerio a tomar la Casa de Gobierno; 4) la tercera división de Ejército (con asiento en Paraná) marcharía sobre Buenos Aires a través de un puente aéreo, de la flota de río y de un tren vacío especialmente fletado por un grupo de ferroviarios socialistas; 4) la flota de mar zarparía hacia Buenos Aires para apoyar las operaciones en tierra. Si la sublevación triunfaba, el Gobierno sería entregado a una junta integrada por militares, marinos, aviadores y tres civiles: Zavala Ortiz, Vicchi y Américo Ghioldi, este último exilado en Montevideo.

El "homenaje"
La mañana del 16 de junio, según las informaciones oficiales, iba a ser propicia para efectuar un acto de homenaje al Presidente, que sirviera, también, "para desagraviar la memoria del general José de San Martín, agraviado durante la procesión de Corpus Christi". "Para rendir homenaje —decía el comunicado oficial aparecido en los matutinos del 16—, a las 12, una formación de aviones Gloster Meteor de las unidades caza-interceptoras de las FAA, con asiento en la VII brigada aérea, volarán sobre la Catedral."
También en las primeras horas de la mañana se produjo la deserción más importante en las filas rebeldes. Bengoa, quien debía viajar a Paraná a sublevar la tercera división de Ejército, no pudo partir porque se lo impidió la guardia militar del Aeroparque. Simultáneamente, la Escuela de Mecánica de la Armada, que debía plegarse al golpe, no logró movilizar sus efectivos porque su edificio fue rodeado por soldados leales al Gobierno. De ese modo, los rebeldes quedaron sin apoyo terrestre, fundamental para el triunfo de su revolución, cuando ya era imposible echarse atrás.
A las 8 y media llegó al edificio del Ministerio de Marina una compañía de infantes completamente equipada, al mando del capitán Argerich, la que fue alojada en los sótanos. Con escasos minutos de diferencia también entraron dos civiles: Luis María de Pablo Pardo y un obrero telefónico que fue llamado para reparar las líneas. Una hora después, a las 9 y 35, la fuerza aeronaval estaba operando sobre el estuario. Se componía de 20 aviones NA (North American) de entrenamiento avanzado, comandados por el capitán de corbeta Santiago Sabarots, y 6 aparatos Beechcraft AT 11, de bombardeo liviano, al mando del capitán de corbeta Enrique García Mansilla. Por otra parte, nueve máquinas C-47, de carga, a las órdenes del capitán de corbeta Carlos Celestino Pérez, transportaron de Punta Indio a Ezeiza un contingente de infantes de marina, con la misión de tomar las instalaciones y de proveer a los aviadores de bombas y proyectiles listos para ser empleados.
Todo eso era parte del operativo rebelde, planeado por los opositores: convertir el supuesto "acto de homenaje" en un bombardeo a la Casa de Gobierno. Se suponía que Perón iba a presenciar desde la azotea el desfile de aviones en honor suyo, lo que facilitaría su eliminación física.

Bombas y metralla
A las once de la mañana, en el Ministerio de Marina todos estaban nerviosos. Las líneas telefónicas no funcionaban y el obrero encargado de repararlas no terminaba nunca. Tampoco aparecían los aviones que debían "rendir el homenaje", y el cielo se mostraba totalmente nublado, sin plafond para bombardeos. A las 12 y media, cuando los marinos vieron descender un helicóptero en el Ministerio de Ejército, conjeturaron que el golpe había abortado sin que los aviones navales pudiesen levantar vuelo. Pero no era así. Un oficial de aeronáutica bajó del helicóptero para informar que había sido tomado el aeropuerto de Ezeiza por efectivos de Punta Indio, pero los aviones rebeldes ya estaban próximos a Plaza de Mayo.
A la una menos veinte, luego de tres horas de vuelo a 1.300 pies de altura, el capitán de fragata Néstor Noriega descargó la primera bomba sobre la Casa de Gobierno y alcanzó a destruir totalmente el jardín de invierno. Claro que Perón hacía rato que ya no estaba allí, pues a las 8 de la mañana, después de una audiencia concedida a las 8 al Embajador norteamericano Albert Nuffer, el general Franklin Lucero le había informado que estaba en marcha un complot para matarlo y le ofreció los sótanos del Ministerio de Ejército para refugiarse. Lucero estaba sin dormir, porque se enteró a las 11 de la noche del día 15 que el capitán retirado Serpa Guiñazú estaba reclutando unidades para adherir "a la revolución contra la dictadura". Serpa Guiñazú fue denunciado por el teniente coronel Morteo, jefe del regimiento Nº 2 de infantería motorizada, al que había invitado a plegarse al grupo rebelde, y a quien debió enfrentar a las 3 de la mañana en un careo presidido por el Ministro Lucero y el Subsecretario de Ejército, José Embrioni. A pesar de las negativas de Serpa Guiñazú, Lucero decidió alertar a los jefes de las unidades de la Capital Federal, Gran Buenos Aires y Campo de Mayo, y al jefe de la Policía Federal, sin imaginar que todos sus movimientos eran cuidadosamente vigilados por los rebeldes. "El tiempo, que siempre despeja la verdad —escribiría Lucero años después en su libro El precio de la lealtad; Buenos Aires, Propulsión, 1959-—, me ha revelado que cuanto hicimos silenciosamente esa noche del 15 al 16 de junio había sido observado por el comando revolucionario instalado en el Ministerio de Marina, y seguido por el servicio de informaciones de Aeronáutica."
Al escucharse el estallido de la primera bomba, los infantes de marina salieron de su escondite en el Ministerio y avanzaron hacia la Casa de Gobierno, al mando del capitán Argerich, con el propósito de tomar ese edificio. Pero serían resistidos desde las azoteas y ventanales de la Presidencia por efectivos del regimiento de Granaderos y del Motorizado Buenos Aires, quienes abrieron fuego de ametralladoras, fusiles y carabinas, hasta obligar a los infantes a refugiarse en la estación de servicio de YPF instalada a mitad de camino. La batalla había comenzado y Perón se dio cuenta entonces de que ese partido, que él quería jugar solo, no resultaba tan fácil.

Los obreros en camiones
Mientras Embrioni se desesperaba en telegrafiar a las unidades del interior reclamándoles su adhesión al Gobierno (todos ratificaron su lealtad), el comandante en jefe del Ejército, general José Domingo Molina, planeaba la defensa y eliminación de los focos rebeldes. Ambos debían operar sentados en el suelo, pues las esquirlas y las ráfagas de ametralladoras empezaban a cobrar sus víctimas. Dos empleados civiles (un hombre y una mujer) fueron los primeros en caer muertos dentro de ese edificio.
A la una y diez llegaron a reforzar la defensa de la Casa de Gobierno los
efectivos del Motorizado Buenos Aires. Media hora después, cuando los infantes de marina lograron tomar la estación de YPF, cuatro tanques Sherman y cinco piezas de artillería liviana fueron a atacarlos por detrás. Habían sido enviados por el general Fattigati y su comandante de artillería, coronel Estol, quienes estaban al frente de los soldados de la División I de Ejército, instalada en el edificio Alea, en Leandro N. Alem y Viamonte.
En el aire, la batalla parecía más espectacular. Con excepción de los Catalina comandados por los tenientes de navío René Buteler y Carlos Vélez, quienes prefirieron no dejar caer sus bombas, el resto de los aviones lanzó todos sus proyectiles sobre el mismo objetivo: la Casa de Gobierno. Muchos de ellos no dieron en el blanco, porque la falta de visibilidad perturbó el lanzamiento, y estallaron en los alrededores, sobre las calles céntricas, donde la gente corría espantada a refugiarse en los edificios. En algunos casos, los pilotos se deleitaban disparando sus ametralladoras, al lanzarse en picada, y agudizaban el pánico general desatado en la ciudad.
Luego de descargar sus bombas, los aviones navales volaron a Ezeiza a reabastecerse de combustible y de proyectiles, y en esa operación fue perseguido sobre la Avenida Costanera un N. A., al que le dio alcance un Gloster Meteor y lo derribó. El teniente de corbeta Román alcanzó a saltar en paracaídas y luego fue detenido por una lancha de la Prefectura Marítima. Lo mismo le ocurrió al N. A. piloteado por el teniente de corbeta Bisso, quien al pasar sobre el Regimiento Nº 3 de Infantería, en La Tablada, fue alcanzado por el fuego antiaéreo y debió arrojarse al aire. Pero Bisso logró caer en Ezeiza, donde estaban sus compañeros. Los cuatro aviones Gloster, leales al Gobierno, hicieron poco después una pasada sobre ese aeropuerto y ametrallaron a los aparatos navales que estaban acondicionándose para proseguir el bombardeo, y lograron inutilizar algunos de ellos. El más averiado resultó ser el Catalina de García Mansilla, que quedó totalmente inutilizado. Este ataque de los leales sería el último, pues, en la base aérea de Morón, el comandante Agustín de la Vega pudo tomar el comando de represión, pistola en mano, en un audaz golpe. A partir de ese momento, los Gloster dejaron de ser leales y volaron también a la Casa de Gobierno para atacarla con sus ametralladoras.
A las 4 de la tarde comenzaron a llegar a la CGT varios camiones cargados de obreros, que habían sido reclutados por los dirigentes sindicales Augusto Timoteo Vandor, Eustaquio Tolosa y Héctor Tristán, con el propósito de asumir la defensa civil del Gobierno. Algunos obreros enarbolaban palos en actitud amenazadora, pero al ser atacados por la metralla de un Gloster optaron por dispersarse en forma desordenada. Los que se animaron a incursionar en la Plaza de Mayo fueron informados de que en Leandro N. Alem, cerca del monumento a Juan de Garay, había un camión blanco lleno de armas automáticas, abandonado por sus ocupantes. Llegaron hasta allí y las sacaron con el propósito de tomar el Ministerio de Marina, pero apenas se acercaron a este edificio fueron también dispersados por el fuego que partía desde los ventanales.
A las 5, llegó a Ezeiza un caza Fiat G-46 piloteado por el capitán Carús, quien informó que las tropas leales marchaban a tomar el aeropuerto rebelde. Ante esa alternativa y el fracaso total del apoyo terrestre a la sublevación, el capitán Carlos Celestino Pérez ordenó que un C-47 recogiera a todos los rebeldes (civiles y militares) para trasladarlos al Uruguay. Entre ellos estaba Miguel Ángel Zavala Ortiz, quien una hora después aterrizaba en la otra orilla. En ese mismo momento, un tanque disparó su cañón contra el Ministerio de Marina y abrió un boquete en el segundo piso, produciendo el incendio de la Sala de Almirantes. Al cimbrar todo el edificio por el cañonazo, Toranzo Calderón y Gargiulo estimaron que no valía la pena ensayar una defensa en momentos en que la sublevación había fracasado, y resolvieron enarbolar la bandera blanca. Minutos después, Gargiulo se pegó un tiro en la sien. Toranzo Calderón y Olivieri fueron detenidos y encarcelados hasta setiembre de 1955.
En las policlínicas y en las comisarías se amontonaban, al caer la tarde, centenares de cadáveres que media docena de camiones habían recogido en las calles. El espectáculo más tétrico lo ofreció el troleybús, desecho por una bomba que estalló en su interior cuando pasaba junto a la Casa de Gobierno: todos sus ocupantes murieron en el acto. Las cifras exactas de las víctimas jamás pudieron conocerse (el Gobierno las redujo a 373 muertos y 600 heridos, para quitar importancia al episodio, y los responsables nunca se atrevieron a hacer el recuento), aunque se estima que los muertos superaron el medio millar. La mayoría cayeron más por el efecto de la metralla que por las bombas, pues la falta de plafond obligó a los pilotos a volar bajo, y muchas de sus bombas se enterraron en las calles, sin estallar. Las fotografías con los destrozos y los cuerpos de las primeras víctimas fueron reproducidas en las sextas ediciones y observadas con preocupación por el Presidente, en una reunión de la que participaron Apold, Lucero, Sosa Molina y Aloe. El éxito de las fuerzas leales fue adjudicado al Ministro Lucero, quien se confundió en un abrazo con Perón cuando éste decidió informar al pueblo de lo sucedido y pedirle calma y serenidad.
La proclama revolucionaria, que Viader había logrado difundir por Radio Mitre, quedó desmentida en los hechos al escucharse la voz del Presidente por la cadena oficial de emisoras. "Argentinos, argentinos —habían advertido los rebeldes por radio—, escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina. El tirano ha muerto. Nuestra patria, desde hoy, es libre. Dios sea loado." En realidad, ni el Presidente había muerto ni Dios era loado, pues a la hora en que Perón dejaba oír su voz inconfundible, los templos católicos comenzaban a ser consumidos por el fuego.
revista primera plana
07/01/1969