Baldwin: El escritor y su piel

Un libro de ensayos —La próxima vez, el fuego— y una polémica novela, Otro país (los dos editados por Sudamericana), divulgaron entre los lectores argentinos a James Baldwin uno de los más valiosos literatos norteamericanos de hoy. A los 41 años de edad, este hijo de un predicador bautista, de Harlem, se ha convertido en el niño mimado de la crítica y en un respetado líder de la causa negra. La semana pasada retornó a París por el estreno de una pieza teatral y fue entrevistado por Mario Vargas Llosa, corresponsal de Primera Plana en aquella ciudad.


 

 

Ha vuelto a París (donde estuvo voluntariamente exilado durante una década) en condiciones muy distintas a las de antaño: ya no pasa hambre ahora y, en vez de dormir en las buhardillas miserables, lo hace, en el Pont Royal, un elegante hotel de la 'rive gauche' desde cuyas ventanas divisa la fachada de la editorial Gallimard, que ha traducido sus libros, y un panel multicolor anunciando el estreno de una obra suya, 'The Amen Corner', en el teatro Sarah Bernhardt.
Los diarios hablan de él y publican su foto, las revistas culturales le solicitan colaboraciones, todo el día debe estar hurtando el cuerpo a periodistas, admiradores y cazadores de autógrafos y, en las noches, como ya no puede pasear anónimamente por el Barrio Latino, se va a Pigalle, donde no corre el riesgo de ser reconocido por los ígnaros turistas.
Aparte de esto, se diría que ni el tiempo ni la fama han causado en él estrago alguno, Pequeñito, muy fino, ligeramente afectado, mal vestido, cualquiera lo confundiría con uno de esos jóvenes becarios africanos que atestan los cafés de las inmediaciones.
—¿Cierto que va al Congreso del Pen Club en Yugoslavia, representando a los Estados Unidos junto con Arthur Miller?
—¿Yo, con ese insoportable? ¡Jamás!
Tiene un aire desenvuelto, una voz simpática y unos grandes ojos de sapo que revolotean en sus órbitas constantemente, imprimiendo una extraordinaria animación a su tez lampiña y plomiza.
—¿Cómo evoluciona el problema racial en los Estados Unidos?
—Todavía hay una confusión total en torno de este asunto; el problema no se plantea en términos claros. Se trata de una lucha familiar, de acuerdo, de una pugna entre parientes que se empeñan en no reconocerse como tales. Pero la cuestión es sólo aparentemente racial; su contenido profundo es económico. Usted dice esto en Nueva York y lo acusan de comunista, de anarquista, pero ésa es la estricta verdad.
Un amigo le señala un titular del New York Times, "Por primera vez los Estados Unidos utilizan los bombarderos gigantes B-52 en Vietnam del Sur." Baldwin frunce el ceño, lanza una frase sarcástica y alza los hombros. Segundos después, sonríe de nuevo: "No hay que ser pesimistas —dice—. En los últimos meses, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, !os estudiantes han salido a las calles y han dicho no a la segregación, no a la intervención en la República Dominicana, no a los bombardeos en Vietnam del Norte. Es alentador, ¿no es cierto?, uno tiene la impresión de que esos muchachos van a crecer algún día."
A diferencia de la gran mayoría de escritores norteamericanos, Baldwin no pone un rostro aburrido o disgustado cuando se lo interroga sobre temas sociales y políticos; al contrario, él mismo lleva la conversación a menudo hacia ese campo. ¿Significa eso que cree en la eficacia de la literatura como elemento transformador de la sociedad?
—¿Quiere decir los libros de ficción? No, no creo que ninguna novela haya nunca originado, por sí misma, grandes cambios sociales. A la larga, tal vez, contribuye a esclarecer ciertos problemas, a abrir los ojos de unas cuantas personas, y ésta seria su utilidad histórica.
—¿Por qué hace usted una literatura comprometida si no cree que la literatura influya mayormente en la marcha de la historia?
—Yo soy un negro norteamericano, mi amigo, ¿qué otra cosa podría hacer? La literatura es siempre un testimonio, y yo, al escribir sobre mi condición y la condición de los míos en mi país, evoco fatalmente una serie de problemas actuales. ¿A usted le asombra que la mayor parte de los escritores norteamericanos cierren los ojos y se tapen las orejas ante la realidad política y social? A mí no, en absoluto. Para mí, esa actitud es también un testimonio revelador, un símbolo de esa ceguera del pueblo norteamericano que o no quiere ver la realidad, o la ve a través de una especie de sueño de Hollywood; somos un pueblo libre, rico, en estado de gracia y tenemos una misión superior que cumplir. Quien piensa así, y se siente tan reconciliado con la realidad, no se atreve jamás a correr riesgos. Y entonces sus relaciones con el mundo se vician. ¿Sabe usted por qué? Porque un hombre tiene que hacer el amor con el mundo o está perdido, y hacer el amor significa correr un riesgo, luchar.
—¿Cuando se expatrió usted? ¿Qué lo determinó a huir de los Estados Unidos?
—En 1948. Yo estaba harto ya y quería vivir mi vida sin pensar en el color de mi piel. Además, desde hacía algunos meses me sentía acorralado: diré que acababa de tomar conciencia de mi situación.
—¿Hacía mucho tiempo que escribía?
—Sí, comencé a escribir desde niño, en Harlem, donde nací. Sobre todo canciones, textos religiosos que, a veces, eran cantados en la iglesia. Nada de eso era serio, desde luego. Pero en 1947, por primera vez, la literatura me sirvió para encarar mi propia vida, mi propio país. Se trataba de un ensayo, A Letter From Harlem. No sólo comprendí entonces que la literatura era un quehacer profundamente serio, que exigía una sinceridad total, sino también que, al menos en mi caso, ella entrañaba un peligro físico. Sentirme amenazado me deprimía y me restaba libertad para escribir, así que hice mis maletas.
—Los diez años que pasó usted en Europa fueron muy fecundos, literariamente, ¿no es verdad? Pero, aparte de convertirse en un escritor famoso (Go Tell it on The Mountain, Giovanni's Room, Notes of a Native Son, Another Country), qué otra cosa significaron en su vida esos años de exilio europeo?
—Vivir en paz, sin el fantasma del color encima. Por ejemplo, tenía una pelea en un bar con un tipo, y sabía que se trataba de un conflicto entre él y yo, sin que mi piel tuviera nada que ver, y eso era algo formidable. Pero, atención, esa seguridad que me ofrecía París, a mí, un negro con pasaporte norteamericano, no significa de ningún modo que París fuera el paraíso para todo el mundo. De hecho,
para muchos argelinos y africanos, Francia era lo que los Estados Unidos para un negro de Harlem.
—¿No fue por esto su ruptura con Richard Wright? El llegó a creer, en cierto modo, que Europa había superado todos los problemas raciales.
—Ese fue el pretexto, más bien, de nuestra ruptura. Yo era como un hijo suyo. Y para mí, Richard no fue nunca un ser humano, sino un ídolo. Y, helas, los ídolos deben ser destruidos.
—¿Qué lo llevó a regresar a los Estados Unidos?
—Ya lo he explicado, largamente, en Nobody knows my name. Regresé el día que comprendí que no sólo era un negro sino, antes de eso, un norteamericano. Mis raíces son norteamericanas, mis tormentos son norteamericanos, luego mi campo de operaciones esta allí. Quiero decir que si en algún lugar puedo ser útil es en mi propio país.
—¿Cierto que lo invitaron a Cuba y usted se negó a ir?
—Falso. Acepté la invitación e hice los trámites necesarios en Washington; y todo eso fue una larga pesadilla burocrática. Sólo desistí de viajar a La Habana, cuando se hizo evidente que ése viaje podía apartarme para siempre de Estados Unidos. Uno debe elegir sus batallas, ¿no cree? La mía debo librarla en mi país.
—Algunos críticos lo han acusado de mistificar el problema negro, al enfocarlo desde un ángulo exclusivamente sexual. ¿Es lo que se ha dicho, sobre todo, de Another Country, no?
—Sobre mí se han dicho muchas cosas, mi amigo. Esa novela la escribí con una intención precisa: mostrar las dos caras de mi vida, la privada y la pública, la blanca y la negra. ¿Cómo no iba a aludir al sexo si yo quería ser realista y en última instancia el drama de los Estados Unidos es el de la inmadurez sexual? Los tabúes sexuales nos están envenenando y hay que acabar con ellos.
—¿Es lo que están haciendo o hicieron los escritores y poetas de la Beat Generation? Quiero decir Burroughs, Ferlinghetti, Corso.
—¿Usted cree que ésos son escritores y poetas? Yo no. El único de ellos que me inspira cierto respeto es Allen Ginsberg porque es más triste y más honesto que los otros. En realidad, me interesan muy pocos escritores vivos. Aquí, en Europa, citaría a Sartre, que en Francia es uno de los pocos intelectuales que parece tomar la vida eh serio. No quiero saber nada con Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute y toda esa banda de escritores, ¿cómo se llaman?, ¿objetivos?, ¿objetalistas?. Mis preferidos siguen siendo Henry James, Dickens y Dostoievski. Por lo demás, leo muy poco y no creo que un escritor deba ser un gran lector.
—¿Lo dice en serio?
—No, no lo digo en serio. —Y lanza una generosa carcajada.
—Usted admira a Sartre, ¿quiere decir que coincide ideológicamente con él? ¿Cree que la historia tiene un porvenir socialista?
—Fíjese, yo creo que en la sociedad del futuro ciertamente no habrá ningún Henry Ford. Pero ese socialismo (¿por qué se llamaría asi, además?) no vendrá de Lenin, será algo muy distinto, surgido un poco en el África, otro poco en América latina, otro poco en el Asia. Y también, claro, en la URSS y en los Estados Unidos.
—Pongámonos en el peor de los casos: que antes de que esto ocurra estalle la guerra entre el mundo capitalista y el socialista. ¿Qué haría usted?
—¿Qué diablos podría hacer yo? ¿Se ha olvidado quién soy? Si eso ocurriera, yo iría a la cárcel antes de poder decidir nada. Por lo demás, la elección sería muy difícil para mí. Yo soy fatalmente norteamericano, fatalmente amo a mí país y no tengo ninguna gana de vivir en el Este.
—¿Está usted cansado o puedo seguir haciéndole preguntas?
—Ya estoy cansado. ¿No sería mejor que lo dejáramos así?
—O.K. James Baldwin. 
Primera Plana
06/07/1965