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... y llegaron a una ciudad


trashumante Pérez Celis, a la conquista de la ciudad donde se vive

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Pérez Celis expone a la realidad las imágenes de su amor por Anatonia: en gruesas letras azules, la cubierta del catálogo no necesita explicar más. Desde mediados de la próxima semana y hasta el 15 de mayo, Anatonia desplegará sus magias y su sol incansable, perdonará a la muerte y aceptará ser interrogada, en una galería de Esmeralda al 900, en Buenos Aires.
Pero para conocer a Anatonia, es necesario conocer a Pérez Celis: sus grandes bigotes de tártaro derramados sobre una cara infantil, sus cigarrillos sin filtro, el barrio de "los años locos". Pérez Celis (26 años, casado, dos hijos) empieza a ser una confusión y una búsqueda, a partir de su nombre: "En realidad me llamo Celis Pérez —declara—. Pero desde la escuela, seguramente porque había muchos Pérez, me invirtieron el orden. Desde entonces quedé con dos apellidos y sin nombre."

La sábana y el paraguas
Desde entonces, también, esa inversión del orden pareció ser su destino: "Nunca pensé seguir una carrera universitaria. A los doce años empecé a dibujar historietas y quería ser un genio —sonríe, y agrega, con su manera deshilvanada (pero no tan casual como pudiera creerse)—: Mi hermano mayor es oficial de policía." A partir de esa aspiración a la genialidad, Pérez Celis comenzó a conmover el barrio de Liniers para demostrarla: el pacífico chico que las vecinas acostumbraban ver "haciendo los mandados", se convirtió en un demonio surrealista. Sus grandes proezas se limitaron entonces a recorrer la calle Rivadavia envuelto en una sábana; simular ser admirador de un pintor decadente, para ponerse a apedrear frenéticamente sus cuadros cuando éste se los mostraba, hostigar las madrugadas del vecindario con gruesos discursos "sobre la moral y las buenas costumbres". "Claro que no estaba solo —recuerda—: habíamos formado un club destinado a condenar a la gente que existe sin existir. Mandábamos cartas y proclamas a toda la oficialidad pictórica y literaria, tratando de demostrarles que estaban muertos." Por aquella época, Pérez Celis conoció a Carlos María Carón ("filósofo, poeta y estudiante"), en quien reconoce la mayor influencia de su vida. Para el folleto de la exposición que inaugura ahora, consiguió que Carón le escribiese unas líneas "entre un cigarrillo y un café, la última vez que estuvo en casa". Era justo: además de haberlo orientado desde una modesta penumbra a lo largo de diez años, Carón ostenta también, la paternidad de Anatonia.
Desde el comienzo de aquella amistad, Pérez Celis se sumergió en su oficio: "Trabajábamos en el departamento de un amigo, Eduardo Mellino, a veces durante días y noches enteras." Cuando se casó, a los 19 años, Celis entró también vertiginosamente en la miseria. En 1959, transido de hambre, decidió pasar al Uruguay aferrado a una vaga promesa del pintor Páez Vilaró, "que una vez, en Buenos Aires, me había dicho que podía contar con él". Llegó a Colonia con 9 pesos oro en el bolsillo, un paquete de cuadros "y un paraguas, porque llovía ferozmente; no sé cómo podía andar con todo eso". Se quedó casi un año, trabajando en publicidad: "Hice traer a mi mujer, y allí nació nuestro primer hijo, Enrique Sergio —memora, tomando el café que ha dejado enfriar—. Allí aprendí lo que puede ser una mujer."
La de Pérez Celis —Sara— no es artista, como supone la mayoría de quienes la conocen. Acaso para evitar la emoción que le provoca un sacrificio que intuye, Pérez Celis comenta: "A quienes me lo preguntan, les recuerdo el comentario de André Bretón sobre el advenimiento de una utópica sociedad surrealista: Si todos somos surrealistas, ¿quién repartirá la leche?"

Milagro en Buenos Aires
Con Sara y con el hijo de ambos, Pérez Celis volvió a cruzar el Río de la Plata "a la vuelta de un año": estaba harto de trabajar a destajo, de no tener tiempo para la creación. Instalado en un derruido taller de la calle Bartolomé Mitre, una tarde llegó el milagro: Guido Di Tella visitó el taller, le compró un cuadro para su colección particular, le consiguió trabajo en una agencia publicitaria y, durante más de un año, "me estuvo pagando el alquiler de un departamento, en Avellaneda, a manera de beca".
Sin embargo, las posiciones establecidas no parecen ser el ideal de Pérez Celis: en 1963, con su mujer y su familia (que había aumentado con el nacimiento de una hija, María José), este caminante de 24 años se largó a Machu Picchu, en el Perú. "No habría podido aguantar mucho tiempo sin ir, de todos modos —asegura—. Había llegado a un punto en mi creación, en el que me daba cuenta de que mis formas me esperaban por ese lado."
A la búsqueda de América, Pérez Celis comprendió que no le quedaba otro camino que salirle al encuentro. La fue a buscar al Perú, pero allí no halló solamente lo que buscaba: en casi dos años de permanencia, su posición no hizo otra cosa que mejorar. "Teníamos una casa que era la envidia de los propios peruanos —recuerda—. Con jardín, y sol, y un piano para nosotros solos."

El presente eterno
Allí trabajó como director de arte en una revista, expuso en la más importante galería peruana (el Instituto de Arte Contemporáneo, de Lima), pero a fines de 1964 ya no tenía más que un deseo: volver. La mirada tímida de Pérez Celis hurga en el cercano pasado: "Yo había hecho mi experiencia —afirma— y extrañaba muchas cosas de aquí. Me dije que era joven y no tenía derecho a sumergirme en la estabilidad sacrificando mi búsqueda."
Así fue como volvió a Buenos Aires. Alquiló una gran casa en la Boca, donde ha podido reunir todo: el hogar, el taller, las horas de trabajo y vigilia. No hace otra cosa que pintar y, en los últimos meses, tejer: su mundo de colores abigarrados, de alucinados soles, parece haber encontrado en el tapiz una deslumbrante canalización.
Por ahora no le preocupa el futuro: "Tengo bastante trabajo por delante —asegura—; me han invitado a componer un mural, junto con Pablo Lameiro, para la Universidad Kennedy, de Buenos Aires; en junio expongo pintura en Bonino; en agosto estoy invitado también a participar del premio Di Tella nacional."
Por si fuera poco, va a cumplir ahora con su homenaje a Anatonia, a través de 7 tapices y 5 dibujos. "Anatonia es una ciudad —confiesa al fin Pérez Celis— que inventó Carón, y con la que yo me siento identificado: el país de la poesía y el arte." Y como si hubiera dicho mucho, agrega: "Anatonia escapa de las definiciones. Pero es el lugar donde me gustaría vivir —sonríe, agita los grandes bigotes como tendiendo una complicidad—. El lugar donde, de alguna manera, yo sé que estoy viviendo."
PRIMERA PLANA
20 de abril de 1965