Los dictadores
La larga noche de Hitler y Mussolini


Roma, 1938: La historia, entonces, la escribían ellos

 

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pie de fotos
-Der Fuehrer - Il Duce, cuando cada uno soñaba con apoderarse de la Humanidad
-Mussolini y Claretta, en Milán, luego de la muerte.
-Hitler y ayudantes, en Berlín, cerca de la muerte

 

La muchacha, de ajada blusa blanca y cabellos rubios derramados sobre un hombro, se yergue con irritación en la cama al ver abrirse violentamente la puerta; en cuanto al anciano, devorado por las úlceras y que lleva sobre los hombros un capote pardo del Ejército alemán, deja de caminar por el frío cuartucho de vigas desnudas, mira imperiosamente al recién llegado y, por fin, corrigiéndose con esfuerzo, adopta una actitud halagadora y sumisa.
—Vengo a liberarlo —dice el jefe guerrillero.
"¿Por qué no?", piensa Benito Mussolini. Lo mismo ocurrió un año y medio atrás. El gobierno de Badoglio lo había recluido en las cumbres del Gran Sasso. Un día bajó del cielo el atlético Otto Skorzeny, con su rostro lleno de cicatrices, lo introdujo en un helicóptero —los paracaidistas cantaban y brindaban— y lo entregó, cerca de Viena, a su jefe, Hitler. ¿Quién puede, ahora, tener interés en su salvación? Los nazis están acabados, como él mismo. ¿Acaso los ingleses, siempre tan respetuosos de los vencidos? ¿O la Iglesia, con uno de cuyos dignatarios (el Cardenal Schuster) negociara hasta ayer mismo en Milán?
Toma del brazo a Claretta Petacci. De pronto, la evidencia: no, esos hombres sin uniforme, armados de ametralladoras, no son sus amigos. Lo ha leído en sus miradas. Es un chorro de odio y desprecio. También lo ha visto en el miedo de los otros jerarcas que cayeron en la redada. Entonces se aproxima al comandante Valerio e intenta el soborno,
—Te daré un imperio —le dice.
El guerrillero (un antiguo obrero ferroviario, Walter Audisio, comunista) lo empuja dentro del coche. La columna sigue su marcha hacia el Norte, orillando el sedante, arbolado lago de Como. A los pocos minutos, el primer auto se detiene: Valerio se apea, pretexta un rumor sospechoso. Y ordena :
—Esos dos, que salgan al camino.
Mientras sus hombres los empujan contra la pared, la Petacci grita:
—¡Usted no puede hacer eso!
Está asustada, pero no histérica. Hace apenas unos días, en la villa señorial que ocupaba junto al lago —en la orilla opuesta a Gargnano, donde el Duce vivía con su esposa y sus hijos—, Claretta se arrojó convulsivamente a los pies de su amante de 62 años, e invocó una vez más su triste suerte con el fin de exigir más ventajas económicas para su familia. Imprevisiblemente, su sacrificio la convierte en heroína de novela. Mussolini tiembla al sentir una áspera pared de piedra contra su espalda, pero no dice más. La muchacha se aprieta a él, lo protege con su cuerpo; crepita la descarga y Valerio la domina con su voz:
— ¡Cumplo la voluntad del pueblo italiano!
En realidad, es la del Partido Comunista. La noche anterior, una banda de guerrilleros había detenido una caravana de coches y camiones que pretendía acercarse a la frontera suiza. Escondido en una bolsa encontraron a un italiano disfrazado de alemán, un pobre diablo que se asemejaba al enjuto y sombrío Mussolini de los últimos tiempos. Más sospechoso aún fue el hallazgo de una pila de documentos y varias cajas llenas de oro. Informan a Milán, se reúne el comité regional del partido y ordena a Valerio salir en busca de los fugitivos. Audisio, que luchó treinta años contra el fascismo, en la clandestinidad, bendice a su Providencia marxista que pone al "pez más gordo" frente a la mira de su revólver.
Es el 28 de abril de 1945. Al día siguiente, descarga una docena de cadáveres en la plaza Loretto (llamada por el pueblo "de los Mártires", porque allí, un año antes, los fascistas ejecutaron a 15 guerrilleros). Los despojos de Mussolini, de su amante, de los otros jerarcas, son arrojados al suelo como reses sacrificadas; están cubiertos de sangre y de barro; el populacho los escupe, los pisotea: una viuda de guerra dispara cinco balazos; alguien los cuelga cabeza abajo de un gancho de carnicero. Aun en esta repulsiva escena póstuma, Claretta está a su lado. La historia del fascismo termina —amor y venganza— a la italiana.
Ese mismo día, 29 de abril, en el refugio subterráneo de la Cancillería del Reich se dispone una extraña ceremonia: Hitler va a casarse con Eva Braun. La conoció catorce años atrás, pero hace apenas dos semanas que la llamó a su lado. Sumisa, insignificante, ella nunca supuso que podría quebrar la tenaz soltería del Fuehrer, quien acababa de cumplir 56 años.

La última cena
Las vanguardias rusas ya están en la Potsdammerplatz. El Imperio que debía durar un milenio está reducido a unos pocos centenares de metros, con su capital bajo tierra. Hitler ha sido abandonado por todos. El ornamental Goering se marchó ayer por la última carretera abierta, después de venir a prometerle lealtad una vez más; desde los Alpes, ya seguro, le envía una carta con la cual decide asumir el mando según la ley de acefalía vigente. No hay duda: se propone capitular. También el devoto y bestial Himmler ha entrado ya en contacto con los ingleses para entregarles los escombros del Reich. Furioso, Hitler los excluye del partido, los declara traidores, los condena a muerte.
Pero no todos le han abandonado. Junto a él están Bormann, eficiente y servil, y sobre todo Goebbels, un homúnculo, un intelectual, el más cínico de la pandilla, pero también —el Fuehrer está perplejo— el más resuelto y valiente. Desde que vio llegar el fin, Goebbels se trasladó al Bunker con su mujer, la hermosa Magda, y sus seis hijos, cuyos nombres comienzan todos con H en homenaje a su jefe amado.
Es Goebbels quien procura, en medio de la ciudad en llamas, a un empleado del Registro Civil para que celebre la boda. El hombre, estupefacto, acaba de llegar. Un silencio opresivo circula por los oscuros corredores. Los niños de Goebbels suspendieron su juego favorito: adivinaban cuántas bombas caerían sobre el refugio en la próxima media hora. También Hitler cesó en el suyo, que consistía en rugir órdenes por teléfono a divisiones que ya no existen y a generales que están prisioneros o, muertos. Ni representa siquiera sus habituales explosiones de furor, durante las cuales se arrojaba al suelo, mordía la alfombra y echaba espuma por la boca; ya no vociferaba que todos son ineptos y traidores, y que Dios debe exterminar al pueblo alemán, indigno de su genio.
La última vez que se le vio en el papel de Júpiter tonante fue la noche anterior: aún no se habían recibido las noticias sobre el ignominioso fin de Mussolini. Hizo buscar al gruppenfuehrer de las SS., Hermann Fegelein, culpable de haberse escondido hasta que llegue el enemigo, y lo mandó fusilar —¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego!—en el patio de la Cancillería. Fegelein, un babieca a quien él protegiera por ser el marido de una hermana de Eva Braun, novia del Fuehrer.
La pareja aparece en la puerta de su alcoba: él, de uniforme negro, ella con apagado traje de calle y un sencillo tul en la cabeza, negro también. El funcionario Walter Wagner, cumpliendo las formalidades de rigor, pregunta si son de origen ario —los testigos, Goebbels y Bormann, asienten gravemente— y si están libres de enfermedades hereditarias. Los contrayentes menean la cabeza, absortos en sus pensamientos. Luego estampan sus firmas en el acta.
Antes de retirarse, a las 2 de la madrugada, el Fuehrer preside el banquete nupcial y bebe una copa de champaña, acaso por primera vez en su vida. Luego dicta a una secretaria su última voluntad: el almirante Doenitz será jefe de Estado; Goebbels, Canciller del Reich.
En la mañana del 30 de abril, el cañoneo es continuo, inexorable. Goebbels ya ha tomado sus disposiciones: mandó llamar a un médico de su amistad para que inyecte veneno a sus hijos; él matará a su esposa y se disparará un balazo, después de ser Canciller por 24 horas. A mediodía, Hitler y su esposa dan un paseo por los corredores, estrechan la mano de todos los presentes —hasta la cocinera— y vuelven calladamente a la alcoba. La última orden: matar a Blondi, el perro pastor del Fuehrer. Pocos minutos después se oye un disparo. Goebbels y Bormann entran en el cuarto: su jefe se metió un balazo en la boca, la recién casada se envenenó.
Media hora más tarde los dos cadáveres, cubiertos por una sábana, son sacados al jardín; un chofer los empapa en gasolina. Los rusos llegan a la Cancillería esa misma noche; miran, incrédulos, los restos carbonizados, y por fin los expiden a Moscú.

La guerra loca
Desde el derrocamiento de Mussolini, casi dos años atrás, los dos dictadores se habían entrevistado tres veces.
La primera fue en setiembre de 1943, cuando Skorzeny trajera al Cuartel General (en el Este) a un Duce macilento, mal trajeado, con sombrero negro de campesino, antes de despacharlo nuevamente a Italia para iniciar su desesperado experimento socialista de la República de Saló.
La admiración de Hitler por su amigo, más inteligente y desenfadado, se trocó en compasión. Pero, realmente, ¿qué podía esperar el Duce de un pueblo como el suyo, fraternal, enamorado del sol y del vino, medio papista y medio comunista? Lo que había sucedido con el fascismo era inevitable.
¿El fascismo? Un régimen liberal con canciones y desfiles. ¿Acaso su caída no se debió a una especie de crisis parlamentaria?
El año siguiente, a fines de abril, obtuvo Mussolini que el Fuehrer lo recibiera en Klessheim, cerca de Salzburgo. Ya no era sino un agente extranjero: todo, las armas, los uniformes de sus soldados, provenían del Tesoro alemán. Los fascistas querían batirse contra los anglosajones, que ocupaban más de la mitad de su país; pero no inspiraban confianza a sus aliados. Ni siquiera bastó, para ganarla, e! proceso contra los jerarcas que apelaron a la monarquía en la última sesión del Gran Consejo; entre ellos, Ciano cayó con el pecho agujereado, y la implacable Edda, su mujer, refugiada en Suiza, rehusó hablar una sola vez con su padre, el Duce.
Los alemanes propusieron que los italianos enviasen dos divisiones al frente ruso; en último caso, se les podía asignar como misión la lucha antiguerrillera en Italia, el terror contra sus propios compatriotas. ¿Cómo esperar que Mussolini recobrase así su popularidad? Además, era inútil que él se quejara de la virtual anexión de territorios italianos por un Reich que heredó las pretensiones austríacas.
La tercera visita del 'gauleíter' italiano fue el 20 de setiembre de 1944. El Cuartel General se hallaba en Rastenberg, Prusia Oriental. Lo primero que hizo Hitler fue conducirlo a su salón de mapas, que esa misma tarde había volado al explotar bajo su mesa una bomba colocada por el aristocrático coronel Von Stauffenberg. Los más altos jefes de la Wehrmacht estaban comprometidos en el atentado, y a esas horas el melómano Himmler, en Berlín, cortaba con furor salvaje todos los nudos de la conspiración.
Mussolini se congratuló con el Fuehrer por la "intervención divina" que lo había salvado de esa empresa "criminal y reaccionaria". En realidad, apenas consiguió disimular su alegría. Después de tantas humillaciones, de haber soportado en silencio los cargos de deslealtad que dirigían a Italia los círculos políticos y militares del Reich, ¿no era un consuelo ver que Hitler también tenía sus "traidores"?
Esta vez no se conversó específicamente sobre ninguno de los puntos que Mussolini deseaba suscitar. Era el otro quien estaba próximo al colapso físico. La cara gris, manchada, la espalda curva, el temblor de sus manos y pies, la voz ronca y el velo de fatiga que empañaba sus ojos eran frutos de las artes extrañas de un oscuro médico, el doctor Morell —especialista en enfermedades venéreas—, quien lo atiborraba de drogas. Pero lo eran también de la certidumbre de la derrota.
Cuando lo despidió en la estación de Goerlitz, Hitler tartajeó, conmovido; "Duce, sé que puedo contar con usted, el mejor amigo —y tal vez el único— que me queda en el mundo; créamelo, se lo ruego." Luego se volvió a Rahn, su embajador ante Mussolini. "Esté atento, vigile a ese hombre", le dijo.
Los aventuremos que encarnaron la reacción autoritaria de mediados del siglo XX, no debieron volver a verse. No sobrevivieron al fracaso. Tampoco su política les sobrevivió.
Ineptos —como que postulaban el providencialismo, la genialidad de un hombre—, lograron conjurar contra sí mismos todas las fuerzas necesarias para su perdición. Fuerzas hostiles entre sí, sólo un enorme talento para el error podía concertarlas, y ese fue el talento del temperamental Mussolini, del incoherente Hitler. Ellos hicieron coincidir artificialmente el interés nacional de Gran Bretaña con el de los Estados Unidos —competidores en el poder marítimo y en el comercio internacional—, y el de ambas naciones democráticas y conservadoras con el nacionalismo ruso, revolucionario y mesiánico.
La guerra de Hitler estaba perdida antes de comenzar; la crítica militar no admite la menor duda. El Reich no podía medir sus recursos humanos, industriales e ideológicos con los de Gran Bretaña y la URSS, a los que se sumaría necesariamente la Resistencia europea, incompatible con la noción del Herrenvolk (el pueblo amo). En cuanto al concurso del Japón, para obtener materias primas indispensables a la producción de guerra, debía fatalmente provocar la concluyente intervención de los Estados Unidos. La ignorancia de ambos autodidactos sobre las posibilidades de la industria norteamericana, los condena, como estadistas, a un ridículo sin atenuantes.
El ejército italiano nunca perteneció al fascismo; durante veinte años esperó una indicación de la Casa Saboya para sacar de una oreja al advenedizo Duce. No se preparó para una guerra que no quería, porque la sabía perdida. En cuanto a la Wehrmacht, todos sus jefes pronosticaron que la política de Hitler conducía a la guerra en dos frentes, prohibida por Bismarck en su lecho de muerte. Uno tras otro se dejaron destituir —algunos prefirieron el suicidio— porque el honor les vedaba la rebelión. Cuando, por fin, se decidieron a obrar con la bomba de Von Stauffenberg, era porque estaba claro que el Fuehrer ya no perseguía la victoria sino la destrucción de Alemania, una demencial venganza contra su pueblo, cuya fuerza exuberante no bastó para suplir su propia incapacidad.
La maquinaria militar alemana estaba atascada en todas partes desde dos años atrás. Las batallas de El Alamein (octubre-noviembre del 42), Stalingrado y Guadalcanal (enero-febrero
del año siguiente), limitaron la máxima expansión consentida a las fuerzas del Eje. "En 1943, la guerra estaba militarmente perdida", escribe Halder, jefe del estado mayor alemán. Un mando responsable hubiera solicitado un armisticio; pero Hitler, sorprendido de hallar por primera vez resistencia efectiva después de diez años de victorias por 'bluff', no imaginó otra respuesta que sus desbordes de furor. Ordenó a sus ejércitos morir en sus puestos, sin otra esperanza que el posible advenimiento de armas milagrosas o la división de los vencedores.
Emotivo, inestable, débil —su arrogancia lo protegía—, cambió de plan cuantas veces el adversario lo quiso. En mayo del 40 emprende hostilidades contra Inglaterra; en junio del 41 se vuelve contra Rusia; en diciembre, a la zaga del Japón, desafía a los Estados Unidos. Tan pronto como dispuso del primer ejército del mundo, el hiperbólico cabo presumió que ello era suficiente para ganar una guerra en el siglo XX. En vez de conservarlo como carta de triunfo, lo aplicó, impaciente, a fáciles triunfos que lo tornaban demasiado fuerte para tener ningún aliado entre las grandes potencias.
Las victorias que logró sin guerra, y aun las que siguieron hasta fines del 42, no eran sino el resultado de la duplicidad con que actuaban los responsables de la seguridad colectiva. Todos intentaban servirse del monstruo ciego que se había empinado sobre las selvas germánicas. En Munich, los ingleses le hicieron vislumbrar las nutricias estepas de Ucrania; el tratado germano-soviético lo devolvió al Oeste como un boomerang. Para anticiparse a cualquier iniciativa enemiga, debió ocupar casi toda Europa. Amenazado por el Norte y el Sur, acudió a la helada Noruega y al desierto líbico. La cruz gamada se había extendido demasiado y comenzó a desarticularse. Victorioso, Hitler estaba vencido.
Retrospectivamente, este análisis irrita por su sencillez. Pero el alto mando alemán lo había trazado antes. Hitler lo castigó una y otra vez. Era más fácil que aprender política, estrategia, historia.

Política y crimen
Cuando muchacho, tampoco había aprendido pintura: no pudo aprobar el ingreso en una triste academia provincial. 
Nunca alcanzó un mínimo dominio sobre sí mismo. Al saber la historia de su abuela por línea de padre, sirvienta de un hogar israelita y seducida por el dueño de casa —por las venas del Fuehrer corría sangre judía, según su apoderado Hans Frank, gobernador general de Polonia—, fue incapaz de asimilar el desdoro de su familia y se refugió en el antisemitismo.
Su esquivez frente a las mujeres era el remanente de su incapacidad para tratar con ellas desde que violó a su sobrina Geli Raubel; por temor a ser engañado, la encerraba bajo llave, hasta que ella se suicidó.
Un vagabundo, un desclasado. Pero cuando el estado mayor lo contrató como espía para introducirlo en los círculos obreros, la sensación de poder —de impunidad— lo transformó exteriormente. La cháchara revolucionaria que derramaba por las cervecerías se tornó apasionada, vibrante, y sus ojos comenzaron a despedir una luz tenebrosa. Gratamente sorprendidos, los jefes militares le entregaron fondos para crear su Partido Nacionalsocialista (maniobra de diversión contra la socialdemocracia) y enviaron oficiales a encuadrar, para guardarle las espaldas, los desechos sociales de que se alimenta el matonismo sindical. La crisis de 1929 lo llevó al poder. Doce millones de desocupados: otros tantos Hitler que querían la revolución, pero eran incapaces —como él— de hacerla. El nazismo la haría después, sin peligro, desde el poder.
Cuando fracasó en el 'putsch' de Munich, en 1923 (el jefe, Ludendorf, había embestido con el pecho a los soldados, pero él vaciló y cayó al suelo), ya hacía unos meses que un simulacro de revolución social, como el suyo, había triunfado en un país de Europa. Era la Marcha sobre Roma. A su frente, un notable escritor político, un orador centelleante, un táctico instintivo en la lucha por el poder. Hitler admiró a Mussolini y se propuso imitarlo. Aun después de instalado, a su vez, en el gobierno, respetó al Duce y se humilló ante él. En 1934, cuando su primer zarpazo contra Austria, una fría advertencia telefónica, desde Roma, lo obligó a desistir.
Tampoco aprendió aquella vez que un político no es necesariamente un criminal. Sus pistoleros habían acribillado a balazos al Canciller Dolffus y lo contemplaron impasibles, durante toda una tarde, mientras se desangraba. Ese día, la mujer y los hijos del pequeño dictador austríaco eran huéspedes de los Mussolini, en Italia. Cuatro años después, el Anschluss, y esta vez el insolente tribuno del Palazzo Venezia guardó silencio. Había pasado el tiempo de los discursos: cada cual valía según la fuerza que hubiera reunido. Hitler honró públicamente a los asesinos de Dolffus, y el pobre Duce, en el pasado dócil con Inglaterra, comenzó a servir a otro amo más rudo. Consciente de su debilidad, quiso hacer méritos empleando su ejército contra una Francia ya vencida y una Grecia que lo pondría en retirada. El Fuehrer debió acudir en su auxilio.
Mussolini cometió errores imperdonables en un político de su inteligencia, como el de pretender que Italia se convirtiera en potencia colonial o el de comprometerse en España por vano interés ideológico. No creyó en la robusta fuerza moral que podría adquirir su país ajustándose a los principios del derecho internacional. Esa incomprensión deriva de su insensibilidad ética, la misma que en 1915, cuando era director del órgano socialista que defendía la neutralidad de Italia, le permitió fundar un diario belicista con los fondos secretos que el gobierno francés le enviara de Marcel Cachin.
Así y todo, el Duce no fue un criminal esquizofrénico, como Hitler. Aplicó la fuerza con cierta parsimonia, y el asesinato de Matteoti fue, sin duda, un exceso de sus raptores. Hombre sensible y relativamente culto, afanoso lector, esteta frustrado, quiso ser amado por el 'popolino', y lo sería por algunos años. Salvo con quienes persistieren en su actitud revolucionaria, el régimen antiliberal fue relativamente benigno en Italia hasta principios de la guerra.
Mussolini no odiaba la libertad y el derecho; dijera lo que dijese, era incapaz de concebir la vida civil y la del espíritu sin un mínimo de garantías. Quiso suspenderlas por un tiempo, porque ello le parecía indispensable para hacer de Italia una potencia con proyección internacional. Era su única justificación posible; pero él no puede invocarla, porque dejó una nación en ruinas y porque los progresos del fascismo —tan publicitados— fueron más lentos que en los países democráticos.
A veinte años de la muerte de los dos dictadores, su historia es mal conocida en todo el mundo y deja indiferentes a sus respectivos pueblos. Con un poco de suerte, un Mussolini octogenario podría beber hoy su vaso de vino bajo los árboles de Villa Carpena, la rústica mansión donde Donna Racchele, su viuda —respetada por toda Italia—, vive consagrada a su recuerdo. Pero Hitler debía, necesariamente, convertirse en carroña; en realidad, ya lo era antes de morir.
La historia no afluyó en el sentido que ellos aseguraban, sino en sentido inverso. La humanidad tiene algo que agradecerles: sus errores. Llevando ciertas ideas a sus últimas consecuencias, libraron de ellas a la humanidad para siempre. 
PRIMERA PLANA
27 de abril de 1965