Antonin Artaud
El poeta asesinado

 

 

 

 

 

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La mañana rompió nublada y fría, sobre las tejas del caserío de Ivry-sur-Seine, un suburbio de París ubicado a seis kilómetros en línea recta de la catedral de Nôtre-Dame, Era el fin del invierno, y la proximidad de la primavera se insinuaba en los brotes del ligustro, una alfombra verde que comenzaba a trepar por la oxidada verja del asilo: en la cocina, los guardias y las enfermeras consumían sus tazones de leche, antes de la primera ronda del día; sabían que algunos internados, insomnes o lunáticos, aguardaban desde hacía horas el desayuno, con los ojos fijos en el deteriorado paisaje de las ventanas.
Algo interrumpió, sin embargo, la rutina de la ronda, ese amanecer del 4 de marzo de 1948: uno de los pensionados fue encontrado muerto, descalzo pero enteramente vestido, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en el borde de la cama. En la mano derecha tenía uno de sus zapatos, como si la muerte lo hubiera fulminado en el último preparativo de una huida. Las enfermeras estaban acostumbradas a sus paseos nocturnos, y hasta toleraban con simpatía sus furtivos regresos de medianoche: imaginaban que ese anciano silencioso, de carne seca y pegada a los huesos, tendría alguna ocupación maniática que lo fijaba a París.
Muy rara vez recibía visitas, y la última había sido desastrosa: una pareja de adolescentes lo hizo aullar durante media hora, y lo dejó sumido en un silencio que le duró el resto del día. El muchacho se había presentado como periodista, y su novia alcanzó a confesar a las enfermeras que ese hombre tenía "los ojos más aterradores" que había visto en su vida. Las enfermeras ya lo sabían. Más que sus sesiones de martirio, cuando se encerraba durante horas en su habitación (golpeaba entonces un trozo de leño con un martillo, mientras recitaba letanías con su voz prodigiosa, intacta y enorme a pesar del deterioro del cuerpo), impresionaba a todos esa mirada inolvidable: el torrente de luz que despejaba los surcos feroces de la cara, el golpe de fiebre perpetua que le dilataba las órbitas, que armaba sobre ese cráneo agonizante la increíble imagen de un emperador desterrado.
Nadie, sin embargo, en el asilo de Ivry, imaginó esa mañana hasta qué tierras tocaban los límites de su imperio; de qué regiones se alimentaba el exilio de este monarca harapiento..
Porque Antonin Artaud necesitó morir, atravesar sin alivio un tiempo despiadado, para reconquistar el ser perdido con el nacimiento, del que su cuerpo fue un perpetuo extranjero. Algún dios, imaginaba, había organizado en su carne esa burla macabra: expulsado del Paraíso pero conservador de su memoria, le tocó llamar en vano, durante medio siglo, a la conciencia de quienes no sufrían esa nostalgia.
Los destinatarios de ese grito estaban por nacer: iban a investigar sus gestos, a reclamar su presencia, a decapitar el arte para proteger la vida, cuando esa última madrugada de Ivry fuese del todo irrecuperable.

Vigilia de armas
Antoine-Marie-Joseph Artaud nació el 4 de setiembre de 1896, en una casa cercana al puerto de Marsella. Apenas tres meses más tarde, en la explosiva noche del 10 de diciembre, se produciría en París el estreno del 'Ubú rey', de Alfred Jarry, reconocido como la partida de nacimiento del teatro contemporáneo. Que Artaud y el teatro del siglo XX estén unidos por ese origen común, no parece casual. Esa coincidencia celebra la identidad entre un proceso histórico y su profeta, y no es extraño que se haya demorado setenta años, dos grandes guerras y una multitud de 'ismos' en aceptarlo. La parábola se completa por ser Jarry la voz que clamaba en el desierto, el autor del Ubú: sobre ese cataclismo, Artaud levantaría la preceptiva dramática de la vanguardia; ambos debieron morir para que Jean Genet, Peter Brook, Jerzy Grótowski o el Living Theatre escribiesen los Evangelios,
No se conocen datos de la infancia de Artaud. Su encuentro con los doctores se produce a los 14 años, cuando funda y dirige una revista literaria, en la que publica sus primeros poemas. En 1914 sufre su primera crisis de desaliento ante el lenguaje, y destruye todos sus papeles; ese año es acuchillado por la espalda, a causa de una confusión, y sus parientes acaban por recluirlo en una casa de reposo, en las afueras de Marsella. Tenía 18 años, y simultáneamente acababa de enfrentarse con los grandes temas de su vida: la poesía y su imposibilidad (el convencimiento que lo acompañará toda la vida de que la realidad no es verbal; que otra poesía alimenta sin pausas al Universo, y lo devora), el delirio de persecución, la intimidad con la locura, el sometimiento a las prisiones que la sociedad reserva para sus tránsfugas.
Le faltaba un solo descubrimiento fundamental —el teatro— y demorará aún un lustro en acceder a él. Rechazado del servicio militar por disturbios nerviosos, sufre su segunda reclusión, de la que emerge con un viaje a Villejuif, donde publica la revista Demain. A fines de 1920 llega a París, dispuesto a consagrarse al teatro. Lugné-Poe lo encuentra una tarde —famélico y desorbitado, pero con el orgullo y la altivez de un dandy— montando guardia a la puerta del Théátre de l'Oeuvre. "Nunca había visto una cara como ésa", confesará más tarde, y decide aceptarlo para un pequeño papel en una comedia novecentista, Les scrupules de Sganarelle, de Henri de Regnier.
Al año siguiente, cuando su rostro y su estilo han deslumhrado ya a cuantos han podido conocerlo, se hace recomendar por Max Jacob para ingresar al atelier de Charles Dullin, ese centro clamoroso del teatro francés de la década del veinte. Cuando la carta de recomendación está en camino, Artaud cambia de criterio: se anticipa a ella, se presenta por las suyas a Dullin, y lo convence en media hora. Su amistad con Dullin es fecunda —como actor, escenógrafo y figurinista, colabora en media docena de puestas— y termina abruptamente. Entusiasmado ya por lo que barrunta del teatro oriental, Artaud se fabrica un alucinante maquillaje chino para interpretar a un financista, en una pieza de Pirandello, y entra a escena contorsionándose como un reptil. El escándalo es mayúsculo, y Dullin lo amonesta señalándole que su caracterización no es veraz: "¡Ah! —truena Artaud—. ¡Pero entonces usted trabaja con la realidad!", y lo abandona, decepcionado.
Es una figura incómoda e inquietante en el ambiente artístico de la capital francesa, cuando encuentra a Genica Athanasiou, una actriz griega que se convertirá en el único amor carnal de su vida. La relación es atroz; Artaud no la mencionará jamás en su obra, como no sea para referirse técnicamente a su "voz dorada", en una nota crítica que pública en México, en 1936, o para abominar de la sexualidad que ella representa en las admirables y desgarradoras páginas de Le pése-nerfs (El pesa-nervios, ediciones Nuevo Mundo, Buenos Aires, 1959), una cumbre poética publicada en 1925 en la colección Pour vos beaux yeux, que es acaso la única continuación válida de las iluminaciones, de Rimbaud, en la literatura de este siglo.
Trabaja en cine y en teatro durante 1923 (desde su llegada a París hasta ese año, participa en más de veinte puestas en escena y en numerosos films, una regularidad que no mantendrá en el futuro) y publica 'Tric-Trac du ciel', su primera colección de poemas, prólogo de su polémica, estimulante, agónica relación con el surrealismo.
Los cuatro años que dura esa hermandad serán el último intento coherente de Artaud por integrarse al mundo, por participar de una tarea colectiva: a partir de 1927, estará definitivamente solo. Será "el suicidado de la sociedad", como él "llamó a Van Gogh —uno de sus precursores en los fastos del Cielo y el Infierno— en el prodigioso ensayo que le dedicó poco antes de morir.

La gran noche
En los últimos años de su vida, André Bretón acabó por confesar su error: con la expulsión de Artaud, que él patrocinó, el surrealismo perdió su figura sagrada, el cable a tierra que le había concedido la divinidad. Aunque Bretón no lo plantea en esos términos, no pierde ocasión —desde sus Entretiens, publicados en 1952, hasta las entrevistas periodísticas concedidas en su exilio mexicano— de referirse a Artaud como el paradigma de la praxis surrealista. Si algún reparo puede oponerle, es el de la ineficacia fáctica de esa praxis: pero esa dialéctica muere por su propia boca apenas se recuerda que el surrealismo fue, en tiempos de su virginidad, la esperanzada respuesta de la primera posguerra a la filosofía pragmática. Si el método de conocimiento que Artaud encarnaba resultó incoherente, esa incoherencia es hermana de Lautréamont y de Apollinaire, de la "ciencia de las excepciones" de Jarry, del humor de Lewis Carroll y de las oscuridades de la Baghavad Gita, de la Cabala y del Tarot, de la poesía y de los Números de Oro de los pitagóricos: de los modelos secretos del Universo, en definitiva, a cuya presencia sigue ciego todo lenguaje convencional.
El más marcable de esos lenguajes —la palabra— es justamente la clave del abismo que se abrió entre Artaud y el surrealismo. Retomando y perfeccionando la herencia dadaísta, Bretón y sus huestes hicieron de la palabra el instrumento operativo de su metodología: el aporte freudiano, la asociación libre, la escritura automática, la identidad entre imagen y sonido —intuida por Rimbaud—, abrieron para la literatura horizontes de incalculable seducción. Sin embargo, esa libertad engendraba su cáncer. Dylan Thomas fue quizás el primero en advertirlo, cuando aseguró que toda palabra emitida sin control procreaba en su torno una familia de palabras insensatas.
Artaud intuyó, en el centro de la vorágine, la clave del problema, la conversión inevitable de la creación en retórica: "El estilo me horroriza —escribió, en el número 39 de la Gazette des Lettres, en 1947— y me doy cuenta de que al escribir hago estilo; así, quemo todos mis manuscritos, guardando sólo aquellos que me recuerdan un sofoco, un jadeo, un ahogo en no sé qué bajos fondos, porque eso es verdadero".
El paso de Artaud por el surrealismo fue, sin embargo, deslumbrante: no sólo estuvo al frente de la Central de Investigaciones Surrealistas, sino que dirigió el explosivo número tres de La Révolution Surréaliste, el órgano de combate del movimiento. De ese , número son sus célebres Cartas (que la editorial Insurrexit, orientada por el artaudiano Juan Andralis, acaba de reunir en Buenos Aires bajo el nombre de Carta a los poderes; 400 pesos), un documento insustituible para comprender la génesis del pensamiento de Artaud, su furiosa iconoclasia, su primer deslumbramiento por el Oriente (que luego se transformaría en la búsqueda del "Oriente interior" y en la abjuración de sus formas), su necesidad de convertir al surrealismo en una manera vital de agredir el orden de la sociedad.
De esa época es también L'Ombilic des Limbes y Le pése-nerfs (seguido en la reedición de 1927 que ahora se acepta como definitiva, por su Journal d'Enfer) y una de sus más arrasadoras interpretaciones cinematográficas: el Marat de Napoleón, de Abel Gance, un film cuyo prestigio depende en gran parte de esa prestación alucinante.
Hostigado por Bretón, expulsado del movimiento (en 1927), Artaud contesta con un folleto demoledor: A la grande nuit ou le bluff surréaliste. Hasta hoy, ningún documento ha calado más hondo en el equívoco surrealista: nadie, entre los popes de la escuela, alcanzó a contestarlo con justeza.

El camino del Dharma
La ruptura con el surrealismo abre para Artaud el período de la individualidad exasperada, la última etapa en la búsqueda de la comunicación. Fracasada la instancia grupal, el poeta decide ser él mismo, y se consume en una década de acción, en un esfuerzo desesperado por catequizar con el ejemplo. Funda, con Roger Vitrac, el Théátre Alfred Jarry, que alcanza a producir tres espectáculos: Ventre brûlé ou la Mere folie, de Artaud; Les Mystéres de l'Amour, de Vitrac, y Gigogne, de Aron, forman el primero, bombardeado ruidosamente por los surrealistas; un acto de Partición de mediodía, de Paul Claudel (desautorizado por su autor), el segundo; Víctor ou les enfants au pouoir, la obra maestra de Vitrac, cierra el ciclo ante la imposibilidad económica de continuar la tarea.
En 1931, durante una feria internacional, llega a París una delegación de teatro balinés. Ese encuentro único en la vida de Artaud con su ideal dramático del "jeroglífico humano" será decisivo: el mismo año escribe los primeros capítulos de lo que será más tarde El teatro y su doble, el libro sagrado de la vanguardia teatral de los años sesenta.
Adicto ya por entonces al uso de estupefacientes para aliviar sus perturbaciones nerviosas, la droga no le priva ni por un momento de su lucidez: de esa época son el primero y segundo manifiestos del Teatro de la Crueldad, la médula inagotable del pensamiento artaudiano.
Considerados desde el punto de vista de la preceptiva teatral, los manifiestos son el golpe de muerte para la caricatura de Occidente: la ineficacia de una literatura dramática basada en la palabra, la rebelión contra la arquitectura convencional de la sala, la investigación del espacio como fuente de toda acción, el triunfo de la metafísica sobre la psicología, la necesidad de una técnica gestual, la sumersión del conflicto más allá de la conciencia, están anticipados allí con treinta años de premura sobre sus mejores intentos de realización.
Conscientes o no del fenómeno, los creadores del teatro contemporáneo no existirían sin esos manifiestos: "Los jóvenes filósofos estructuralistas —escribe B. Poirot-Delpech— ven en su obra una de las mayores tentativas contemporáneas por escapar a la vieja metafísica. La formidable lección de Artaud acaba de comenzar".
La dramaturgia revulsiva de la década del cincuenta, encabezada por Jean Genet y Samuel Beckett, los "iracundos" ingleses (sobre todo Pinter y sus casi adolescentes sucesores), Peter Weiss y su Marat-Sade, Peter Brook y Charles Marowitz en Gran Bretaña, el ambulante y prodigioso elenco del Living Theatre, los inquietantes intentos del Teatro Pánico de Jodorowsky, Topor y Arrabal, la búsqueda de los argentinos Jorge Lavelli y Víctor García, la nueva metodología de trabajo con el actor del Teatro Laboratorio de Jerzy Grotowski, el sarampión formal que estalló en Buenos Aires a mediados de 1965, y maduró en Libertad y otras intoxicaciones, de Mario Trejo, y en el Timón de Atenas, de Roberto Villanueva, son hijos directos o indirectos de Artaud, han bebido sus propuestas y se han esforzado por verificarlas: han comprendido que ese grito solitario traía la vacuna redentora; la única posibilidad que el teatro tenía para sobrevivir a su deterioro, a la mediocridad en que lo habían sumido cuatro siglos de dependencia.

Ascensión al monte doloroso
En 1935, la parábola fáctica de Artaud llega a su cénit: el 6 de mayo, en en Théátre des Follies-Wagran, estrena Les Cenci, una reelaboración del drama de Shelley, narrado también por Stendhal en sus Crónicas italianas. La tortuosa historia del incesto entre el conde Cenci y su hija Beatrice (la musa que aseguró la inmortalidad de Guido Reni), fue el primer y único espectáculo del Teatro de la Crueldad: la crítica fue unánime en señalar que la interpretación de Artaud, a cargo del papel protagonico, escapaba a todos los adjetivos, no ofrecía comparaciones posibles; pero la obra duró 17 días en cartel, y fue una ruina económica.
Artaud no se sobrepuso a ese fracaso: trabajó algunos meses anunciando un próximo espectáculo (La conquista de México) y acabó por embarcarse hacia América, a México precisamente, deslumbrado por la ilusión de una raza intacta, que le esperaría al otro lado del océano.
No la encontró, y debió sobrevivir como periodista (la colección de sus artículos fue reunida en volumen por la Universidad Autónoma de México, y no figura en sus Obras Completas —editadas por Gallimard, en 9 tomos—, dado que los originales en francés se extraviaron en las redacciones de los diarios) durante algunos meses. El resto del tiempo que permanecería en México —casi todo el año 1936— le depararía sin embargo el umbral de su Pasión: convivió con los indios Tarahumaras, se aficionó al peyotl (el hongo psicodélico del desierto, que en lengua indígena significa "carne de Dios") y accedió a la cima de la lucidez, una renuncia definitiva a las monedas corrientes de la comunicación, que marcaría su marginalidad definitiva.
Alcanzó a escribir aún Les Nouvelles Révélations de l'Etre, la obra capital de su pensamiento esotérico, y Au pays des Tarahumaras, donde narra sus experiencias mexicanas. Al regreso de América inicia un viaje a Irlanda, desembarcando en Cobh el 14 de setiembre de 1937: lleva con él un estilete que asegura perteneció a San Patricio, y se interna en la isla de Aran a la búsqueda de los orígenes de la filosofía druídica. Vaga por la región algunos meses, en estado de completa indigencia, hasta que las autoridades lo detienen y lo deportan por subversivo.
El último acto de la Pasión está listo para comenzar. En el barco ataca a un par de marineros que penetran abruptamente en su camarote, y nadie cree en sus explicaciones cuando asegura que creyó ser víctima de una agresión: cuando desciende en Le Havre, lo hace preso en un chaleco de fuerza. Sus pocos amigos no consiguen impedir desde entonces un espantoso peregrinaje que dura nueve años: Sotteville-les-Ruen, Sainte Anne, Ville Evrard, Rodez, son los eslabones del rosario de hospitales y manicomios que lo alojan hasta 1946.
Cuando concluye su condena es una ruina física: tiene cincuenta años, pero representa la edad del mundo; informa que ha sido torturado y vejado sin pausas, con duchas heladas y shocks eléctricos; un cáncer del recto lo deteriora día a día- En 1925 había escrito, en su Carta a los directores de los asilos de locos: "La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como inaceptable en principio. Todos los actos individuales son antisociales. Los locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social".
Cuando obtiene la libertad, le quedan menos de dos años de vida, y se encuentra en la más absoluta miseria: sus amigos organizan un par de colectas para asegurarle la subsistencia, pero el producto apenas alcanza para pensionarlo en el asilo de Ivry. El genio de Artaud se multiplica entonces, en las fronteras de la muerte: escribe Van Gogh, le suicidé de la societé, Artaud le Momo, Ci-gît, La culture Indienne; expone sus dibujos en la Galerie Pierre; graba, acompañado por María Casares, el poema a cuatro voces Pour en finir avec le jugement de Dieu, un último y aterrador vómito contra la humanidad —por el que se conserva, afortunadamente, un ejemplo de la técnica vocal inaudita que Artaud había desarrollado— que la Radiodifusión Francesa censura reiteradamente; se lamenta, ante su amiga Paule Thévenin —á quien nombrará albacea testamentaria— de la pérdida de los múltiples trabajos que realizó en los nueve años de su reclusión (muchos de los cuales fueron entregados por sus carceleros a la familia del poeta, que se ha negado hasta el presente a autorizar su publicación).
El 13 de enero de 1947, a las nueve de la noche, Artaud ocupó el escenario del Vieux-Colombier, ante setecientas personas que colmaban las instalaciones hasta el último espacio de los pasillos. Fue la última vez que apareció en público, y su testamento no pudo ser más conmovedor: "Soy un hombre enfermo del espíritu —comenzó—. Un hombre que ha sufrido. Tengo derecho a hablar". Durante dos horas balbuceó la historia de su vida, leyó desprolijamente algunos poemas, se azotó el rostro con las manos, acabó por mezclar todos los papeles, por reducirse a un terrorífico silencio.
Pocos entendieron el atroz significado de esa conferencia trunca. Uno de ellos, curiosamente, fue André Gide: "Habíamos visto a un hombre desgraciado —escribió en Combat, dos meses después—, abandonado de Dios, víctima y sacerdote, ofrecido y fulminado. Tengo vergüenza de ocupar un lugar en un mundo donde la comodidad está hecha de compromisos". [A.C.]
27 de febrero de 1968
PRIMERA PLANA
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