Expediciones al Polo Sur


 

 

 

 

 

 

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Ordenado y minucioso, como todo buen inglés de educación victoriana, el capitán Robert F. Scott anotó en su diario cada una de las peripecias de la aventura que culminó con su propia muerte. Con letra apretada, dejó constancia de la desilusión que él y sus cantaradas (Wilson, Bowers, Oates, Evans) sufrieron aquel 17 de enero de 1912, al llegar, jubilosos, al Polo Sur. Creían ser los primeros seres humanos en contemplar la yerma planicie helada que denuncia el "fondo" del mundo, pero se equivocaban. Como una burla, los aguardó sin desmoronarse una pequeña carpa coronada con la bandera noruega; era la señal inequívoca de que Roald Amundsen y su grupo habían ganado la carrera.
Sólo quedó, entonces, intercambiar chistes sobre la derrota, dejar testimonios de la estadía y sacarse algunas fotos. Después fue el regreso, arrastrando los trineos porque ya no quedaban perros, y el blizzard. La tormenta de nieve y viento los castigó sin cuartel: Evans murió en el glaciar de Beadmore; Oates, exhausto, prefirió suicidarse arrastrándose fuera de la carpa. Los tres sobrevivientes emprendieron una lucha inútil contra la ventisca; luego, decidieron esperar la muerte inexorable en un campamento improvisado. Con estilo austero, casi impersonal, Scott estampó las alternativas de la agonía. Protegido entre sus ropas, el diario fue hallado diez meses más tarde, el 12 de noviembre de 1912, cuando una patrulla de rescate encontró los cuerpos helados.
Pasaron 45 años antes de que volviera a intentarse el asalto por tierra al Polo Sur. La empresa era considerada riesgosa e inútil: el desarrollo del avión había eclipsado al perro y al tractor. Pero el Año Geofísico Internacional 1957-58 alentó una expedición bajo el mando del geólogo y explorador británico Vivian Fuchs, cuyas ambiciones no se limitaban a la coronilla meridional del planeta. El propósito principal, que fue conseguido, era atravesar el continente antártico desde Vahsel Bay, en el Mar de Weddel, hasta el estrecho de McMurdo, en el mar de Ross. Un periplo de casi 4 mil kilómetros que sirvió para acumular notable información científica y, de paso, ratificar la presencia británica en la región.
El progreso rodeó a la expedición de relativas seguridades, en un medio tan hostil que recién a principios de siglo admitió el abordaje del hombre. Ya el navegante inglés James Cook había avistado el continente en 1773, pero sólo en 1901 se realizó el primer desembarco. Fue la hazaña inicial del capitán Scott: con Sir Ernest Shackleton y el doctor Edward Wilson, su mejor amigo, se internaron hasta los 82 grados de latitud Sur. En esta ocasión pudieron regresar, pese al escorbuto y al blizzard, que hicieron muy penosa la marcha. Scott era un aventurero, pero también un hombre inteligente: fue el promotor del empleo de perros de trineo, introdujo la observación aérea por medio de globos cautivos, incorporó los tractores motorizados e ideó el sistema de jalonar la ruta con depósitos de víveres y combustibles.
En 1910, ya un héroe antártico, Scott partió desde las Islas Británicas en el buque Terra Nova, con la obsesión de alcanzar el Polo Sur. Al llegar a la Bahía de las Ballenas tuvo la desagradable sorpresa de encontrar al marino noruego Roald Amundsen, comandante del velero Fram, descubridor del Polo Norte magnético y, como él, un veterano de los hielos. Amundsen partió con cuatro días de ventaja, el 20 de octubre de 1911, acompañado por 4 hombres y 52 perros. Scott abandonó el Cabo Evans con 12 subordinados, tractores, perros y caballos. El viaje del noruego fue un prodigio de ejecución técnica: el 14 de diciembre (un mes y dos días antes que Scott) llegó al Polo, bautizó la planicie con el nombre de su Rey, Haakon VII, permaneció tres días en el lugar y tardó otros 38 en regresar, con 12 perros y alimentos.
Para los británicos, en cambio, las dificultades asomaron enseguida: a los pocos kilómetros, el frío congeló los motores y los ponnies tuvieron que ser sacrificados a balazos. Hasta los perros flaquearon, y dos partidas de 3 y 4 hombres, respectivamente, regresaron con los animales antes de alcanzar el objetivo. Scott y sus 4 camaradas debieron haberlos acompañado, pero privó en ellos el espíritu deportivo, que les fue fatal.
Aunque sin consecuencias trágicas, también el ansia de competición causó dificultades a la expedición de Fuchs. Por contar la empresa con fuerte apoyo de Nueva Zelandia, se decidió incluir a un grupo de esa nacionalidad, bajo el comando de Sir Edmund Hilary, un criador de abejas de Aucckland que, en 1953, logró en compañía del sherpa Telsin Norkay alcanzar la cumbre del Monte Everest, el más alto del globo. La travesía de la Antártida se había previsto con la marcha simultánea de dos patrullas: la principal, al mando de Fuchs e integrada por 12 hombres, debía partir desde Vashel Bay, llegar al Polo Sur y continuar hasta un punto establecido, el Depósito 700. Allí debía estar aguardándolos el grupo neocelandés, de 6 hombres, que partiría desde la base Scott.
Hillary salió el 24 de octubre para recorrer los 1.300 kilómetros previstos. Pero, deportista al fin, no se detuvo donde se le había ordenado y continuó la marcha, eufórico por la perspectiva de ganarle de mano a Fuchs. A un promedio de 60-70 kilómetros diarios, logró franquear con sus compañeros las cadenas montañosas y perforar tres furiosas ventiscas. El 3 de enero de 1958, los 6 se sentaron, emocionados, sobre los tanques de petróleo que demarcan el Polo Sur. Los norteamericanos de la base Little America, allí establecida, los recibieron calurosamente pese a los 30 grados bajo cero; 17 días después, también abrazaron a Fuchs y los suyos. Hillary, que había regresado en avión a la base Scott, volvió para saludar a su jefe y aconsejarle que no continuara el camino debido al mal tiempo. El inglés, molesto, rechazó la sugerencia y la compañía del alpinista en lo que restaba por recorrer. Con gran esfuerzo, pudo abrirse paso hasta el estrecho de Mc. Murdo. La victoria le valió el baroned; ahora era 'Sir', como Hillary.
Pareció la última hazaña, el fin de la era heroica en la Antártida. Pero, en 1965, otra expedición alcanzó la planicie de Haakon VII. Integrada por 10 oficiales y suboficiales argentinos, al mando del coronel Jorge Leal, llegaron al Polo el 10 de diciembre, luego de 45 días de marcha y 1.446 kilómetros de travesía, desde la base General Belgrano, que duplicaron al regresar también por tierra. Con tres tractores Gatos de Nieve y nueve trineos, el viaje documentó una serie de mediciones gravimétricas y magnéticas, observaciones meteorológicas y glaciológicas, ensayos sobre el comportamiento humano en el frío y otros estudios. Pero, lo más importante, demostró que la Argentina ejerce actos concretos de soberanía en el continente helado.
Revista Primera Plana
02/01/1968
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