El pensamiento vivo de Nacha Guevara

Por momentos desbordante, y casi siempre muy segura de sí misma y de sus propias fuerzas -que contradicen
su escueta imagen-, ella explica cuál es la verdadera relación que desea tener con el público: un desafío cada noche.
Para nada complaciente consigo misma transfiere esa exigencia a quienes la rodean, inclusive en el ámbito privado. "Tengo tres chicos; hay que parar la olla pero me la aguanto piola". Cómo desdobla su vida profesional y doméstica, cuáles son sus debilidades, y qué espera del teatro en el actual contexto sociopolítico.
La cita había sido prevista para mediados de diciembre, pero Nacha Guevara estaba a punto de tomarse sus primeras vacaciones en siete años (fueron quince días repartidos entre Mar del Plata, Pinamar y Bariloche) y entonces se postergó hasta los primeros días de enero. Naturalmente, dos semanas de descanso son una migaja para una persona que no se ha dado tregua durante tanto tiempo; "Una descubre, así, que el ocio fugaz aliena y angustia más que el trabajo intenso".

 

 

 

 

 

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Siete Días dialogó con Nacha (33, marplatense; tres matrimonios y madre de tres varones) en la sala del teatro Margarita Xirgú, donde desde el 9 de agosto pasado protagoniza con singular éxito Las mil y una Nachas, excelente espectáculo de music-hall que comparte con su marido, el pianista y compositor Alberto Favero.
A lo largo de este "show de posibilidades", como lo califica, Nacha tiene oportunidad de demostrar una ductilidad que sus espectáculos anteriores permitieron imaginar; es, no más, el reflejo de un talento que excede !a repercusión fácil de las canciones de protesta, y que ahora no se engolosina con el sensacionalismo snob de las palabrotas. Pionera de un género arduo, menospreciado injustamente, su imagen —de una flacura vitalísima— también contribuyó a que se piense de ella que es un personaje fuera de serie en el mundo de las candilejas: su permanente actitud crítica avala esta hipótesis. Precursora de un estilo que nació al abrigo de ese fabuloso taller de experimentación que fue el instituto Di Tella, Nacha (un metro setenta, cincuenta kilos) cuenta en su haber con tres matrimonios —con un chico de cada pareja— y es dueña de una voluntad indomable, a prueba de golpes, que no admite concesiones, acaso su mejor capital.
Tres horas de charla (interrumpida en el momento justo de subir al escenario) sirvieron para corroborar que esta aparentemente frágil actriz — debutante en 1965 con la versión musical de Locos, de verano, en el Municipal San Martín—, embutida ahora su cabeza en frondosa peluca, vive y ha vivido siempre haciéndole el gusto a su propia tenacidad: innovando, creando, peleando —a menudo con corriente adversa—, se las ingenió sin embargo para cultivar la otra gran vocación que alienta en sus venas, tan firme y arraigada como su pasión por el teatro: la vocación maternal.

—¿Por qué te llamás así?
—Lo de Nacha es un vicio de familia. En mi casa las tres mujeres tenemos sobrenombres con abundancia de ce-haches, vaya a saber por qué. Mamá, Clotilde como yo, se apoda Churucho; mi hermana mayor es Mochi, y se llama María del Carmen; yo, Nacha. Adopté el Guevara por un problema de identidad. Cosas que me vienen de la infancia: conflictos con mi viejo, que se fue cuando yo tenía seis meses y a quien conocí a los veinticinco años; problemas con, mi padrastro que se apellidaba Guerrero, bastante parecido, ya lo ves. Empecé a llamarme Nacha Guevara hace diez años, cuando el Che no era poster, claro.
—Y cuando naciste como actriz, ¿no?
—Cierto. Yo tenía una rígida disciplina, esa que adquirís con el ballet clásico. A la hora de decidir, en casa no les convencía que bailara. Me dediqué a ser modelo, pero no me fue del todo bien. Era demasiado flaca, mi tipo no gustaba por aquel entonces, me había adelantado a la época, ¿entendés? Ahora todo se ha modificado bastante. Diez años atrás las chicas eran armoniosas de otra manera. Pero aprendí a trabajar bien, cosa que me sirve brutalmente. ¡Vieras con la destreza que me cambio durante el espectáculo!
—¿Quién te incentivó para que iniciaras esta carrera?
—Ah, yo estudié teatro: cuatro años con Juan Carlos Gené, un gran profesor, a quien admiro también como escritor. La formación que él proporciona es seria y sólida. Es como un esqueleto que fe sirve para que bordes encima. Su técnica es sana y te resulta para toda la vida. Después, viene el talento personal. La falla que le encuentro a Gené es su temperamento reprimido; eso te jode en todos los órdenes: los alumnos también lo hemos experimentado. Alexia Prat Gay me enseñó a hablar: a mí no se me entendía nada. A cantar empecé mucho después; yo soy poco dotada para el canto aunque ahora no lo parezca; la profesora que elegí luego, Susana Naidich, consiguió maravillas con mi garganta. ¿Te acordás de la actriz Graciela Dufau? Era amiga mía y fue la primera en sugerirme que cantara, estudio que inicié años después. Como todas las cosas que emprendo.
—El año pasado, después de las elecciones del 11 de marzo, circuló un comunicado donde se decía que Nacha Guevara terminaba con sus canciones de protesta para iniciar una nueva etapa. ¿Podes explicar eso?
—Lo que decía en esa volantita es que abandonaba cierto material destructivo, muy agresivo, hecho con mucho odio durante un gobierno de ocupación. Textualmente: (lo sé de memoria porque lo repetía todas las noches en mi último espectáculo: Nacha de noche) decía así: "Abandonar ciertas canciones no significa, sin embargo, que archivemos para siempre nuestra crítica. Ella renacerá cada vez que la realidad la convoque". O sea, que nuestra actitud actual es de expectativa, de apoyo. Vos sabes que los artistas siempre vamos atrás de la realidad, si no seríamos adivinos. ¡Claro que cuando más cerca estás, tanto mejor! La obligación de los artistas es combatir la cosa fulera y apoyar la buena.
—Por lo visto no te resultaba difícil decir palabrotas en público y mostrarte agresiva. ¿Acaso esto forma parte de tu personalidad?
—Sí, yo soy muy mal hablada. Aunque te aclaro que el público se ha sentido menos agredido con mi repertorio de palabras feas que con el político. Ahí la cosa, a veces, se puso brava.
—En estos casos, ¿cómo se manifestaba el público?
—Se manifiesta ahora también, por ejemplo, cuando recito a Neruda en Las mil y una Nachas. En general la protesta es franca; gritan que no es cierto lo que digo (que después de todo lo dice Neruda). Escucha, esto trajo algunas grescas: "Si Nueva York reluce como el oro y hay edificios con quinientos bares, aquí dejaré escrito que se hicieron con el sudor de los cañaverales. El bananal es un infierno verde para que en Nueva York beban y bailen". En estos casos suspendo la canción y hago encender las luces. Yo doy la cara y quiero verle la cara a quien desde la platea se molesta con lo que digo. Esa gente, por suerte, es minoría. El público termina gritándole que se vaya y se arma un conventillo. ¡Mira qué curioso! Si es un hombre el que agredió, se achica, no da la cara. En cambio, las mujeres no la terminan nunca. Siguen y siguen con la cantinela. Oíme: un espectáculo está integrado en un cincuenta por ciento por el actor y el otro cincuenta por ciento por el espectador; si uno falla estás frito. Además, yo procuro que el público defienda la posibilidad de ver el espectáculo; sobre todo cuando los que hinchan son dos o tres. El resultado siempre es positivo..
—¿Esta forma de ser y de encarar tu profesión te ha creado inconvenientes, falta de trabajo?
—Claro que sí, muchas veces me faltó el trabajo. Vos sabes que cuando más censura hay menos se nota; todo es muy sutil, nunca te enteras de dónde vino la orden. Me borraron de Canal 7, de hacer un tape con Paco Ibáñez mientras él pudo estar; me negaron salas ... Y a mí me importa, ¿entendés? Tengo tres chicos: hay que parar la olla. Pero me la aguanto piola, sé los riesgos que se corren haciendo esto. Además, es una cosa justa, ¿no? Si nosotros fuéramos aceptados fácilmente, no habría necesidad de desarrollar una temática así. Un día me tocó trabajar con Georges Moustaki en el cine Metro, de Buenos Aires, y recuerdo que al ver aquel público frío como una heladera le comenté mi desazón. Me contestó: "El día que la gente esté de acuerdo con lo que usted dice, ya no tendrá necesidad de seguir haciéndolo".
—Todavía no me respondiste qué hay de tu agresividad personal, ésa que, por ejemplo, motivó que partieras una copa en el rostro de Marcos Mundstok, integrante del conjunto musical Les Luthiers, en Mar de! Plata.
—Yo no les hago promoción a Les Luthiers, todo está en manos de la Justicia. Es un hecho que no me parece esencial de mi vida, ni siquiera es importante. Lo único válido es que ese asunto me abrió la puerta a lo popular, gané otro afecto. Porque, fíjate, que una mujer le pegue a un hombre (ésa es la versión) y que él vaya y se lo cuente a la policía ... Lo cierto es que cuando volví a Buenos Aires noté, ¿cómo explicarte?, cierta complicidad con el canillita, con el encargado de mi casa, con la gente de la calle. Fue como si ya no formara parte de una élite exclusivista. Yo soy una tipa que se define a sí misma como una trabajadora, una persona muy trabajadora, que en la relación con la gente es muy respetuosa. Si a veces produzco choques es porque mi formación de danzas clásicas me ha hecho muy disciplinada, me reconozco, además, también soy conmigo así de dura. No me permito ciertos placeres: me cuesta tomarme vacaciones, salir a pasear, distraerme. Hace siete años que no veraneo y estas vacaciones de quince días fueron más alienantes que el trabajo. Calculá, ¡con los tres chicos, sin nadie que te ayude! Tal vez, con tres meses por delante para habituarme al cambio, todo hubiera sido distinto.
—¿Por qué estuviste tantos años sin salir a veranear?
—Porque no me alcanza la guita, simplemente. Somos un batallón nosotros. ¡Yo me pregunto cómo hacen los demás para veranear sin hipotecarse la vida! 
—¿Tenés sentido del humor? 
—En la vida menos que sobre el escenario. Depende cómo viene la mano. Hay veces que me ahogo en un vaso de agua; otras veces tomo distancia. Tener humor es saber tomar distancia de las cosas y verlas en su justa medida. El otro día pasó una anécdota comiquísima que ninguno pudo festejar todavía. Resulta que en una escena yo aparezco con un vestido rosa muy armado, como una enorme flor.
Aquella noche colgaba primoroso de la percha porque lo había lavado. Cuando me lo puse casi me muero: había encogido tanto que me llegaba a la rodilla en vez de rozar el suelo. Era para reírse un mes seguido. Tomé conciencia de lo ridícula que lucía, pero ante las circunstancias no me quedó más remedio que salir así. Aparte, éste es un espectáculo muy cruel que me cansa mucho el marote. ¿Vos viste? Es un show de posibilidades; por lo tanto, todo funciona a la perfección, minuciosamente. La exigencia es total: maquinistas, iluminadores, bailarines. En fin, todo debe ser vertiginoso, preciso. Aquí tuve oportunidad de saber lo que significa trabajar en equipo, yo que venía de una experiencia solitaria. Cada detalle se concibió con amor y día a día se realiza con amor. Somos como una gran familia, con despioles y todo pero con una conciencia pura de rendir al máximo. Aquí se ensaya permanentemente, se critica con objetividad, difícilmente se incurra en errores.
—¿Demandé mucho tiempo concebir Las mil y una Nachas?
—Mucho más tiempo demandó concretarla. ¡No te imaginas qué difícil fue lanzarlo! En el '70 se iniciaron las primeras conversaciones y a partir de ahí ocurrió de todo: salas que se oponían, promesas, nuevas tentativas, consiguientes rechazos, mi tercer embarazo, el nacimiento de Juan Pablo. . . ¡Qué sé yo, ya no quería saber nada con ese espectáculo cuyo nombre se me ocurrió un día en Mar del Plata.! Ahora estoy leyendo las memorias de Chaplin y, en cierto modo, me consuelo. Si un genio como él tuvo tantos impedimentos, ¡de qué puedo quejarme yo! Cuando filmó Luces de la ciudad, como hacía tres años que se realizaba cine sonoro, [los actores estaban adjudicándole más importancia a la palabra que a la acción, y los productores no se animaban a financiar todavía las películas parlantes. En un actor verdadero, la palabra es lo último, es la consecuencia.

EL DEDO EN LA PLANCHA
—Tres matrimonios demuestran que, por lo visto, para vos esta institución no está en decadencia.
—Ya lo creo que no, ¡en pleno auge! Mira, yo tomo estos fracasos y reiteraciones como una experiencia. Lamentablemente, en el terreno de los afectos tenés que quemarte el dedo sólita, es inútil que otro ponga la mano en la plancha por vos. Pienso que la sociedad cambiará y que en el futuro a los seres humanos se los pertrechará de otra manera, para que sufran menos. Me casé, por primera vez, a los veinte años con un hombre mayor al que (no hace falta ser psicólogo) adjudiqué el rol de padre para compensar una carencia infantil. Obviamente, no anduvo: el marido no es el padre y la esposa no es la hija. Total, que sobrevino la separación. Creo que tenía 25 años (soy desmemoriada) cuando me fui a vivir con Norman Briski. Era para la época de Briskosis, ¡una maravilla de interpretación! Siempre pienso que Norman metió la pata cuando se puso a hablar. Manejaba la mímica estupendamente, algo poco practicado en nuestro medio artístico. De Norman te diría que podría asemejarse a un hermano: nuestra relación tuvo algo de eso por lo competitivo. Nos peleábamos a ese nivel, el de la realización personal. Lo conocí justo cuando acababa de romper el cascarón, a una edad que si el triunfo te toma desprevenido, si estás inmaduro para recibirlo, ¡sonaste!
—Pero Briski te ayudó a enriquecerte como actriz, ¿no es verdad?
—No sos la primera que me lo dice, y, sin embargo, no es verdad. El me sometió. Fue difícil, difícil. Ahora ha cambiado mucho; desde hace un tiempo se estableció entre nosotros una relación amistosa. ¡Con decirte que Briski y su mujer pusieron plata en mi espectáculo!
—¿Constituye Alberto Favero, al fin, la horma de tu zapato?
—Te confieso que logré una relación más normal: yo soy su mujer y él es mi marido, con los riesgos propios de una relación de pareja. No ignoras que ta convivencia puede ser atroz, ¿no? La suerte es que Alberto proviene de una familia sana, digamos normal. Con mamá y papá, con hermanos, con patadas en el culo... Coincide que también nos complementamos a nivel artístico y que he crecido.
—¿Por qué, necesariamente, tras cada ligazón sentimental gestas un hijo? ¿Acaso invadida por una fuerte vocación maternal?
—Sí, soy una madraza. En ese sentido, mis tres chicos son un ejemplo de hermandad. Los crié muy hermanos, para compensar lo que me faltó, ¿entendés? Me separé de mi hermana a los seis meses y la reencontré de grande. No quisiera ponerme a analizar el asunto, pero me siento cómoda con los varones y no me disgustaría que, de tener otro hijo, volviera a repetirse el sexo. Ariel, de once años, es muy sociable, muy amable; Gastón, en cambio, salió a mí por lo solitario y con talento para lo artístico. El otro día, los Reyes Magos le trajeron un violín, a pedido suyo, y todas las mañanas nos despiertan sus chirridos. En cuanto al más chiquito, recién tiene un año y tres meses; lo que puedo decirte de él es que tiene el camino hecho por sus hermanos, físicamente se parece a su padre.
—¿Figura en tus planes una nueva maternidad?
—No sé, no me animo a decir basta. Hay mujeres que lo deciden y toman medidas para prevenir los embarazos.
—¿Vos no tomás anticonceptivos?
—No. Fijate que mi tercer hijo, que nació grandote y con dificultades, significó algo así como una victoria de la pareja. Cinco años atrás yo había tenido un embarazo extrauterino y tuvieron que operarme: casi me muero; tenía tres de presión, ¡imagínate cuál era mi estado! Me extrajeron un ovario y quedé bastante maltrecha anímicamente. Estas intimidades no me gusta ventilarlas, a no ser que sirvan para alentar las esperanzas de otras mujeres. A menudo se piensa que con un ovario no es fácil gestar una criatura, y ya lo ves, Juan Pablo nació más que robusto.
—¿Cómo asumiste cada frustración sentimental? ¿Quién te ayudó en esos casos?
—Nadie. Yo me proponía salir adelante, me las he arreglado. Ariel, el mayor, fue el que más se quedó con la abuela. Después me ayudaron algunos amigos. Cuando Gastón cumplió quince días tuve que salir a trabajar porque necesitaba guita. Ensayábamos 'Delicado equilibrio', en el teatro Regina, y luego, por la noche, tenía que levantarme a preparar la mamadera, a cambiarlo, creía que iban a faltarme las fuerzas. Finalmente, te levantás y lo hacés, lo mismo ocurre al día siguiente y al otro. Este sacrificio sólo se emprende por los hijos. Pero, eso sí, los tuve a mi lado siempre. Si me tengo que alejar de ellos por más de dos días los llevo a la rastra. Es preferible que no coman a horario, que cambien el ritmo, pero que no se queden solos. En este momento los mayores ya están más encaminados y físicamente me necesitan menos que el chiquito. Todas las noches, cuando me estoy por ir al teatro, Juan Pablo llora y se pega a mí. Te aseguro que siento un dolor en el cuerpo, me siento mal, tengo culpa.
—¿O sea que tu vida doméstica pudo poner en peligro tu carrera?
—Es difícil desdoblarse... Tarea de mujeres, nomás. Mi oficio exige voz, es nuestro instrumento, más aún si cantás. Yo no fumo, no bebo, trato de dormir bastante, cuando puedo, pero si las cosas no son tan placenteras, cuando dormís poco o estás nerviosa y preocupada, la voz se quiebra, se opaca, te delata. Cantar tiene más riesgo que hablar, es más delicado. Cuando cantás no podes tomarte tu tiempo si te sale un gallo; si no estás bien concentrada te esforzás, entonces las que se perjudican son las cuerdas. Un lío ¡bah!
—¿Qué formación reciben tus chicos?
—Van a un colegio particular, lo cual no me entusiasma demasiado. Ariel, el mayor, tuvo una experiencia nefasta en primer grado, cuando iba a una escuela estatal. Yo creía que era un burro porque retrocedía en vez de adelantar. Un día me entero de que la maestra les pegaba con la regla. Fui al colegio y armé flor de escándalo. Otra vez que Ariel asistió a clase en zapatillas, lo humillaron de lo lindo. Dijeron que si no tenía plata para comprarse zapatos la cooperadora se hacía cargo. Volví al colegio y mientras esperaba que me atendieran pude observar el trato que recibían allí, otros chicos. Las maestras los trataban con tan poco afecto que era para llorar. Es cierto que los médicos, los maestros, las enfermeras y los artistas ganan mal en este país, salvo excepciones, pero si elegís cualquiera de estos trabajos debes practicarlos con amor, si no a otra cosa, a otro laburo menos responsable donde te paguen lo mismo. Porque si cometés un error con los papeles, en una oficina, no se muere nadie. ¡Eso de tomárselas con un enfermo o con una criatura, es criminal!

PLACERES DE LA ERMITAÑA
—¿Cuesta caro mantener a Nacha Guevara?
—Y sí, soy muy gastadora. Tengo debilidad por los trapos, me gusta la buena ropa. Algunas cosas me las hago yo, a veces creo que debiera dedicarme a diseñar ropa. Tengo buena mano y buen ojo para los trapos. En una época yo me cosía hasta los tapados; las cortinas que hay en casa están hechas por mí. También es caro encomendarle mi voz a una buena profesora, pero uno no puede rifar su garganta.
—¿Tenés casa propia?
—No y a este paso no la tendré nunca. Yo aspiro a vivir con cierta dignidad y eso se traduce, por lo menos, en un techo propio, confortable. Habito en un departamento alquilado que ya nos queda estrecho. Pero mudarse porque la familia se ha expandido representa un lujo para pocos privilegiados.
—¿Cuáles son tus mayores placeres?
—No me gusta gratificarme; en ese sentido me reconozco un plomo: me desagrada salir, ir a fiestas, verme con gente. Tomar sol no me queda bien ni me sienta bien. Como poco, con decirte que hace quince años que no le pruebo el gusto a la carne. Eso, quiérase o no, te segrega, principalmente durante una reunión. Creo que esta manera de ser me viene de chica: yo nunca paseaba, tuve una existencia muy disciplinada, clases de danza, clases de piano, clases de mongo. ¿Si me gusta el cine? Hum . . . más o menos. Cuando voy jamás lo hago por pasatiempo sino porque la película es muy buena o me interesa técnicamente. Te diré que no trabajar me produce angustia. Soy difícil, lo reconozco.
—Vos das la imagen de una mujer frágil y una artista tiene que gozar de muy buena salud. ¿Qué resguardos tomás para estar fuerte?
—A excepción de la carne, como de todo. Todo lo que engorda: tortas, facturas, pizza, pastas. La hora del té para mí constituye un verdadero ritual y no tengo problemas de salud a no ser por mi baja presión que a veces me traiciona.
—¿Qué lista votaste en la Asociación Argentina de Actores?
—No voté ninguna; de haberlo hecho hubiera elegido la Lista Celeste encabezada por Irma Roy. Hay gente muy valiosa allí. Es un problema de conciencia, el mío; tengo mucho conflicto con la cosa política y cultural. Como militante no me importaría, por ejemplo, salir a pegar carteles por la calle. En cambio, mezclar lo cultural con lo político, eso me resulta difícil de llevar a cabo.
—Como actriz argentina, ¿qué esperas que revea el nuevo gobierno o qué sugerencia le harías?
—Ante todo quiero aclararte que me siento una privilegiada. No todo el mundo puede hacer lo que quiere y la gente de mi clase no se muere de hambre nunca. Peor, mucho peor, están los villeros. Yo propongo que se fomente el teatro, un teatro hecho de adentro para afuera. Teatro en los barrios, teatro en los pueblitos; aquí estamos rechazando un colonialismo que nos viene de afuera y en el interior del país deben rechazar el colonialismo que les viene de la Capital. ¿Me explico? Nadie negará que las obras buenas, los mejores decorados, las más lujosas puestas en escena se proyectan para Buenos Aires. Al interior del país llevan la resaca. Insisto que debe apoyarse la vocación creativa de tanta gente que no ha podido trascender, asfixiada por los genios capitalinos. Entiendo que en un gobierno popular el artista debe trabajar en contacto con su pueblo, intercambiando con él todo lo que éste es capaz de aportarle. Los argentinos somos muy creativos, con una cultura propia, con gran imaginación y humor. O sea, que el artista no puede segregarse como algo supremo e intocable. Los otros días tuvimos una experiencia formidable en un acto peronista que se celebró en la Universidad de La Plata. Hicimos el Padrenuestro y el público nos apoyó con los bombos: de repente todo cobró una dimensión fuerte, americana. Ahí tomé conciencia de que artistas éramos todos, los que estábamos encima del escenario y también el publico. Y que se producía un intercambio: al artista le tocaba el turno de escuchar. En los actos gratuitos la gente es más cautelosa que la que asiste a un teatro y se compra la entrada. Te repito, fue una experiencia única que me conmovió y sacudió muchas cosas que tenía adentro. A veces me pregunto cuál será el rol del artista en un régimen socialista; quizás menos creativo a causa de falta de incentivos. Acá tenés que luchar por todo, a los ponchazos, lo cual te vuelve muy imaginativo.
—Alguna vez, en tus shows, has bromeado acerca de la voz de Libertad Lamarque. ¿Qué opinás de ella?
—Es obvio que la voz de Liber no me gusta. Lo que no logro explicarme es cómo convivían juntas, en la misma época, la voz de ella y la de Carlos Gardel. Incomprensible que el público tuviera un ídolo como Gardel, a quien me da cada vez más placer oír, y, sin embargo, admirara también a Libertad. Hay versiones que proceden de fuentes muy serias y dicen que Gardel no tenía tanta fama ni tanto público como se cree; esto lo comento a riesgo de que los fanáticos se me tiren encima. De todos modos, a la larga, se comprobó que Gardel tiene frescura, canta bien y ella no. Libertad es cursi, aunque su cara es muy linda, indiscutiblemente.
Dionisia Fontán
Fotos: Osvaldo Dubini
10 de febrero de 1974
revista siete días ilustrados
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