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Los expulsados de San Isidro
La crisis se venía incubando desde un año"' atrás por lo menos, pero se desató el 4 de febrero. Aquel día, nueve sacerdotes de la diócesis de San Isidro entregaron al Obispo Antonio María Aguirre un documento de tres páginas en el que explicaban su necesidad de llevar el Evangelio al mundo obrero, de trabajar como los demás hombres y junto con ellos "Queremos ser hermanos de los pobres —decían—. Nadie salva a nadie desde afuera."_ La primera frase del documento implicaba, sin embargo, un planteo formal al Obispo: "Nos sentimos extrañados por las conversaciones que usted ha sostenido con nuestros compañeros Jesús Naves y Joaquín Fernández, en las cuales ha manifestado su deseo de que no colaboren más en la acción pastoral.
Aguirre aceptó entrevistarse con los nueve sacerdotes, pero no quiso examinar los problemas individuales en aquella reunión. Desde la tercera semana de febrero, concedió audiencias a uno por uno. El primero de la lista fue Jesús Fernández Naves, un español de. 34 años, que en 1964 había sido enviado a la Argentina por la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano Americana, la OCSHA. Ahora se sabe que el Obispo lo conminó a abandonar la diócesis cuanto antes, y que Naves exigió un testimonio escrito de la decisión. La semana pasada, uno de los asistentes del Obispo entregó a Primera Plana una copia de aquel texto. No hay en él una sola línea que condene a Naves por sus "actividades políticas extremistas", como han insistido las agencias de noticias y algunos diarios de Buenos Aires. El motivo que aducía era la desobediencia.
Las letras de Aguirre decidían: "Visto [...] que en el día de ayer [20 de febrero] me ha manifestado su decidida e irrevocable voluntad de no aceptar las observaciones que le ha hecho la autoridad eclesiástica, las que, por otra parte [...], no afectan en nada el deseo que él dice tener de trabajar en favor de los pobres [...]; y considerando que esa obstinada posición significa una grave actitud antieclesial [...], retiro al presbítero Jesús Fernández Naves la aceptación en la diócesis de San Isidro que se le había dado en diciembre de 1964 para ayudar su situación canónica, lo relevo de su cargo de Vicario Ecónomo de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, en San Fernando, y prescindo de su colaboración ministerial a partir de la fecha [el 21]".
Al día siguiente, Aguirre recibió a Emilio Parajón Posadas, otro español, y le pidió también que abandonara la diócesis porque "no compartía su línea pastoral". Los otros siete acordaron, entonces, que se solidarizarían hasta el fin con los sentenciados. El último día de febrero, Naves, Parajón y otros dos sacerdotes de la OCSHA, Joaquín Fernández y Francisco Adame Camero, fueron informados por la Curia de San Isidro de que viajarían el 22 de marzo rumbo a España, en el Cabo San Vicente. Un grupo de setecientos laicos, que se declaraba influido por la predica de los Nueve, empezó entonces a ponerse en movimiento. Procuraron un encuentro con el Obispo, pero, cuando lo abordaron en el atrio de la Catedral de San Isidro, Aguirre los rechazó (cuentan ellos), tildándolos de herejes. El 22, por fin, Fernández Naves, Parajón y Joaquín Fernández partieron hacia Madrid en un avión de Aerolíneas Argentinas: los laicos del Movimiento Interparroquial habrían resuelto pagar la diferencia de precio de sus pasajes. El conflicto dejó entonces de ser un secreto: La Razón tituló, el sábado 23, que habían "abandonado el país 4 sacerdotes extremistas"; Clarín informaba, el domingo, que Naves había sido separado por "su prédica disociatoria"; esa misma mañana, La Nación invocaba un sermón de Naves que incitaba a la guerrilla; sólo La Prensa, aunque aludía a "versiones circulantes que presentaban a los citados sacerdotes como incurriendo en actividades de tipo político", acertaba con el motivo de la expulsión; una disputa de orden pastoral con el Obispo. Era el único diario, además, que revelaba, sin errar, quiénes habían sido los viajeros.
Desde entonces, el conflicto de los Nueve mantiene en vilo a San Isidro. No sólo en la ciudad que es sede de la diócesis se percibe la conmoción: pueden oírse comentarios sobre el tema en el Tigre, en Campana, en Villa Martelli, en Escobar y en Olivos. El Obispo Aguirre gobierna a casi un millón de católicos, en un territorio de 4.200 kilómetros cuadrados que incluye más de 30 parroquias.
A los Nueve los incomoda esta publicidad aluvional: temen que la difusión de sus nombres les impida conseguir trabajo en otras regiones de la Argentina, que la publicación de sus fotografías establezca entre ellos y sus compañeros de fábrica una insalvable distancia. Todos saben que no podrán defenderse demasiado tiempo de las intenciones subversivas que se les atribuyen si los Obispas argentinos no explican en forma pública que su derecho a trabajar es idéntico al de los demás hombres.
Estas son sus cortas historias: Naves, que vivía en Carapachay, fue obrero textil en Productex y en Campomar; Nello Constantini, un italiano de 34 años que se había empleado en un pequeño taller, aprobó un curso de tornería e ingresó en una fábrica, el 1º de abril; Parajón, de 40 años, era obrero de Atanor; Tomás von Schultz, que se había instalado junto con Miguel Catarineu en el barrio Gaino de Villa Martelli, abandonó el viernes 29 su puesto de operario en Bridgeport Argentina; Catarineu, que tiene la misma edad de von Schultz (35), solía ofrecerse como pintor durante tres, a cuatro horas por día, para no desatender sus funciones de párroco. Los otros son Adame Gamero (27), Joaquín Fernández (37), Santiago Frank (38) y Juan Carlos Angolani (33). El oficio común de todos eran las changas.

El principio del camino
En marzo de 1966, monseñor Aguirre aprobó la formación de un equino de sacerdotes que encararía en su diócesis la "pastoral, obrera", el trabajo con los pobres. La base del núcleo fueron von Schultz y Catarineu, con quienes el Obispo había establecido una relación casi filial: el jueves 28, los dos sacerdotes señalaban que la ruptura los había afectado como si fuese "una tragedia en la familia", y que de ningún modo querían ahondarla con declaraciones públicas. "Asistimos a la consagración episcopal de monseñor Aguirre —contó von Schultz— y fue él quien nos ordenó. Le debemos incontables favores. ¿Para qué hablar, entonces? Ya es suficiente que nos hayamos ido: la gente desconfía ahora de las palabras, cree sólo en los actos." Al grupo original se habían unido otro argentino (Angolani), los españoles Naves y José Antonio García, y el italiano Constantini, a quien el Obispo concedió un permiso provisional para trabajar en la diócesis. No los desvelaba la idea de irrumpir en las fábricas inmediatamente: se contentaban con vivir en los barrios obreros o en las villas de emergencia. Aquel mismo mes establecieron su línea pastoral y se la entregaron al Obispo; constaba de cuatro puntos: la promoción de militantes en el mundo obrero; la dedicación de los sacerdotes al trabajo; la reflexión en equipo y junto al diocesano; la actuación y la vida en las zonas proletarias de San Isidro.
Ya desde entonces impugnaban las procesiones, las bendiciones, las kermesses, los bautismos indiscriminados, las rifas, "todo aquello que desfigura la realidad de la Iglesia", y postulaban, en cambio, "una acción capaz de llegar al individuo y de provocar una revisión de su vida". Les importaba, ante todo, que los sacerdotes descubrieran el valor del trabajo. El jueves, sentado a una mesa de cocina donde se apilaban diarios viejos, un almanaque con el mapa de Misiones y un banderín con la efigie del Cardenal Cardjin, von Schultz explicó que "sentíamos en aquel momento la necesidad de actuar. Al llegar a la fábrica, yo era un obrero más y deseaba que me considerasen como tal. No esperaba que nadie me distinguiera. Advertía, por supuesto, que no estaba haciendo nada extraordinario. ¿O es que cuando la gente observa el trabajo de un obrero se asombra y lo admira? Y ocurría algo más: yo iba aprendiendo que la vida de mis compañeros era más sacrificada que la mía. Ayer mismo [el miércoles 27], uno de ellos me dijo: «He leído que te vas a Goya, ¿Cuándo viajas?». Le contesté que el 17 de abril. «¿Y ya mañana dejas la fábrica?», me preguntó él. «¿Por qué no seguís aquí hasta el 17?». Tuve vergüenza, ¿se dan cuenta? Muchos de ellos no pueden disponer, como yo, de estos quince días de vacaciones".
El Obispo Aguirre opuso algunas reservas al programa de marzo. Al parecer, desconfiaba de las experiencias sacerdotales en el mundo obrero, pero no quería desanimarlas. Cinco meses más tarde, en agosto, afrontó sin embargo las primeras consecuencias: aquel núcleo inicial de curas obreros firmó junto con otros 64 clérigos bonaerenses una carta al Episcopado argentino en la que protestaba por "la actitud de la Iglesia, representada en los Obispos, ante la política de turno". La carta tendía a expresar, de manera sesgada, un desagrado común por la facilidad con que el Cardenal Antonio Caggiano, que había acompañado al ex Presidente Illia en todos los actos oficiales hasta poco antes de su defenestración, se hubiese convertido a partir del 28 de junio en lo que ellos llamaban "la sombra de Onganía".
Aguirre convocó a Nello Constantini, lo amonestó por la firma del documento y le ordenó que se retirara de la diócesis. Los otros cinco expusieron al Obispo su desazón: "Creemos —dijeron— que no se aprueban nuestras actitudes solidarias y nuestra línea pastoral al segregar tan fácilmente a un miembro del equipo". Monseñor decidió anular el castigo.
Las fricciones empezaron a acentuarse. Uno de los seis explicó, la semana pasada, que se trataba de un enfrentamiento entre dos mentalidades opuestas: "Nosotros queríamos trabajar en función del mundo obrero —supuso—; el Obispo y su vicario [Justo Laguna] respondían, en cambio, a los esquemas tradicionales. Deseaban vernos en las parroquias, no en las fábricas".
Los primeros meses del año 67 disiparon el malestar. El núcleo de los seis consiguió que se creara en la diócesis una "zona de pastoral obrera" que incluía Virreyes (a cargo de Angolani y Constantini) y San Fernando (con Naves y Parajón). A la vez, Catarineu y von Schultz abrieron otro centro en Villa Martelli. Pero fueron aquellas dos áreas las que echaron a rodar la piedra del escándalo: los católicos de la burguesía alta y media que habitaban San Fernando empezaron a quejarse de la experiencia y a presionar sobre el Obispo.

El viento sopla donde quiere
Para Antonio María Aguirre, la elección debió de ser durísima. Hijo de una familia tradicional, ex vicario de las parroquias de San Bernardo y del Socorro y ex funcionario de la Curia arquidiocesana, en Buenos Aires, el Concilio estuvo a punto de convertirlo en un Obispo de los pobres. Algunos años mayor que Alberto Devoto y Jerónimo Podestá (había nacido el 13 de setiembre de 1908), los sacerdotes jóvenes solían unir a los tres en una sola imagen, por sus orígenes comunes y por la afinidad de sus líneas pastorales. Cuando Aguirre aceptó a los sacerdotes obreros en su diócesis, pareció definitivamente embarcado en un programa de acción social. No era un simple discurso de adhesión a las Encíclicas de Juan XXIII y Pablo VI, sino un acto concreto: en ese momento abandonó el pectoral, la faja morada sobre la sotana y los anillos, y los sustituyó por el 'clergyman' y por el incesante diálogo con los más pobres de sus feligreses. Las expulsiones implican, quizás, una vuelta a sus antiguas ropas.
El miércoles 27, en San Isidro, el Obispo insistió a Primera Plana, a través de uno de sus asistentes, que sólo Naves había sido segregado de la diócesis y que la actitud solidaria de los otros ocho escapaba a su control. Al no aceptar entrevistas con la prensa, dejó sin explicar por qué los sacerdotes españoles fueron provistos de un pasaje marítimo a España y de una inapelable invitación a marcharse de la Argentina. Tampoco pudo esclarecer su participación en los dos episodios más turbios de esta historia: el escándalo que impidió una procesión en el Tigre y la denuncia de una monja del barrio San Rafael, la hermana Amalia, contra los sermones de Naves.
A mediados de 1967, Parajón tuvo que abandonar su empleo en la fábrica de Atanor, instado por el Obispo. Casi simultáneamente, en junio, la hermana Amalia entregó a monseñor Aguirre un cuaderno en el que había apuntado frases sueltas, captadas durante las predicaciones de Naves en la capilla de San Rafael: casi todas incitaban a "la unidad de la clase obrera para luchar por la justicia social". El diocesano retiró a Naves del barrio e informó al equipo fundado por Catarineu y von Schultz que "negaba toda aprobación a sus trabajos y daba por terminado el diálogo".
La procesión del 8 de diciembre, en Tigre, desató la ruptura definitiva. Un mes antes, el Intendente Federico Rubio comisionó a uno de sus ayudantes para que organizase la ceremonia junto con el párroco Joaquín Fernández; éste replicó que "lo consultaría con la comunidad". Los fieles no se opusieron, pero reclamaron la anulación de "todo gasto superfluo".
Aquella misma semana, la segunda de noviembre, Rubio intimó a 200 familias de la zona de Barragán a que abandonaran sus casas: las consideraba situadas en "un lugar insalubre". El decreto encendió al Tigre: los laicos de la parroquia se negaron a participar de la procesión hasta que el alcalde anulase su decreto. Rubio acudió al Obispo, y éste, a su vez, pidió al párroco Fernández que transara: "Otro sacerdote dirigirá la procesión —le habría dicho—. No es necesario que usted esté presente". Dos días después, una carta de los feligreses cuestionaba la fiesta por una razón pastoral ("las procesiones son un acto de superstición, no de fe") y por solidaridad social ("No podemos compartir ninguna devoción con quienes dejaron a 200 familias en la calle"). Aguirre informó al párroco que aceptaba el primer argumento, pero disentía con el segundo: la fiesta quedaría reducida a una misa que celebraría el propio Obispo, a las once de la mañana.
El Intendente y sus acólitos asistieron a la ceremonia, en un templo que desbordaba de público. "Es necesaria la paz entre los hermanos —enfatizó monseñor desde el púlpito—. Que cada uno se ocupe de la función que le corresponde en este pueblo del Tigre." Un centenar de testigos sostiene que el Obispo añadió, hacia el final de su sermón: "En cuanto al conflicto con las 200 familias deseo señalar que se trata de un serio problema. Pero no es posible concederle tanta importancia. De lo contrario, la Iglesia no podría estar nunca de fiesta".
La tarde del 8 de diciembre reservaba una segunda preocupación al Obispo. El párroco Fernández había organizado una conferencia del jesuita Santiago Frank sobre la misión de la Iglesia en el mundo actual, y los informes que algunos asistentes presentaron a Aguirre le hicieron presumir que se había consumado "una reunión subversiva". Frank, en verdad (como él mismo explicó la semana pasada), sostuvo entonces que era preciso revisar el juicio histórico sobre Martín Lutero, "considerado durante siglos como el enemigo número uno de los católicos". Esa fue su mayor osadía.
Poco antes de la Navidad, el Obispo convocó en su diócesis a Fernando Urbina, encargado de los sacerdotes de la OCSHA, y le explicó sus disensiones con Naves y Fernández. Urbina sugirió que se les concediese "vacaciones en España", y Aguirre aprobó la idea. Pero ese pequeño golpe de aire no desvaneció la fogata: por lo contrario, la avivaba.
En enero, un cerrado bloque de nueve curas aparecía ya en abierta pugna con el diocesano. Elaboraron una carta que procuraba "reanudar el diálogo, clarificar malos entendidos y lograr de usted la aprobación de esta línea pastoral" (la obrera). La fractura, sin embargo, era definitiva. Ya nadie retrocedería. 

Voces de todas partes
La expulsión de Naves y la adhesión de los otros ocho sacerdotes desencadenó la tormenta. El 10 de febrero, 700 laicos de la diócesis crearon un Movimiento Interparroquial que intentó disuadir al Obispo. Al fracasar, lo acusaron ante el Papa de "no respetar ni escuchar al Pueblo de Dios, tomando a los militantes como niños y no como hermanos adultos que son". Desde entonces se han mantenido en permanente estado de reunión: consideran que los laicos son también la Iglesia y que su "lucha por una pastoral obrera continuará, aun a pesar del Obispo". No parece fácil una empresa semejante, que navega contra la corriente de la jerarquía y que se opone a ella de un modo franco.
En el barrio Gaino. de Villa Martelli, en San Rafael y junto a la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, en San Fernando, soplan vientos menos agitados. "Eran buenos hombres. Trabajaban", definió Emilio Parsella, un obrero de 25 años, a Catarineu y von Schultz. "El padre Fernández Naves ya se había ido de aquí cuando empezaron las inundaciones —dijo Olga de la Rosa, madre de dos hijos, al recordar el enfrentamiento de la hermana Amalia con su párroco—. Sin embargo, fue el único que volvió por estos lados a ayudarnos, el único que se preocupó por nosotros durante la tragedia."
Guillermo Bobadilla, un obrero textil de 29 años, contó que había conocido a Naves en Campomar, donde trabajaron juntos: "Estaba en la sección tintura. Era un buen obrero. Ninguno de nosotros imaginó que era un cura. Sólo después de un tiempo se lo reveló a uno de los muchachos. Tuvimos pocos compañeros como él. Ejercía sobre nosotros una esencial influencia, quizá por su simpatía. Cuando se enteraron en la fábrica que era un hombre de la Iglesia lo despidieron enseguida. No le dieron ninguna razón. Dijeron, simplemente, que ya no hacían falta sus servicios".
Naves no fue el único que afrontó un despido. También Constantini y Parajón los padecieron apenas fue descubierta su condición de sacerdotes. El movimiento de los curas obreros, que no fue alentado en la Argentina por ningún documento episcopal, suele confundirse rápidamente con una forma del extremismo ideológico, como un brote de subversión dentro de las fábricas. "Los patronos —explicó uno de ellos— no vacilan en expulsarnos. Alivian su conciencia indemnizándonos de acuerdo con la ley. Ninguno de nosotros ha retenido ese dinero para si. Hemos procurado atenuar con él algunas necesidades pequeñas pero urgentes de los vecinos que estaban en peores condiciones económicas."
El movimiento está casi aniquilado en la Argentina, y las sanciones del Obispo Aguirre le han infligido uno de los golpes más severos. Sólo cuatro o cinco de los treinta que se habían dispersado por la Argentina sobreviven ahora en sus trabajos: ha quedado uno en Avellaneda (el único en toda el área del Gran Buenos Aires), otros dos en San Nicolás de los Arroyos —donde un nuevo grupo empezó a formarse—, un cuarto en Nueve de Julio. La semana pasada, uno de los expulsados logró, por fin, ingresar en una fábrica metalúrgica. Durante años se sintió un obrero paria, que sembraba la incomodidad en todas partes: "Trabajé como plomero, como gasista, como ayudante plomero. Me levantaba a las 5; a las cuatro de la tarde estaba libre y volvía a mi parroquia. Los sábados enseñaba catecismo, y dos veces a la semana me reunía con los laicos o con otros sacerdotes. La tarde del domingo era mi único rato libre. Me sentía feliz entonces, y ahora volveré a serlo. Que nadie sepa mi nombre —pidió—. Que nadie conozca el nombre falso que debo usar en la fábrica. Podrían despedirme mañana mismo. Y yo necesito trabajar. Soy también un hombre. Soy uno cualquiera de los hombres". 

Devoto: El Evangelio hasta el fin
Cuando resolvieron emigrar de San Isidro, hace un mes, los presbíteros Tomás von Schultz y Miguel Catarineu eligieron Goya, en Corrientes, como su nuevo lugar de trabajo. Catarineu viajó hasta allí para conseguir la autorización del Obispo Alberto Devoto, con la certeza de que no sería fácil: Devoto había sido el primer vicario de monseñor Aguirre, en San Isidro, y mantenía con él (mantiene todavía) una amistad fraterna. El Obispo tardó veinticuatro horas en decirle que sí. El miércoles 27, un redactor de Primera Plana viajó a Corrientes (donde Devoto asistía a una reunión de los diocesanos regionales, y obtuvo de él estas declaraciones:
—¿Por qué recibió a dos de los sacerdotes en conflictos con monseñor Aguirre?
—Siempre se impone un gesto de caridad. Es común en la Iglesia que, cuando por motivos conocidos o desconocidos de la opinión pública, un sacerdote se retira de una diócesis —como sucede con los presbíteros von Schultz y Catarineu—, otro Obispo les reciba provisoria o definitivamente. Un sacerdote que quiera seguir siéndolo necesita depender de un Obispo. Pero algo especial había en este caso: conozco muy bien a los dos presbíteros, desde hace diez años, y sé de manera positiva que están impulsados por el deseo de trabajar con el Obispo. Ante la coyuntura que viven, y que yo desconozco en sus detalles, creo normal que busquen un Obispo con quien puedan trabajar de acuerdo a sus aspiraciones pastorales. Y esas aspiraciones, me consta, son las de la Iglesia del Concilio Vaticano II. Me tranquiliza que no quieran trabajar aislados, solos, a escondidas de la autoridad eclesiástica; esto me hace pensar que se trata de una actitud eclesial y no meramente personal, sin pretender por eso darles toda la razón en un hecho que, insisto, desconozco en sus detalles y que no me corresponde juzgar. Los recibo en principio porque, después de haber hablado con uno de ellos [Catarineu], advertí que quieren ejercer el ministerio sacerdotal en íntima relación con la realidad y, sobre todo, con la gente más necesitada. Al elegir el trabajo, optan también por una de las formas de vida que el Concilio asimiló al sacerdocio. Dice el Decreto sobre el Ministerio de los Presbíteros que ellos son enviados a ejercerlo "ya sea en la parroquia [...], ya trabajando con sus manos y compartiendo la suerte de los obreros donde, con la aprobación de la autoridad, pareciera conveniente".
—¿Cree que en su diócesis son necesarios los sacerdotes obreros para establecer un mayor y mejor contacto con el pueblo?
—Es verdad que en el interior del país los sacerdotes están, de hecho, más identificados con el pueblo, y que la presencia de curas obreros no parece tan apremiante como en los grandes centros industriales (Buenos Aires, Córdoba, Rosario). Pero en Goya también hay fábricas y ámbitos sociales donde es necesario el testimonio de los hombres que quieran compartir la suerte de esa gente, promoviendo al mismo tiempo una situación humana más justa y digna. De hecho, al llegar a mi diócesis, ellos tendrán dificultad para conseguir trabajo, pero se irán ubicando lentamente.
Creo que la actitud asumida por estos sacerdotes (sobre todo la de los sacerdotes que conozco) es el fruto de haber llevado el Evangelio hasta sus últimas consecuencias, aun con las equivocaciones propias de todo ser humano. En este sentido es importante tener en cuenta que sólo Dios juzga el corazón del hombre. De allí que haya cierta diversidad en la forma de encarar un problema pastoral dentro de la Iglesia. Sin saber si Catarineu y von Schultz se
han equivocado o no en forma absoluta, igual los recibo porque los conozco como personas y porque conozco su actuación sacerdotal. Entiendo que la decisión de trabajar en el mundo obrero está fundada en el Concilio y no se trata de un capricho. Estoy convencido de eso, pero admito que no todos los hombres de la Iglesia comparten este punto de vista. El fenómeno de la diversidad permitirá un intercambio de sacerdotes según las necesidades de cada diócesis y según la forma que ellas tengan de encarar la vida pastoral. Debo confesar que a mí también se me ha ido un sacerdote por no estar de acuerdo conmigo, por considerarme demasiado avanzado. Y yo a ese sacerdote lo respeto y lo admiro por sus convicciones.
—¿Qué sentido tiene la existencia de curas obreros en la Argentina?
—Es preciso recordar, ante todo, que ya no se trata de una experiencia nueva. Se ha recorrido un largo camino, en el exterior y aquí mismo. Hay otras diócesis que tienen sacerdotes obreros y las habrá cada vez más. El Concilio avala esta actitud, pero también establece que las experiencias deben efectuarse allí donde la autoridad competente crea que conviene. Pienso que el sacerdote debe ganarse la vida con los demás y como los demás, en la medida en que se lo permita su ministerio. El sacerdote suele apartarse ahora de actividades que antes parecían de su exclusiva competencia, y tiene tiempo para realizar otros trabajos. Entiendo, por ejemplo, que el despacho (la secretaría) no es función sacerdotal.
El trabajo de los sacerdotes es una de las formas de presencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Esa razón ya no es tan fuerte ahora, sin embargo, porque tenemos conciencia de que toda la Iglesia debe estar presente. De lo contrario, se corre el peligro de caer en un nuevo clericalismo: "Si no está el cura, no está la Iglesia". Pero sigo creyendo que la primera razón es más importante: los sacerdotes tienen que ganarse la vida y compartir la suerte de los demás. Este es un proceso que debe madurar, por cierto, y no se perciben todavía las formas exactas de llevarlo adelante.
—¿Qué entiende usted por trabajo de sacerdote?
—No es sólo el de fábrica, sino también todo aquel trabajo que transforma la realidad de alguna manera, que está ordenado al bien común. El Código de Derecho Canónico no prohibe sino algunas labores, y especialmente el comercio (el mero cambio). A veces pienso que se da entre nosotros una paradoja: hay sacerdotes que trabajan con sus manos y como técnicos y a quienes se juzga duramente, tildándolos inclusive de izquierdistas, rebeldes y subversivos. Hay otros, en cambio, que son prestamistas o comerciantes y a los que se tolera sin dificultad y sin escándalo.
(Más sobre Devoto en http://www.editorapatriagrande.com/autoresarchivos/biodevoto.html
)
2 de abril de 1968 - Nº 275
PRIMERA PLANA

Vamos al revistero




-El fin de la odisea, Para jón, Naves, Adame y Fernández el día de la partida en Ezeiza
-La cocina de Tomás y Miguel
-Devoto en Goya "El sacerdote debe vivir como los demás"
-Obispo Aguirre (en 1964) y el mapa de la diócesis. Avisperos.