Plinio el Viejo

 

 

 

 

 

 

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En los últimos años, nadie, en la frígida estepa boyacense, salía a disputarle al senador Mendoza Neira el escaño parlamentario con que mantuvo a su familia. Todos —hasta los que en otros tiempos le temían por comefrailes y chusmero— se desvivieron por facilitar su jubilación. Es que, después de ser muchas veces un aguerrido Ministro y un Embajador fastuoso, Plinto el Viejo —para distinguirlo de su hijo Plinio Apuleyo, periodista, amigo fraterno de Gabo Garciamárquez— quedó decorosamente desvalido, como buen vividor que fue.
Ahora, libre ya de la triste necesidad de dormir, la siesta en su curul, sale cada tarde, fragante y emperifollado, a tomar té con señoras o chiquillas, que se disputan ese prestigio: su donaire, su malicia, son una especie de propiedad pública, delicado envío de la vieja Bogotá, muerta de un abominable síncope hace veinte años.
"Yo estaba al lado de Gaitán cuando fue asesinado", contaba el viejo Plinio a Primera Plana, hace unas pocas semanas. "Era uno de sus asesores en la dirección del Partido Liberal; nos veíamos todos los días; aquel 9 de abril, habíamos convenido en almorzar juntos. Lo encontré a las 12 y media en su vieja oficina del Edificio Agustín Nieto. Pidió a su secretaria un pocilio de café y un mejoral. Había dormido unas pocas horas; estaba de buen humor, pero se le veía cansado. Acababa de ganar un juicio oral. Esa misma mañana, su cliente, un teniente del Ejército, había salido de la cárcel, acompañado por él."
"Cuando el ascensor nos dejó en el primer piso, salimos por el angosto y oscuro zaguán hacia la Carrera 7ª; lo tomé por un brazo, para hablarle de alguna tontería, pero sentí que hacía un movimiento brusco. Trató de dar media vuelta, y fue entonces cuando escuché los disparos."
"El asesino estaba más o menos a cinco metros delante de nosotros. Era un hombre pequeño, pálido, con barba de varios días. Recuerdo los ojos; unos ojos fijos, alucinados, que contemplaban con odio o con asco el cuerpo caído en el andén, mientras retrocedía vacilando, sin saber si debía seguir martillando el gatillo. Reponiéndome, traté de avanzar hacia él; levantó rápidamente el arma e hizo un nuevo disparo: pasó cerca de mi cabeza."
Jorge Eliécer Gaitán, un penalista de 45 años, imperioso tribuno popular, había logrado, después de cerrada lucha con la oligarquía liberal, tomar la dirección del partido unificado; poco antes llenó la plaza de Bolívar con una impresionante "manifestación del silencio", que protestaba contra la violencia desatada por el Gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez; nadie dudaba de que, al año siguiente, sería elegido presidente de la República. Había un solo medio de impedirlo: el que se eligió.
Ahora estaba tendido en la acera, boca arriba; tres balazos le habían entrado por la espalda, cuando trató de huir.
"No se le contrajo un músculo en la cara; sólo levantó los ojos hacia arriba; luego los vi quietos, vidriosos, en el rostro moreno de expresión amarga. Murió en un instante. Volví a mirar al asesino, que seguía retrocediendo con cautela; pero un hombre corpulento, vestía de negro, lo sujetó por detrás, tranquilo y resuelto. Siempre tuve curiosidad de saber quién fue, y tiempo después logré identificarlo: era un miembro de la policía secreta, de apellido Postes."
Plinio está convencido de que ese hombre cumplía órdenes: los que compraron a Roa Sierra para que matase a Gaitán contrataron también a Postes para que pusiera al asesino en manos de la multitud, de modo de que ya no pudiera hablar. Fue linchado en un santiamén. El día de la reconstrucción, Postes no tuvo inconveniente en admitir que había sido el primero en sujetar a Roa Sierra. La investigación se detuvo allí: varios años después naufragó en un océano de papeles.
Citados por Mendoza Neira en la clínica que recibiera el cadáver de Gaitán, llegaron, en pocos minutos, los dirigentes del Partido Liberal, quienes proclamaron la jefatura de Darío Echandía.
"Cuando salimos al balcón del segundo piso, para que el nuevo jefe le hablara al pueblo, columnas de humo teñían el cielo: el humo de los primeros incendios. La multitud blandía machetes, fusiles tomados a la policía. Echandía trató de hablar, de pedir serenidad, pero su voz fue ahogada por una explosión de ira, «¡A palacio, a palacio!», se oía en todas partes. Salimos a la calle sin haber tomado una resolución concreta; como un gran río, la multitud nos empujaba hacia la plaza de Bolívar. Al llegar a la Calle 11 se oyeron nutridos disparos. Tuvimos que tendernos en el suelo. Después entramos en un cine y, de nuevo, desde un balcón, Echandía trató de hacerse oír. «¡A palacio, a palacio!», rugía la multitud, frenética."
El presidente Ospina los recibió tranquilo y los convidó con whisky, mientras la ciudad ardía por los cuatro costados: la policía, en masa, se había pasado al pueblo. Llegaron los generales a decir que no exigían el poder, pero si había acuerdo de los partidos estaban dispuestos a asumirlo. Quien salvó a Ospina en ese trance fue el actual Presidente, Carlos Lleras: para él, como para la mayoría de los dirigentes liberales, una intervención militar era inadmisible en Colombia, país que siempre se ufanó de su tradición civilista.
Se formó un gabinete de coalición, con Darío Echandía como Primer Ministro. Bogotá fue reducida a ruinas. En cuanto los conservadores se recuperaron, Ospina despidió a Echandía. Y comenzó una monstruosa guerra civil de siete años, con centenares de miles de muertos y repulsivos, actos de venganza.
Se celebraba en Bogotá una conferencia interamericana. La multitud se lanzó al saqueo, se apoderó de miles de cajones de whisky, y allí acabó la revolución. Temblando de miedo, los diplomáticos hicieron al continente un presente griego: la creación de la OEA.
Cuando los dirigentes liberales salieron de Palacio, fueron motejados de traidores: a Plinio, esa palabra le quema aún el alma. Pero recuerda también que, a la luz incierta de la madrugada, dos muchachos de fusil al brazo se acercaron a hablarle. Uno de ellos, con campera de cuero negro, le dijo: "Usted tiene razón: nosotros acompañamos al pueblo en su lucha; pero aquí nadie tenía mando, no había dirección alguna; el pueblo se dedicó a beber y a robar, y perdió su oportunidad. Ahora es suicida cualquier resistencia".
Años más tarde, en el exilio, Plinio encontró casualmente en una revista venezolana una foto sin barbas del joven de campera de cuero negro: era Fidel Castro.
PRIMERA PLANA
9 de abril de 1968 - Nº 275
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