Bobby Kennedy
la reconquista del poder

 

 

 

 

 

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La nieve afelpa las colinas; desde el aire no se divisan otras manchas que unos enclenques bosques de pinos y robles, yertos aún en esta época del año; a un costado, la lámina gris de los lagos congelados; es el tiempo en que monstruosas truchas comienzan a organizarse en interminables cardúmenes; se los ve desfilar ufanos ante los campesinos, que acuden en coche, con sus redes y sus canastas de pesca.
Wisconsin: un estado que vivió su relativo esplendor a fines del siglo pasado, gracias al carbón y las maderas. Hace varias décadas que está despoblándose, pero 4 millones de habitantes se resisten todavía a dejar sus granjas, sus sórdidos barrios en Madison, Milwaukee o Cornell.
Aquí, el precandidato Eugene Joseph McCarthy tratará el martes próximo, 2 de abril, de repetir su éxito inicial de New Hampshire, donde obtuvo un sorprendente 42 por ciento de las voluntades demócratas; sólo comparte la boleta de su partido con el Presidente, cuyos secuaces confían en no bajar, por lo menos, del 48 por ciento conquistado en aquella ocasión; pero algunos millares de sufragios irán seguramente a Robert Francis Kennedy, quien no se inscribió.
En Wisconsin, McCarthy, que esta semana cumple 52 años, tiene la posibilidad de convertirse en un rival tan serio para Johnson que a Bobby le resulte incómodo como aliado.
El jefe de la campaña del Presidente —quien, sin embargo, indicó su deseo de mantenerse al margen de la contienda— admite que ésa es "tierra fértil" para McCarthy. Lo es, en la medida en que siga viva la tradición de altivez y de puritanismo político sellada por el Senador Robert La Follette (1885-1925), cuya familia fue, durante cincuenta años, el núcleo de una oligarquía liberal. Republicano, escindió su partido de origen y creó un tercero, el Progresista, que combinaba diversos elementos: la aristocracia formada por los primeros colonos, universitarios, clase media de linaje germánico, obreros socialistas de Europa central, granjeros daneses.
El Partido Demócrata, que se había fosilizado, ocupaba siempre el tercer puesto; ni siquiera Franklin Roosevelt, elegido Presidente cuatro veces, pudo arrancar a los La Follette el dominio de la situación local. El colapso del progresismo ocurrió después de la Segunda Guerra: el hijo del ilustre Senador volvió al Partido Republicano en 1946. Pero la mayoría de sus adeptos determinó un resurgimiento de los demócratas, que en esa circunscripción acompañarían con lealtad a Adlai Stevenson en dos infortunadas campañas presidenciales. Es verosímil que ahora se apresten a fortalecer a McCarthy, aunque en 1960 John Kennedy recibió en Wisconsin más sufragios que el entonces abanderado liberal Hubert Humphrey.
Pero Wisconsin fue también la base política de otro Senador irlandés y católico, también apellidado McCarthy, el hombre que más hizo por crear una versión norteamericana del fascismo. Granjeros pobres obligados a abandonar sus campos y atiborrar los suburbios madereros que arruinaron los bosques contiguos al Lago Michigan, expresaron su desesperanza y su rencor apoyando al republicano Joseph McCarthy contra La Follette hijo: así lo enviaron al Senado, donde reinaría entre 1950 y 1954.
Las primarias de Wisconsin son de las llamadas open (abiertas): en ellas no se exige a los participantes que den a conocer su afiliación. Esto permite el voto "cruzado": los demócratas pueden intervenir en la elección interna republicana, y viceversa. El peligro, para Eugene McCarthy, consiste en que muchos republicanos, admiradores de su homónimo, se dirijan a los locales del partido opuesto para defender al acosado Presidente. Los demócratas adictos a Johnson les preparan el camino con una intensa ofensiva publicitaria, calcada sobre la que se utilizó en New Hampshire, con el slogan; Un voto para McCarthy es un voto para Ho Chi Minh. En cuanto a la mayoría de los funcionarios oficiales demócratas —ahora gobierna el estado un republicano—, aunque en público se manifiestan neutrales, son hostiles a Johnson.
No es improbable que prefieran a Bobby Kennedy, cuyo triunfo —suponen— podría salvar al Partido Demócrata de un desastre. Los protestantes no se definirán por motivos religiosos, pero los católicos (el 31 por ciento) sí; y Bobby Kennedy, como Eugene McCarthy, es católico. Para los dos, las primarias de Wisconsin desempeñan un papel trascendental; McCarthy sabrá, a la hora del escrutinio, si el impacto de New Hampshire fue sólo un castillo de arena, si el ingreso de Kennedy en la puja por la Casa Blanca daña de manera rotunda el caudal de sus
simpatizantes. Y Bobby empezará a medir las consecuencias de su desafío a Johnson, que intriga a los políticos norteamericanos desde que lo formuló, el 16 de marzo.
Un desafío que para unos es producto del realismo, y para otros, obra de la ambición; sacrificio nacional o aventura personal, mezquina.

De oro y azul
La abrupta entrada de Kennedy en la carrera presidencial es, a juicio de Newsweek, de una lógica aplastante, al menos si esa lógica se mide en términos del propio destino de Bobby. Él se había asignado —como el republicano Nelson Rockefeller— un puesto secundario en el drama electoral de 1968; los acontecimientos —como en el caso de Rockefeller— superaron su minucioso cálculo político: finalmente —a diferencia de Rockefeller, quien desistía el jueves último— pasó a la lucha activa. El resultado de este operativo quizá no modifique el previsto cotejo Johnson-Nixon en los comicios de noviembre; pero ha de permitir que las voces disidentes se hagan escuchar, en adelante, con todo su clamor.
Al filo de 1968, Bobby parecía tener resuelto el problema de su candidatura: la desestimaba. Es que en noviembre, el lanzamiento de Eugene McCarthy sirvió de catalizador para que los consejeros de Kennedy se enfrascasen en un angustioso análisis del panorama; el más angustiado era Bobby: mientras algunas "palomas", como su hermano Edward (Ted, Senador por Massachusetts) y Theodore Sorensen, lo instaban a no competir, "halcones" como Arthur Schlesinger le pedían lo contrario. Bobby adhirió a las "palomas"; hace un mes y medio, apenas, en una conferencia de prensa reiteraba su decisión de abstenerse.
No obstante, ese veredicto realista desagradaba al Senador por Nueva York, sometido a la presión de los augurios y los hechos consumados. Para empezar, lo acusaban de hipócrita aquellos jóvenes liberales a quienes Bobby cultiva desde el asesinato de Dallas; ellos tenían razón: su retórica sonaba a Apocalipsis —un asalto sensiblero a la inmoralidad de la guerra en Vietnam y al descuido de los conflictos internos—, y su acción política era mediocre, conformista. Al mismo tiempo, el desafío de McCarthy comenzaba a llenar, en el ala izquierda del Partido Demócrata, el vacío dejado por las indefiniciones de Bobby. Peor aún: los afanes de McCarthy tomaron el aspecto de una fresca cruzada stevensoniana, una "sincera" política nueva que, por comparación, otorgaba un carácter anticuado, de irresponsabilidad, al estilo pop de Kennedy.
Pero a principios de marzo, no bien se conocieron los progresos que el Senador por Minnesota cosechaba en New Hampshire —un estado de mayoría reaccionaria—, los asesores de Bobby reexaminaron la situación. (Ciertos kennedófilos, como el californiano Jesse Unruh, llevaban semanas apostando fuertes sumas en favor de la candidatura de Robert.) Los emisarios ya fatigaban el país sondeando a los líderes demócratas. En ese instante llegaron, desde la fría New Hampshire, los resultados de las primarias,
El Senador por Minnesota dispuso de poco tiempo para saborear sus arduamente ganados 28.791 votos: en la noche del martes 12, las reticentes loas que le dispensó Bobby indicaban su próximo paso. El miércoles le robó un pedazo del libreto: arrinconado por los periodistas en un corredor del Capitolio, señaló que estaba "reconsiderando" la posibilidad de disputar la candidatura. Por la tarde, salía de su oficina un comunicado con los motivos que determinaban su viraje: Vietnam, la crisis racial, la certidumbre de que Richard Nixon no ofrecería alternativas a las ideas de Johnson. Casi enseguida Bobby enumeraba esas razones ante las cámaras de televisión.
Hizo un papel pobre, aunque emotivo. Con un peinado más cuidadoso que de costumbre, y una conservadora corbata de rayas, buscaba a tientas las palabras, como si deseara encender la Antorcha de la Nueva Frontera. "Comprendo las dificultades [de desplazar al Presidente], pero creo que debemos movernos en una. dirección distinta a la actual", dijo el Senador.
Ese nuevo rumbo es, a todas luces, la restauración de los Kennedy, la reconquista del poder, una perspectiva bastante atrayente para tantos demócratas hastiados de Lyndon Baines Johnson y temerosos de que lo suceda Nixon. Sin embargo, Bobby escogió un momento tan espinoso para ingresar en la carrera presidencial que muchos de sus naturales partidarios se convirtieron, de golpe, en sus enemigos. Explica uno de sus consejeros más allegados: "El cambio de Bob ha sido inoportuno, porque reflota las acusaciones de arribismo y soberbia que siempre se le endilgaron". Que las reflotó, no cabe ninguna duda.
De costa a costa, los activistas universitarios y demás johnsónfobos, todavía embriagados por la victoria de McCarthy —que ellos facilitaron—, pusieron a Kennedy de oro y azul. "Es un politiquero inmundo, tan hambriento de poder como Johnson", gruñó un estudiante de Yale: "Es ofensivo, no se puede confiar en él", clamaba un pelirrojo alumno de Benington. La historiadora Barbara Tuchman escribió al New York Times; "Nada desilusionará más a la juventud, cuya fe en la democracia reaviva McCarthy, que ver triunfar el cinismo de un hombre que no tuvo el coraje de pelear solo y se aprovecha a mansalva de la gloria de su hermano". "Es una vergüenza que el Senador Kennedy se permita cabalgar gratis sobre el lomo de McCarthy", comentó a la prensa el actor Paul Newman.
La decisión de Bobby sorprendió, incluso, a los miembros áulicos de su corte; pero todos, en el acto, se sintieron movilizados. El miércoles 13, a la noche, mientras Kennedy hablaba por televisión, su cuñado Steve Smith convocó, en su departamento de la Quinta Avenida neoyorquina, a una especie de consejo de guerra. Estaban allí los rostros familiares: el elegante Ted y el rollizo Pierre Salinger, el belicoso Kenneth O'Donell y el libresco Sorensen; no faltó siquiera el cronista Schlesinger, para proteger los intereses de la posteridad si el debate acababa por ser histórico. Lo fue: la reunión —a la que Bobby se añadió luego— duró hasta la una del jueves, aunque al intercambiarse los saludos ya era evidente que el Senador saldría a la arena electoral (Sorensen volvió a aconsejarle que desistiera, sin éxito).
El jueves a la tarde, Bobby se entrevistaba con McCarthy en Washington, y le sugería retirarse de la carrera: sólo obtuvo una rotunda negativa. Al caer la noche, Sorensen lo enteró de otra negativa: la del Presidente Johnson a tolerar un ultimátum de Kennedy acerca de la guerra en Vietnam. Treinta y seis horas después, en la mañana del sábado 16, ante 450 personas, su esposa Ethel y nueve de sus diez hijos, Bobby declaraba: "Anuncio hoy mi candidatura a la Presidencia de los Estados Unidos". Eran exactamente las mismas palabras con que, ocho años antes, su hermano John había iniciado su proclamación. Tenía, también, la misma edad de Robert Francis: 42 años. Hasta el sitio era el mismo: el Caucus Roam, un salón del Senado repleto de columnas y arañas. Detrás de Bobby, la mesa enorme recubierta por un fieltro verde, a la que él se sentara tantas veces cuando actuaba como asesor de otro McCarthy, Joseph.

"La vida es tan voluble"
Una tarde de la semana pasada, Lyndon Johnson hizo girar su rocking-chair, miró los jardines de la Casa Blanca y se volvió hacia su visitante mientras jugaba con las monedas del bolsillo: "Bobby Kennedy —musitó— ha sido candidato a la Presidencia desde que yo me senté aquí".
Es cierto, ¿pero por qué se lanzó ahora? ¿Por qué, como tenía previsto, no aguardó hasta 1972, hasta que Johnson abandonara su puesto? ¿O teme una victoria de los republicanos que extienda la espera a ocho años, en lugar de cuatro? ¿O, acaso, piensa que Eugene McCarthy está en condiciones de arrebatarle a él y a Johnson el trofeo de la Convención?
"Antes de New Hampshire —dice Bobby— me estaba vedado entrar en la carrera, pues el partido se hubiera dividido por una cuestión de nombres, no de ideas políticas. El pueblo hubiese considerado mi actitud como otro capítulo de mi controversia con el Presidente. Pero los resultados de New, Hampshire mostraron que el partido sé dividía por las ideas políticas, de modo que mi actitud no iba, necesariamente, a plantear el tema de las personalidades." Sin embargo, comentaristas y encuestadores prueban que los votos logrados por McCarthy son el reflejo del descontento que suscita Johnson: el electorado de New Hampshire está de acuerdo con la guerra de Vietnam. En cuanto al "tema de las personalidades", el desafío de Bobby tiene mucho que ver —no importa cuándo se haya designado pre candidato— con su resentimiento hacia Johnson.
Los asesores del Senador alegan: el país necesita quitarse de encima a Johnson; Kennedy es el único demócrata con posibilidad de conseguirlo; pero hasta Kennedy debe ganar, al menos, dos de las mayores primarias, las de Oregon y California; Como la inscripción de los aspirantes, en Oregon, vencía el 19 de marzo, no le quedó a Bobby otro remedio que proceder con urgencia. Este esquema parte de una premisa: según los consejeros de Kennedy, la cruzada de McCarthy se agotará, tarde o temprano. Asegura uno de ellos; "No hemos encontrado un solo líder demócrata que crea en el éxito final de McCarthy".
Es éste un pronóstico, no una evidencia; en todo caso, no se entiende por qué Bobby procuró el retiro voluntario de McCarthy, después de New Hampshire. Más atinado es advertir que en los planes de Bobby influyó un dato esencial: desde las últimas elecciones generales (1964) hay unos 12 millones y medio de norteamericanos en edad de votar. Los jóvenes —inminentes soldados, si no son ya carne de cañón en las selvas de Vietnam— representan quizá la mayor oposición a Johson; fueron ellos los que impulsaron la campaña de McCarthy en New Hampshire y ahora en Wisconsin; el Senador por Minnesota era el vehículo que necesitaban para canalizar su protesta, el líder que debió ser Bobby.
Precisamente para disculpar esa demora, Kennedy intenta rebarnizar sus credenciales: "¿Cómo se mide el momento en que alguien crea un movimiento político? ¿Por la fecha en que empieza a pegar carteles o por la fecha en que empieza a denunciar los errores?" (Traducción: yo hablé del Vietnam antes que McCarthy, por lo tanto la delantera me pertenece.) "En California, por ejemplo, ¿quién conoce a los braceros mexicanos? ¿Quién conoce a los pobladores de los ghettos negros? ¿Quién a los Diputados? (Traducción: McCarthy, ciertamente, no.) Y para los iracundos, un piropo: "Sé que mi decisión puede ser mal interpretada, pero a la larga la opinión de los jóvenes será motivada por los grandes problemas de nuestra patria".
Que él habló de Vietnam antes que McCarthy, es cierto. Hace cinco años, en Saigón, cuando su hermano ejercía la Presidencia, sostuvo: "Vamos a triunfar en Vietnam. Nos quedaremos aquí hasta la victoria". Ahora, esa guerra le parece inmoral, abyecta. Pero no sólo Bobby puede adjudicarse el liderazgo en la cuestión vietnamita; todo el clan Kennedy tiene derecho.
Hacia 1954, cuando Joe McCarthy hacía temblar a los liberales norteamericanos, forzándolos a exhibir un conveniente anticomunismo, su amigo Joseph Kennedy, fundador de la dinastía, movilizó al Cardenal Francis Spellman —cuyo baluarte era la nutrida colectividad irlandesa de Nueva York— para urdir "la camarilla de Vietnam", con Ngo Dinh Diem como su principal agente; y ése fue, sin duda, el comienzo de la contienda que hoy quita el sueño a la Nación.
Los kennedófilos para borrar esa mancha, explican que el pesado clima de la época, dentro de los Estados Unidos, forzaba al hallazgo de una tercera vía entre el comunismo y el macarthismo; por eso, añaden, Joseph Kennedy alentó a un caudillo "nacionalista y católico": Diem. Una década más tarde, en noviembre de 1963, el hijo de Joseph Kennedy toleraba, desde la Casa Blanca, el derrocamiento y asesinato de Diem, preludio de la inmoralidad y la abyección que ahora molestan a Bobby. Evoca Schlesinger; "Hablé con el Presidente muy poco después de que se enterase de la muerte de Diem y Nhu. No le había visto tan deprimido desde lo de la Bahía de los Cochinos. Se daba cuenta, sin duda, de que Vietnam era su gran fracaso en la política exterior, que nunca le había dedicado, en realidad, toda su atención [... ] Cuando él subió al poder había en Vietnam 2.000 soldados norteamericanos. Ahora eran ya 16.000. ¿Cuántos más harían falta...?" Como es notorio, 21 días después de la desaparición del Dictador Diem, John Kennedy era abatido a balazos.
Tal vez Bobby olvida que los panegiristas de su hermano terminan perdonándole su errónea política en el Sudeste asiático, y cargan las culpas a Eisenhower por haber legado ese intríngulis a su sucesor. Lo mismo podría hacer Lyndon Johnson, si deseara contestar a los ataques que recibe de Bobby desde que él se sumó al cuerpo de Senadores. Y hoy, cuando intenta apropiarse de la bandera antiVietnam, no se entiende esta demagógica frase suya de octubre de 1966: "No haré nada para que me reporte popularidad dentro de dos o de seis años. La vida es tan voluble, tan voluble el destino, que no sólo la popularidad pasa sino también la vida".
Ahora, en cambio, quiere reivindicar sus actitudes de hace dos años, para justificar su codicia de la Casa Blanca. Lo único que no quiere reivindicar son sus numerosas promesas de no obstaculizar a Johnson en 1968 y sus anuncios de que el Presidente no sólo obtendría la nominación demócrata sino, además, un segundo mandato. Pero el 12 de marzo, 28.791 partidarios de McCarthy lo obligaron a desdecirse: si Bobby no explotaba ya la aparente vulnerabilidad de Johnson, no sobreviviría hasta 1972 como un aspirante valedero para la Casa Blanca. "Envejecería en el Senado, por el que tiene poco afecto —ironiza Time—, o en la vida privada, de la que tiene poca experiencia."

¿La historia se repite?
Si no obtiene la candidatura en la Convención, habrá asegurado su futuro político dentro del partido y del país; la próxima vez, ambos recordarán que él también levantó la voz para condenar y sé sublevó contra el Presidente de turno, aun al costo de seguir dividiendo a los demócratas (en realidad, él ha contribuido a esa división tanto como Lyndon Johnson). Si llegara a noviembre y perdiese a manos de su contrincante republicano, podrá volver a postularse 'en otra oportunidad: todos los Gobiernos cometen errores como para que la oposición se mantenga activa; sí fuera Nixon el jefe de ese Gobierno, a Bobby se le hará el campo orégano.
Pero parece difícil que el 26 de agosto en Chicago obtenga la nominación. Adversario de importancia —de más importancia que McCarthy—, acaso promueva un reflejo defensivo en el Partido y en la Nación; uno y otra no gustan de los cambios bruscos, salvo en épocas de grave emergencia o mero agotamiento (1920 para Harding, 1932 para Roosevelt, 1952 para Einsenhower; 1960 para John Kennedy, aunque sus triunfos en la Convención y en las urnas fueron por escaso margen). Por eso hay quienes interpretan que el desafío de Bobby tal vez acabe por favorecer a Johnson.
De otro lado, sólo cinco veces en la historia de los Estados Unidos, y ninguna de ellas ocurrió en el siglo XX, se ha negado a un Presidente en ejercicio una nueva candidatura. (Las cinco víctimas: John Tyler en 1844, Millard Filmore en 1852, Franklin Pierce en 1856, Chester Alan Arthur en 1884 y, curiosamente, un Johnson, Andrew, hace exactamente cien años.) Es lo que muchos dirigentes demócratas recordaron a Eugene McCarthy, y poco después a Robert Kennedy, para disculparse por no ayudarlos. No obstante, Bobby confía en apoderarse de los votos de McCarthy en la Convención y dominar así un paquete nada despreciable. Si bien McCarthy se ha negado a todo arreglo previo a la asamblea de Chicago, aclaró que si no encontraba allí un clima favorable dejaría a sus delegados en libertad.
Otros, al revés de McCarthy, optan ya por el vuelco. John Kenneth Galbraith, que instó a la ADA (Norteamericanos por la Democracia) a respaldar al Senador de Minnesota, dio a entender a sus allegados que, en última instancia, él será leal a Bobby, como antaño a John Kennedy. Quizá haga lo mismo Richard Goodwin, uno de los próceres de la Nueva Frontera e íntimo amigo de Bobby, quien acaudilló el brain-trust de McCarthy, para la campaña de New Hampshire. El viernes pasado, el Gobernador de Vermont, Philip Hoff, compinche de Johnson, se pasó a Bobby. Según se ha visto, los jerarcas del equipo que rodeó a John Kennedy fueron puntuales a la cita: la restauración estaba en marcha. Salinger resumió en cuatro palabras el júbilo que anega la corte: Just like old times! (Igual que antes.)
Sí, bastante igual. Como su hermano mayor, Bobby debe ahora pacificar y conquistar a los boss del partido, luchar contra Johnson y McCarthy —que casi destruyeron a John en la Convención de 1960—, agitar el fantasma de la decadencia norteamericana. Hasta la semana pasada, podía contar con el Senador Joseph Clark, a quien sondeara el 5 de marzo, y cuya oposición a la guerra de Vietnam es notoria. Pero los demás miembros del "palomar" del Senado se mostraban menos dispuestos a imitar ese ejemplo; otros, como Frank Church, de Idaho, se declaraban espantados ante el combate entre Johnson y Bobby.
Un colega de Kennedy, que mantiene, amistad con él y con el Presidente, piensa que la "quijotesca cruzada de Bobby sólo entrañará una catástrofe para él y quizá para el partido". "Pase lo que pase —añade—, Johnson retendrá la candidatura, nadie se animará a quitársela. Si alguien supone que Johnson está ahora en un brete, su situación es comodísima comparada con la de Harry Truman frente al partido, en 1948. Sin embargó, Harry siguió en la Presidencia."
Desde luego, tanto Bobby como sus consejeros explican que la historia no siempre se repite, que Johnson no es Truman, ni 1968 es 1948; aunque especulan con que el Presidente sea, como en la carrera de 1960, "un tigre de papel". Ted Sorensen no va tan lejos: "Las diferencias son enormes —dice—. Nos tomó cuatro años organizar el triunfo de John Kennedy. Ahora no disponemos sino de cinco meses".
Los asesores de Bobby también basan su estrategia sobre la certeza de que los comités estatales del Partido Demócrata se anquilosaron durante la era de Johnson. Por lo tanto, no hace falta asediar los baluartes de Johnson, que no existen, sino pasar por encima de sus ruinas. Es una estrategia que requiere dinero y hombres: Bobby tiene abundancia de ambos. El nudo del plan consiste en convencer a los líderes regionales y a los delegados en potencia de que se mantengan neutrales, mientras Bobby intensifica su campaña y merodea las primarias. Después, ellos mismos se inclinarán ante la avalancha kennedysta y Johnson apenas conservará el apoyo del Sur y unos pocos estados del Norte. Una vez que la Convención intuya que el Presidente no puede lograr la candidatura, el vuelco hacia Robert Kennedy será inevitable. 
Es una perspectiva plausible, pero no totalmente seductora. Muchos factores juegan en contra de Johnson, pero otros tantos amenazan a Bobby. Su posición respecto de Vietnam sigue siendo ignorada por la mayoría del pueblo. Su defensa de los negros le acarrea enemigos; su lucha contra la delincuencia sindical, como Secretario de Justicia (1961-1964), lo transformó en blanco de las iras obreras; para los militares y la comunidad de los negocios, su nombre es anatema.
Si accediera a la Presidencia no podría resistirse —nadie pudo—. a esos factores de poder y terminaría por capitular ante ellos, archivando su plataforma de hoy. Pero es un riesgo inmenso. ¿Lo correrá el partido? ¿Lo correrán los electores?
PRIMERA PLANA
26 de marzo de 1968
Vamos al revistero


Johnson


McCarthy


Sorensen