Cine: el ocaso de los dioses

 

 

 

 

 

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Está irrefrenablemente viejo, no sólo por esas manos sarmentosas, donde las pecas todavía se siguen extendiendo, ganan la piel y lo oscurecen todo con su color marrón. Tampoco, sin duda, por la lentitud con que camina, aflorando el bastón, o por la cautela que pone antes de bajar o subir cada escalón. Mucho menos, por el aire cortesano con que recibe a cualquiera y hasta le presta atención y gasta en él unas palabras,
A los 75 años, Fritz Lang está irrefrenablemente viejo. Sin embargo, le pesan más el monóculo —ese endiablado pedazo de cristal que pocas veces se mueve en la arrugada cuenca—, y mucho más el parche negro que nunca termina de acomodarse sobre el ojo derecho, que se rebela con su cinta elástica alrededor de la calva todavía poblada de pelo grisáceo, también inundada de pecas,
Pero ese monóculo puede significar un adorno, un talismán con el que —sin darse cuenta— es posible convocar la Viena de su infancia y su adolescencia. O un modo de disimular el prosaísmo del parche, suplir el mal gusto de los lentes, esa caída en la vulgaridad. Porque, de tanto en tanto, Lang no tiene más remedio que recurrir a ellos, transformar así su rostro en una carota quizá arrancada del cine alemán que él ayudó a edificar en la década del 20.
"Se equivoca, mon cher monsieur, nadie se adorna a mi edad, y menos con un monóculo", suspira Lang, en tanto la noche avanza sobre Copacabana, sobre Río de Janeiro". Un hechizo rodeado de morros que no cesan de asombrarlo. "¿Acaso el mar necesita adornarse? ¡Fíjese, fíjese qué espectáculo!" El francés que habla es fluido, menos que el inglés, aunque igualmente teñido de erres y haches aspiradas; a menudo recurre al alemán, como si en cada frase que pronuncia le fuera la vida y lo obligara a pulirla a buscar el adjetivo exacto.
De Alemania trae esa rigurosa disciplina que acompaña, al principio, cada acto suyo. "Dispongo apenas de 30 minutos", había anunciado por teléfono, cuando Primera Plana le pidió una entrevista. "Y no haré declaraciones sobre el Festival o las películas del Festival. Mi condición de jurado me lo impide". Una prudente, lógica fachada; él mismo se encargará de derribarla luego, con humor, con melancolía, con enojo.
La noche antes, al salir del Cine Rian del brazo de su secretaria brasileña, un periodista lo cubrió de elogios por The Sandpiper, melodrama con Elizabeth Taylor y Richard Burton que cosecha público en Río. Lang asentía con la cabeza, sonreía, hasta que su interlocutor paró. "Lo siento —explicó entonces Lang— pero ese film es de Vicente Minnelli, ese señor que va allá, ¿lo ve? Mejor hable con él".
Nada consigue perturbarlo, porque una atmósfera olímpica lo rodea. Curiosamente, es fácil lograr que la abandone, como un lastre: que se ajuste el parche con rabia, que se tome la cabeza entre las manos para recordar el nombre de un dramaturgo alemán, o una actriz sueca que se desviva por una taza de café (sin azúcar) que confiese tener frío y se ponga el saco. Un saco marrón, encima de una camisa con el bolsillo rebosante de lapiceras.
Es toda la intimidad que de él se arranca: verlo manipular el parche molesto, revolver el café. Entre palabra y palabra, algunas gotas de saliva escapan de las comisuras de Lang, y los treinta minutos se alargarán hasta dos horas, o tres, hasta permitir las bromas. La noche del martes pasado, durante la proyección de 'Los guerrilleros', del argentino Lucas Demare, Lang se reclinó sobre el hombro de su secretaria. Durante un tiempo, el único ojo se cerró y el monóculo reverberó con las luces de la pantalla.
Al retirarse de la sala, apretando el enorme moño negro nacido bajo la papada, dijo "Más o menos", cuando se le preguntó si había dormido bien. El miércoles a la tarde, mientras trataba de mirar el mar desde la terraza del Copacabana Palace, se burló: "Por favor, no escriba que me dormí. Un jurado no debe dormirse". Y el "por favor, no escriba tal cosa" se repetirá como un último intento por velar una parte de su personalidad, al estilo de los divos o los dioses. Sucede que este austro-húngaro de un metro ochenta es una mezcla de divo y dios, aunque no lo refleje su paso cansado sino el galante accionar de las manos.
Medio siglo atrás no era así, cuando se evadió de las autoridades militares de Francia para enrolarse en los ejércitos imperiales, recibir cuatro heridas, siete condecoraciones y un ascenso, quedar, tuerto, internarse en el cine. "Uno se pone patriota a los 20 años, pero no es eso lo que me llevó al frente, no. Más bien las ganas de correr aventuras, de no estar hoy donde estuve ayer. Yo creo que si uno no anda de un lado para otro, si no viaja, nada bueno saldrán haga poemas o películas. Desde chico quise conocer la América del Sur, y ya ve, recién ahora vine. Es la costumbre de aplazar y postergar, terrible costumbre."
El teniente Lang, el inesperado héroe de la Gran Guerra, ya había satisfecho esas ansias en 1914. "Mi padre quería hacer de mí un arquitecto famoso, como él, pero la arquitectura se aburrió de mí o yo de la arquitectura. Preferí pelearme con mi padre antes que pelearme conmigo y estudie pintura primero en Viena, después en Munich. Otro día resolví dejar de estudiar y dejé, me fui de casa, me embarqué, recorrí el mundo. ¿Qué me convenía más? Seguir como un buen alumno dibujando manzanas y perspectivas o atragantarme de Bali, China, Rusia?"
Paro las manzanas y las perspectivas lo ayudaron a comer en Bruselas, en Amsterdam, en Florencia, en París: sus Caricaturas se publicaban en los diarios alemanes, y él vendía sus propias postales por las calles, o se demoraba retratando con acuarelas la catedral de Chartres. "En el hospital —memora— se acabó la pintura, la arquitectura. Unos garabatos, apenas, hojear reproducciones y escuchar que el vecino de cama se quejaba la noche entera, aullaba, o se moría de golpe y se lo llevaban, despreocupados, como si se llevaran un mueble. Los biógrafos y los críticos encontraron pesimistas los argumentos que escribí entonces. Tienen razón, desde aquellas camas parecía que la guerra acabaría con todo..."
Menos con Lang, porque en 1916 le filmaron el primer guión y en 1919 dirigió su primera película: "No es así, aunque lo digan los libros y yo nunca me haya interesado en corregirlos. Joe May y otros firmaron obras que dirigí yo y en las cuales hasta trabajé de libretista y actor", precisa en estos momentos, sin dejar de jugar con la llave de su cuarto o el estuche de los anteojos que están sobre la mesa.
En todo caso, 1919 fue el año de su espaldarazo: "Erich Pommer me ofreció realizar 'El gabinete del Dr. Caligari', pero me reemplazaron para que yo terminara otro film. Una lástima, porque Robert Wiene arruinó aquel tema magnífico, lo endulzó, le quitó el sentido". De 1919 a 1933, el monóculo de Lang., sus iras súbitas y sus súbitas dulzuras, se pasearon por los estudios de la Decla-Bioscop y la Ufa. También, su minucia ("La heredé de mi padre"), sus caprichos y terquedades.
—¿Recibió alguna influencia?
—Sí, claro que sí mon cher monsieur, la de Fritz Lang. ¿Se olvida usted que el cine y yo crecimos juntos?
No obstante, no es la Alemania de la década del 20 la que llena el diálogo de Lang; sí, en cambio, la Alemania actual, "un país próspero que no se inquieta por su falta de cultura". La conversación regresará una y otra vez a lo mismo, quizá porque con sólo mencionar tres o cuatro títulos, El Dr. Mabuse y Metrópolis, La mujer en la luna y El vampiro negro, la gloria de Lang permanece a salvo. Esos eran los tiempos de su apogeo; los de 1958 a 1960, cuando retornó a la tierra dé sus éxitos, fueron los de la elegía y la desesperanza.
En 1933, Adolf Hitler "me propuso ser el Führer del cine alemán; contesté que sí, que muchas, gracias y me instalé en París al día siguiente, y desde 1935, en los Estados Unidos". Su regreso, asegura, fue obra de la casualidad, del destino, a los que se entregó después de luchar contra ellos en la mayoría de sus films; tal vez le cuesta admitir que 25 años de destierro eran demasiados, que le bastaba un pretexto para sacarse las ropas del emigrado. Hoy le resulta absurda la idea de poner los pies nuevamente en Alemania.
"Es un desastre —-protesta—. Los obreros, por ejemplo. No quieren trabajar. Le voy a contar una anécdota. Me encontré en Alemania con la esposa de un empleado; los dos volvían de vacaciones fuera del país, porque ya nadie pasa las vacaciones en Alemania. Habían estado en Barcelona y le pregunté si les había gustado. 'Sí, es una ciudad maravillosa', me contestó. '¿Su marido piensa lo mismo?' ¿Sabe qué me contestó? -A mi marido le gusta la buena mesa y daban tan buena comida en el hotel que nunca se movió del hotel'. Así es toda la Alemania."
¿Y el cine? "Ah, ¿hay cine en Alemania?" ¿Ni siquiera directores jóvenes? "Sí, sobran, unos muchachones soberbios, orgullosos, que se ríen de sus antecesores y peroran las 24 horas sobre cómo debe hacerse un film. Cuando uno les pide que muestren algo, entonces se descubre que nunca hicieron nada o le proyectan una zoncera de 8 minutos de duración. Un productor, al que conozco, contrató a uno de ellos, le pagó por adelantado, y después de rodar cuatro escenas no apareció más."
La queja se limita, en seguida: "Ni una sola de mis películas ni de las de mi época se dan en Alemania. En Hamburgo, la televisión presentó 'El vampiro negro' y menos mal que vi la copia antes: era la copia mutilada por orden da Goebbels y yo debí suplir en cámara, relatando con mi voz, los pedazos que faltaban".
—Sin embargo, no hace mucho repusieron 'La ópera de tres centavos'.
Como un rayo, el parche negro se ladea, el único ojo de Lang quiere salirse del monóculo. "Pabst era un nazi, El pobre tenía tan poco talento que se quedó a lucrar con Hitler y su banda". ¿Tenía? "Sí, aunque él vive todavía y buscó purgar su culpa con 'El último acto'. Pero Pabst no es el único nazi que reniega de su posición de entonces, miles de alemanes se esfuerzan por ocultar lo que fueron. Salvo, que yo sepa, mi primera esposa, Thea von Harbou; ella no esconde su pasado y le ha ido mal por esa causa. Elle a même faite la rué, vous comprenez? Por lo menos asi me cuentan quienes la siguieron tratando, porque desde que nos separamos nunca la volví a ver, ni siquiera nos escribimos una carta. La pobre ya se ha muerto".
Sugestivamente, el regreso de Lang a la Alemania "del milagro" tuvo relación con Thea von Harbou. De una de sus novelas partió el libreto de El tigre de Bengala y La tumba hindú, dos de las tres películas que realizó en su patria adoptiva. "Thea y yo escribimos el libreto en 1919, iba a ser mi primer film Importante, pero May mandó decirme que no podía arriesgar tanto dinero en un director desconocido, y la filmó él.
"Un día, a mediados de 1957, mi secretaria de Hollywood me cablegrafió que Arthur Brauner deseaba entrevistarme. Quería que yo realizara una re-make de La tumba hindú. Acepté, con la condición de que nos impusiéramos un costo,bajo; sólo de ese modo valía la pena reincidir", explica como si se disculpara por haber desempolvado un folletín tan viejo como él."
"Gastamos poco, unos 2 millones de dólares, y eso que necesitamos 80 días de rodaje entre Alemania y la India. Pero salieron dos películas y las dos —con cortes que no autoricé— recaudaron buenas entradas". Justificándose una vez más, Lang se esmera en encontrar valores intelectuales en dos films que sólo transportan pericia técnica.
No se atreve a confesar que detrás de las intrigas de Ramigani y la bondad del Maharajá, su hermano, marchaba
la infancia de un chico vienés subyugado por losa relatos exóticos, el Far West y los mares del Sur, Emilio Salgari y los bucaneros. Dirigir 'La tumba hindú', era, más que un retorno a la Alemania apasionada del 20 y al recuerdo de Thea, un retorno a la niñez. "Usted es muy imaginativo, mon cher monsieur", murmura Lang y se levanta para llamar a la secretaria: "Que el chofer sea puntual, por favor. Y tráigame el anotador que está en la mesa de luz".
"No, son demasiado fuertes. Ahora no fumo tanto. Usted me hablaba de 'Los mil ojos del doctor Mabuse', le pareció divertida, nada más que divertida. Permítame decirle que también contiene una enseñanza, un toque de atención sobre los límites a los cuales puede llegar la maldad; que también es un alegato contra la pena capital. La diversión es una cáscara, un complemento, como en las 'piezas pedagógicas' de mi amigo Brecht."
Lang no recuerda que en 1961 declaró a quien quisiera oírlo, en París, que el renacimiento de Mabuse correspondía a los productores, que él había matado al personaje en un film de 1932 donde una organización de criminales se expresaba con "los slogans y doctrinas del Tercer Reich". Hubo que inventarle un hijo a Mabuse: el padre había reportado los suficientes beneficios económicos como para tentar a Brauner.
Las culpas, finalmente, recaen sólo sobre Alemania: "Wolfgang Staudte. Helmut Kautner, Rolf Thiele, empezaron bien y pronto se dejaron vencer por la mediocridad. Brecht fue el más grande escritor alemán del siglo: ¿quién aprovechó la lección? Cuando hablaba de Helmut Kirst, todos juraban no conocerlo, y las librerías estaban llenas de libros de él. Pero leer a Kirst, que es un inconformista, es un pecado.
"Para recuperar la Alemania de mi tiempo, tuve que irme de la Alemania de hoy, reconstruirla en las conversaciones con mis amigos de entonces, desperdigados entre Europa y América". Como un fantasma, Lang vivió en hoteles de un Berlín y un Munich que nunca serían los suyos: el pasado se había diluido entre los escombros de los bombardeos.
Menos extraño se sentía en el Festival de Río de Janeiro, sometido a las banalidades, a la espera de Jean-Luc Godard (C'est dommage, il ne viendra pas, on m'a dit), a las largas charlas con Lotte Eisner, la historiadora del cine alemán, las reuniones del Gran Jurado que integró, los paseos en automóvil por la ciudad, la sorpresa frente a las velas encendidas en la playa, que los ritos de la macumba exigen, y que él se empeñaba en vincular con los hábitos de los indios navajos a quienes frecuentó y cuyo dialecto aprendió en morosas visitas a Arizona.
Ese afán por descubrir todos los días un incentivo nuevo no congenia demasiado con su venerable figura de anciano. Es que Fritz Lang, a menudo, parece la caricatura de un director alemán de cine según la hubiera trazado una película norteamericana. Y, no obstante, hasta en sus velados ataques a los films de USA titila la tristeza de aquella década que él llenó de alucinaciones y belleza, y que Hitler aventó.
Ya en Hollywood —donde realizó 23 films, de 1935 a 1956—, él y Bertolt Brecht embistieron contra el vendaval nazi: rodaron 'Los verdugos también mueren', y Lang le dedica algunas frases conmovidas porque fue su única labor artística con el poeta de Baal. Hoy, reconoce que no todos los verdugos mueren, "muchos se vistieron con la piel del carnero"; pero supone que el odio es un consejero riesgoso, que la revancha ''hay que dejársela a los animales". "Estoy dispuesto a perdonar a los que colaboraron con el nazismo. Pero jamás a olvidar. Si me encontrara con Pabst hasta le daría la mano, y eso que Pabst gustaba mostrar una foto trucada en la que yo aparecía con Goebbels..."
Si, en definitiva, Lang es una caricatura de Lang, él no dudó en burlarse de sí mismo cuando aceptó un papel en 'El desprecio', de Godard, y encarnó a un estólido realizador alemán. Difícil que otro cineasta hubiera conseguido ese aporte extra de Lang; pero el antiguo teniente austrohúngaro considera a Godard "el realizador", "un genio del cine".
Más sorprendente que este juicio, en el cual debe computarse el hecho de que Godard y sus amigos elevaron al infinito a Lang en sus artículos de 'Cahiers du cinéma y Arts', es que Lang se maraville, sobre todo del método de trabajo de Godard: la improvisación. Para él, ese usufructo de la espontaneidad es una prueba de fuego, él que siempre se vanaglorió de llegar al set —como René Clair— con los menores detalles fijados en el libreto. "Salvo los films con decorados complicados o muchos efectos especiales, nunca tardé más de mes y medio en el rodaje", memora.
Ahora mismo, después de un año,, se va a París para ajustar la producción de su próximo film, The Career Girl, y no lleva en sus valijas más que una sinopsis, un enclenque resumen del argumento; "Tengo medio guión listo, y todavía no me conforma". No obstante, calcula empezar a trabajar en marzo, aunque "si no me sintiera seguro, postergaría".
Escribió The Career Girl para Jeanne Moreau, "sólo ella es capaz de interpretar mi personaje, una mujer que picotea el amor y es derrotada por el amor". Moreau aceptó el papel y falta, apenas, combinar la financiación de la obra. ¿Tiene productor? "A un hombre como yo, mon cher monsieur, le sobran productores". ¿Quién domina a quien? "Me entiendo bien con ellos, a veces uno concede, pero eso no lo escriba. Si quiere saber qué opino de los productores, vea El desprecio." En esa película de Godard, el realizador Lang daba a entender que es conveniente, si no grato, rendirse ante los productores.
Desde 1960, Lang no ha dirigido un metro de celuloide. ¿No lo inquieta esa inactividad? "Con 50 films a mi espalda, no. Además, le voy a decir la verdad." Y se levanta del sillón, da unos pasos y toma del brazo al periodista: "A mi edad, después de 50 años de cine, me queda muy poco por decir, nada tal vez, ¿Se da cuenta? ¿Para qué precipitarse?"
—Pero esto, por favor, no lo escriba.
Ramiro de Casasbellas
PRIMERA PLANA
28 de setiembre de 1965
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