EL PORQUE DE LA GUERRA EN IRLANDA

 

 

 

 

 

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SIN DUDA ESTE ES UN AÑO VIOLENTO PARA IRLANDA, LOS SUCESOS OCUPAN CON MARCADA INSISTENCIA LAS PRIMERAS PLANAS DE TODOS LOS DIARIOS DEL MUNDO. EN ESTE INFORME SE ESCARBA EN LAS RAZONES DE ESTA GUERRA CARENTE DE PIEDAD, COMO TODAS LAS
GUERRAS.
UN PROBLEMA DE NUESTRO SIGLO, PERO HEREDADO DE LA EDAD MEDIA.
TODO COMENZÓ ASÍ.
Desde hace dos semanas la caótica situación era que se halla Irlanda del Norte ha sido el tema más mimado por las primeras planas de los diarios del mundo entero. No es para menos: los conocedores del tema señalaban el viernes último que desde hace cincuenta años el territorio irlandés no había soportado jornadas tan plagadas de saña y sangre. Lo que se inició hace más de dos años como una protesta organizada en pro de reformas políticas, sociales y económicas —tendientes a favorecer la situación de la vapuleada minoría católica del Ulster— se ha transformado ya en una guerra civil cuyo fin es imprevisible.
Tres puntos del conflicto señalan, en efecto, que el abismo se ha profundizado de manera irreparable; son los siguientes: 
• La reaparición del legendario IRA (Ejército Republicano Irlandés), una fuerza de irregulares declarada ilegal hace ya decenas de años. El jefe máximo del IRA en el Ulster, Joe Cahill, desmintió el día 14, en conferencia de prensa, las afirmaciones de militares ingleses en el sentido de que la ofensiva guerrillera había sido desbaratada, "La guerra recién empieza —informó Cahill, apodado El Pimpinela Esmeralda, mientras hablaba con los periodistas a apenas tres cuadras del Estado Mayor Británico en Irlanda del Norte—-. Tenemos armas y municiones suficientes para atizar duramente los traseros de los protestantes. El entusiasmo y la fe, como ustedes saben, jamás nos faltaron", aseguró. "Esta vez la guerra es decisiva: vamos hacia la victoria o hacia la muerte", finalizó. La conferencia de prensa fue tempestuosamente interrumpida por infantes ingleses en un vano intento de pillar a Cahill, quien es —ahora— el hombre más buscado del norte de Irlanda; pero El Pimpinela, en un alarde, logró escabullirse por los fondos tras dejar una esquela de salutación al brigadier Marston Tickell, su más tenaz enemigo. El episodio —que tiene los caracteres novelescos que caracterizan las trifulcas irlandesas— demuestra, a las claras, la decisión de los católicos del Ulster: no hablar; pelear. 
• El día 12 el primer ministro de la República de Irlanda (Irlanda del Sur) afirmó ante periodistas que, con respecto al Ulster, su nación estaba decidida a "apoyar por medios políticos lo que el IRA busca por medios violentos: derrocar al gobierno de irlanda del Norte". La declaración —que quebró radicalmente la actitud contemplativa y poco comprometida que Lynch había mantenido hasta el momento— fue interpretada, naturalmente, como una virtual declaración de guerra. La reacción no se hizo esperar el primer ministro del Ulster, Brian Faulkner, atacó con acritud a Lynch. "Este señor —dijo— impide la posibilidad de todo diálogo constructivo. Entre Dublín y Belfast, ahora, las palabras están de más. Lynch es un irresponsable, un oportunista, un pendenciero". Más allá de la verborragia, el cambio de palabras indica que los puentes de conciliación se han destruido.
• La belicosa minoría católica del Ulster ha asumido actitudes que hablan a las claras de su decisión belicista. Como en las grandes epopeyas irlandesas, mujeres, adolescentes y hombres participan de los combates. Cada uno de los ciudadanos, es evidente, tiene ya su puesto asignado en la lucha, sea como manifestante, francotirador, terrorista, contrabandista de armas o miembro de los cuerpos clandestinos de sanidad. La movilización es total: todas las tareas de tiempos normales han sido abandonadas y las gentes se dedican, ahora, a lo que llaman "guerra por la dignidad".
El saldo de la violencia en el Ulster, en lo que va del año, es pavoroso y significativo a la vez: 15 soldados británicos muertos y 235 heridos; 43 civiles muertos, 1.200 heridos y —se presume— no menos de 2.000 presos. A juzgar por el actual estado de cosas Irlanda del Norte será en las próximas semanas la sede preferida del fuego, la devastación, la muerte.
Quien desconoce la agitada historia de Irlanda no puede —nunca— llegar a entender las razones del tormentoso y secular conflicto que la sacude. Porque, créase o no, los fundamentos esenciales del odio entre irlandeses y británicos son religiosos y —aunque trastocadas las estructuras sociales y económicas— lo que perdura es una guerra que se inició en el medioevo.
Irlanda, una hermosa, extensa y pintoresca isla contigua a Inglaterra y bastante cercana a Francia, jamás conoció una paz duradera. Se estima que alrededor del siglo X a.C. varias tribus de aventureros celtas decidieron sentar allí sus reales y sometieron a los escasos pobladores indígenas. Luego, guiados por jefes feroces y ambiciosos, combatieron entre sí durante siglos, una forma de vida que —ciertamente— forjó un espíritu que aún late: el irlandés es considerado un guerrero nato, un amante de la violencia.
En medio de este larguísimo y sangriento conflicto desembarcó en Irlanda, el año 432 de nuestra era, el hombre que más influyó en la vida de la isla, el constructor de su destino: San Patricio. Su obra fue inmensa: convirtió a los irlandeses al cristianismo, fundó pueblos, monasterios e iglesias, ordenó más de cien sacerdotes. Era hombre rudo y decidido, el único capaz de convertir a gentes así. A más de quince siglos de la acción de San Patricio, su fe y su patrimonio están intactos.
Pero, pese a la acción del santo, las luchas internas continuaron. Lo único que permitió, en su momento, una muy relativa unidad fueron las sucesivas invasiones de navegantes y aventureros vikingos que se establecieron a lo largo de las costas irlandesas. Más tarde se dirigieron al interior y hasta fundaron algunas ciudades, entre ellas Dublín. Recién en 1014 tuvo fin —en medio de un espantoso desorden de luchas, guerras civiles y rivalidades familiares— el período de dominación escandinava.
Pero el aliento duró poco: en 1170 Enrique II, rey de Inglaterra y Francia, instigado por miembros de su corte desembarcó en Irlanda al frente de 4.000 hombres, la ocupó y repartió las mejores tierras de la isla entre sus barones. Comenzó, así, la larguísima ocupación inglesa, que se prolongó hasta nuestro siglo. Pero dos hechos, que se manifestaron en forma paralela, dieron a la tirria entre ingleses e irlandeses su carácter definitivo. Primero, la creación de una iglesia nacional independiente de Roma, por parte de Enrique VIII, en el siglo XVI, mediante la adopción del protestantismo como culto del pueblo británico; los irlandeses se negaron a aceptar el prepotente cambio y siguieron practicando, con memorable tenacidad, el catolicismo. Segundo, la transformación de las propiedades señoriales —durante los siglos XVI y XVII— cuyos propietarios feudales decidieron dedicar a la cría de ovejas, no encontrando mejor expediente que desalojar de los campos a los campesinos irlandeses que los habían ocupado durante siglos. La impiedad de los ingleses se extendió sin tregua: durante todo el transcurso del siglo XVIII fueron dictadas una serie de durísimas leyes contra los católicos, aunque todos los irlandeses seguían siéndolo. Pese a todo, los hombres de aquellas tierras jamás se doblegaron, y hambreados, despojados y perseguidos, mantuvieron sus ideales brindando un ejemplo pocas veces igualado en la historia del mundo.
De esta manera despuntó el siglo XIX, conocido como la centuria de la lucha decisiva por la independencia irlandesa. En la isla, como manera única de resistencia, se habían incubado una serie de sociedades secretas destinadas a sabotear la acción inglesa; sociedades que eran mantenidas con los dineros de irlandeses que, radicados en el exterior, se habían transformado en comunidades influyentes de varios países, especialmente de los Estados Unidos de América.
La prolongada lucha, signada por episodios menores —sabotajes y prédica por parte de diputados, irlandeses ante el parlamento inglés—, estalló, finalmente, el 21 de abril de 1916.
La Pascua sangrienta —así se denomina a la rebelión irlandesa en la jerga histórico-popular— fue una matanza gloriosa, una heroica derrota que culminó en victoria en 1920, con la declaración de la independencia de Irlanda del Sur, conocida como Eire.
Hay muchas semejanzas entre la Pascua sangrienta y los actuales episodios de Irlanda del Norte. La rebelión de 1916 fue una locura: el IRB (Irish Republican Brotherhood, antecedente del IRA) contaba entonces tan sólo con 2.000 voluntarios instruidos militarmente y, aparte de una buena cantidad de dólares y mucho fervor, no poseían ni armas ni pertrechos suficientes para enfrentar a los 10.000 ingleses regulares, bien armados y fácilmente reforzables. Las arengas de los jefes irlandeses fueron bien expresivas: "Vamos a que nos maten", aseguró a sus muchachos Patrick Pearce; "Nuestra chance es nula", dijo Connolly.
La gente del Sinn Fein (el lema patriótico irlandés, cuya traducción más acertada es "Nosotros solos") peleó con tesón durante seis días, hasta que fue arrasada. Los cabecillas principales fueron fusilados y hubo matanzas, como la realizada por el South Staffordshire Regiment, que pasó a bayoneta a cincuenta irlandeses que se amparaban en el pabellón blanco. Empero, uno de los jefes sobrevivió y logró fugar de la prisión: era el hombre que se convirtió, más tarde, en el líder de Irlanda independiente y en su primer presidente, Eamon de Valera.
Tras la independencia del Eire quedó sin solución una cuestión: la del UIster, el sector da Irlanda fuertemente colonizado por escoceses e ingleses, que se declaró leal a la corona británica —aceptando la condición de dominio autónomo— y sometió a la minoría católica (un 35 por ciento de la población) a vejámenes demasiado parecidos a aquellos de los siglos XVII y XVIII.
Durante años las célebres madres irlandesas enseñaron a sus hijos el himno del Sinn Fein, cultivaron la fuerza de sus muchachos para expulsar al "anticristo" de "la tierra que nos pertenece", proclamaron —en ritos secretos y tenaces —su deseo de unidad irlandesa.
El fuego, pues, ha vuelto. Y no parece dispuesto a irse.
lan Paisley, pastor protestante, líder de la Logia de Orange —la agrupación extremista de Irlanda del Norte que reúne a los más drásticos amantes del dominio inglés— propone una fórmula draconiana para solucionar los conflictos: "Haremos que las cosas vayan tan mal para los papistas (católicos romanos) que tengan que salir de nuestras fronteras. No les daremos trabajo, no tendrán dinero para subsistir. Este es un país protestante". El lema fué aplicado porque los protestantes de Irlanda del Norte pueden hacerlo: dominan todas las grandes empresas, el gobierno y la RoyaI Ulster Constabulary (denominación de la policía norirlandesa). Pero política tan desaforada, como era previsible, no dio buenos frutos: lo único que logró fue dar sólidos cimientos a la célebre tozudez irlandesa. Lo que comenzó con pullas, trompetillas y simpáticos "sodeos" a los soldados británicos (el sodeo es una especie de sport irlandés, que consiste en arrojar a la cara de los militares agua de sifón coloreada) terminó en una guerra implacable.
Los irlandeses católicos del Ulster tienen, como sus héroes de la Pascua Sangrienta, fe y líderes. Joe Cahill y Bernardette Devlin —la muchacha de 24 años que encabeza a la muchachada—, del lado contrario de lan Paisley, profetizan —también— la intolerancia como forma de combate.
Muerta, pues, la mesura, son inciertos —pero seguramente terribles—los días que esperan al Ulster. Tal vez la única solución sea, a la larga, la que propuso —el año pasado— el premier Jack Lynch: "Restaurar la unidad de Irlanda sobre bases sólidas".
Pero, ¿cómo hacerlo en una tierra donde la razón ha cedido paso al terror, al desenfreno?
ALEJANDRO SAEZ GERMAIN 
Fotos de GAMMA

EL PROBLEMA MAS CANDENTE
LA DISCRIMINACIÓN
Aunque son varias y antiguas las razones del conflicto que sacuden a Irlanda del Norte, la principal bandera que agita la minoría católica —y que les ha logrado una ola de adhesiones morales en el mundo entero— es la de ser víctimas de una cruel discriminación. Los principales protagonistas de esta política impiadosa, inspirada en el lema "Nacer católico es nacer inferior", son los orangistas, esto es, los memoriosos partidarios de Guillermo II D'Orange, el monarca que —sitiado tras los muros de Londonderry— logró infligir una derrota decisiva a su católico primo, Jaime II. Los cañones de aquella victoria, implacables, apuntan desde entonces hacia los suburbios pobres y católicos del barrio de Bogside, una de las actuales cunas de violencia.
La discriminación es dramática, ciertamente. Comienza desde la infancia, pues los mejores colegios están destinados a educar niños y muchachos protestantes. Un escudo de colegio en el blazer de un católico es, siempre, una torpe imitación. Prosigue en universidades: el acceso a ellas es casi imposible para la gente leal al Papa. Culmina en los trabajos: ejecutivos de faenas bravas y mal pagas, los horizontes de los católicos de Ulster se limitan siempre a un peldaño más abajo.
Este tipo de política persiguió, en principio, dos metas bien concretas: la sumisión definitiva o la erradicación. Sus lamentables resultados están a la vista.
revista Gente y la actualidad
26 de agosto de 1971
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