DESDE HIROSHIMA Y NAGASAKI
Los Sobrevivientes de la Bomba

EL 6 de agosto de 1945, a las 8 y cuarto de la mañana, la Era Atómica empezó con un estallido, en la ciudad de Hiroshima, Japón. En el primer segundo, 300 mil grados de calor inundaron la Plaza de la Paz, y cien mil personas cayeron muertas. El 9 de agosto, a las 11 y dos minutos, otra bomba más poderosa todavía —de plutonio— arrasaba el valle de Urakami, en Nagasaki, donde la población cristiana era dominante. Se había desviado tres kilómetros al este de su objetivo, los astilleros Mitsubishi, y el cataclismo fue por eso menos grave; 25 mil muertes instantáneas y 130 mil heridos. Lo que sigue es el relato que escribió el jefe de redacción de Primera Plana, Tomás Eloy Martínez, luego de recorrer largamente las dos ciudades, de hablar con decenas de sobrevivientes y de recoger la opinión de los médicos especializados en la enfermedad atómica.

 












pie de fotos
-Después del apocalipsis todo lo que les queda es deseo de vivir
-Yukio Yoshioka, Goro Tashima, Doctor Ysuo Nakamoto
-Hiroshima, dos horas después
-Nagasaki, el centro del estallido
-El ex bombero Ikeda, en el Hospital de Hiroshima, adiós en un puente
-Muta Suewo, Sumi Yamamoto, Yukie Ooe, Yuko Yamaguchi
-Yaeko Katsuda
-Hiroshima en un texto de tercer grado
-Nagasaki, hasta 1964, 86912 muertos y 74906 heridos atómicos
-Hiroshima 64, la paz desfila
-Hiroshima, 56111 casas destruidas por el fuego, 6820 por el viento
-Nukushina-san y su familia, una semana antes de la explosión. A la derecha, 20 años después
-El padre Enomiya-LaSalle. Hiroshima, 4 horas después. Doctor Sugihara
-El Hospital, en Hiroshima
-Los niños de Hiroshima, Hiroko (14 años), Kazushige (11), Yasugiko (8), no oyeron nada
-Hiroshima -el puente Miyuki-, 5 horas después. Las chispas del incendio que nadie pudo apagar nunca

 

 

Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres; allí, junto a las cartas que dejaron a medio escribir en los hospitales de emergencia, se vuelven amarillas las sembatsuru, las filosas cigüeñas de papel que les llevaban sus amigos para desearles salud y buena suerte; allí también, en Hiroshima, dentro de un bloque de piedra, se agolpan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, hace veinte años, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias.
Si uno se arrodilla, por entre las flores del cenotafio puede divisarse la cúpula de la Exposición Industrial, una mole de acero y mármol que se construyó en 1914. Pero ya el mármol es cansada arena que se desmorona sobre el río Motoyasu, y el acero de la cúpula, un esqueleto oxidado y retorcido, la corona fantasmagórica de una casa en ruinas. Más cerca, los cerezos lamen una especie de dedo inmenso, sobre el que una chiquilla de bronce abre sus brazos, con la cara vuelta hacia el río Ota, en las montañas. Junto a sus pies, en una hendidura hasta donde no llegan las interminables lluvias de julio, algunos cuadernos escolares fueron abandonados, como ofrenda. La chiquilla de los brazos abiertos se llamaba Sadako Sasaki y había nacido el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, a las 9 de la mañana, cuando su madre, cegada, llagada y sin fuerzas, no esperaba sino que ella naciera para morirse.
Sadako creció alegremente en una casa de Miyajima, a 16 kilómetros de la ciudad, y sólo cuando fue a la escuela por primera vez empezó a sentir una confusa melancolía por aquella madre que no había conocido. Le preguntó a Shizue, su prima, qué había pasado la mañana de su nacimiento. "El cielo se derrumbó y volvió a levantarse", le contestaron. Sadako aprendió a leer, a coser y a pintar muñecas de yeso; parecía fuerte, aunque a veces un súbito mareo y una llamarada de fiebre la devoraban. Otro 6 de agosto, mientras festejaba sus 12. años, cayó desmayada. Murió a las dos semanas, de una leucemia fulminante, y la fotografía de su cara dormida, entre flores y muñecas de yeso, levantó en vilo a los escolares del Japón: todos los días, de las monedas que llevaban para su almuerzo, cada uno separaba un yen en memoria de Sadako. Fue con esos yenes que se alimentó su cuerpo de bronce, entre los cerezos del parque.
'Reposen aquí en paz, para que el error no se repita nunca', dice una inscripción en la piedra del cenotafio. Pero ahora, ya casi nadie en Hiroshima quiere averiguar de quién fue el error y por qué lo cometieron. "Vi el avión desde Kaitachi (Un villorio situado a 7 kilómetros al este de Hiroshima), a las ocho y cuarto, y me pareció que se estaba estrellando contra el Sol —repitió tres veces Goro Tashima, un pescador, en el Parque de la Paz—. La bomba no sólo cayó sobre Hiroshima sino también sobre la conciencia de los Estados Unidos. Ellos y nosotros hemos salido, perdiendo en esa guerra."
"Si Japón hubiese tenido la bomba, también la hubiera arrojado sobre su enemigo", imaginaron la señora Ooe y la señora Katsuda en el Hospital, de Hiroshima. "Si la hubiésemos tenido...Pero no la tuvimos", dijo el señor Muta Suewo en el Hospital de Nagasaki. "Yo no quiero imaginar nada", protestó, en cambio, el señor Yukio Yoshioka, que tenía 15 años y estaba marchándose hacia el monte Hiji (A dos kilómetros del epicentro de la explosión. Allí está actualmente la Comisión para los Daños de la Bomba A) cuando lo envolvió el resplandor atómico. "Sólo quiero quejarme de que la bomba mató a mi padre, y a mí me volvió inútil y estéril."
Para que el error no se repita nunca. Ahora, en Hiroshima, las parejas se abrazan a la luz de la cúpula ruinosa, la única cúpula en pie desde aquel día en que la ciudad fue quemada por mil soles; un anillo de barcazas musicales, con sus faroles de papel, merodea por la ribera del Motoyasu, en el delta del río Ota, donde una vez cayeron todas las cenizas y las lágrimas del mundo; desde el Museo de la Paz, entre los frascos con tejidos queloides y las fotografías de criaturas transformadas en una brasa viva, se oyen los rugidos del cercano estadio de béisbol; el castillo de Mori Terumoto, qué se desplomó aquella mañana de agosto como un sucio toldo de papel, está de nuevo erguido en su jardín, rehecho y resplandeciente; en sus casas, en los tranvías y en las tiendas, los hombres de Hiroshima jamás mencionan la tragedia, a menos que por azar vean sobre las espaldas o la cara de un caminante las cicatrices del feroz relámpago, el tejido gomoso y estriado que les reventó en la carne para protestar contra los cuatro mil grados de calor vomitados por el cielo. En las escuelas, los chicos sólo conocen confusamente esa historia; para ellos, el 6 de agosto de 1945 es apenas una lección de cien palabras en el libro de lectura, un cuentito fugaz que comienza del mismo modo en los textos de segundo grado y en los de quinto: "A las ocho y cuarto de la mañana, un bombardero B-29 de los Estados Unidos —el Enola Gay—, arrojó una bomba atómica en el centro de nuestra ciudad. Estalló en el aire, a 570 metros sobre el Hospital Shima. En los primeros nueve segundos, cien mil personas murieron y otras cien mil quedaron heridas." (En el momento de la explosión, la población de Hiroshima podía calcularse en 340.000 personas. el 30 de junio de 1945, 245.423 ciudadanos recibieron sus tarjetas para el racionamiento de arroz. Esa cifra excluye la población militar y los Cuerpos de Trabajo, estimado en un tercio de la cifra total.).

Vuelve padre, vuelve madre
Pero las cifras no sirven demasiado; las cifras dicen muy poca cosa cuando ellos, los sobrevivientes, muestran
sin resentimiento ni queja, como si fueran de otro, sus ojos vaciados por el increíble resplandor, sus espaldas abiertas en canal, sus manos apeñuscadas y detenidas en una quemadura. "Yo me había levantado de una silla para hablar por teléfono —contó el señor Michiyoshi Nakushina, que era un comerciante de sake (Vino de arroz, de baja graduación alcohólica, entre 17 y 18 por ciento) en 1945—. La casa quedó llena de un fuego amarillo, y el fuego se volvió después azul y el azul se hizo rojo hasta que la ciudad, tan clara y sin nubes esa mañana, se hundió de golpe en una noche sucia,"
Las cifras dicen muy poca cosa pero, a veces, lo dicen casi todo: el 6 de julio pasado quedaban 80 mil sobrevivientes de la bomba en Hiroshima, y 65 mil en Nagasaki, la sexta parte de la población completa en cada ciudad (Según los últimos censos -1960-, Hiroshima tiene 431.336 habitantes, y Nagasaki 344.153). Algunos vivían a más de cuatro kilómetros del estallido: sus carnes fueron vulneradas por los vidrios de las ventanas, por las vigas que se derrumbaban, por las mesas que se partían en astillas; o quedaron indemnes, con la suficiente voluntad y fuerza como para olvidar el apocalipsis. "Ahora, en el hospital, ya estoy tranquilo. Me quieren, no tengo ningún deseo especial", se resignaba Suewo-san (san, es un imprescindible sufijo de cortesía. Equivale a señor o señora), hace diez días. "Perdí mis dos hijos pequeños y perdí también el tercero, que iba a nacer en diciembre de 1945. Lo último que perdí fue el odio. Ya sólo me queda en el corazón una enorme necesidad de vivir —contaba la Señora Yaeko Katsuda—. Pero qué difícil es para nosotros vivir como los demás."
Todos los sobrevivientes de la bomba saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano, hace 20 años: poco a poco fueron dándose cuenta de que estaban condenados al aislamiento y a la pobreza. Empezaron a ser sospechosos para las personas de quienes se enamoraban, a ser tratados como enfermos y engendradores de hijos débiles; durante meses —y a menudo, como Yoshioka-san, durante años enteros—, se despertaban en medio de la noche pensando que el amor y la felicidad les estaban vedados para siempre; en los astilleros, en la fábrica de automóviles Tokyokoyo y en los aserraderos de Hiroshima, sus empleadores los miraban con desconfianza, imaginando que un día de cada tres no irían a sus trabajos: de sobra sabían que la anemia, el cáncer de las tiroides, los disturbios del hígado y el cáncer de la piel acabarían por derribarlos. Y, en cierto modo, no les faltaba razón: en 1960, sobre un total de 278 gembakusho (el nombre con que se designa a los enfermos atómicos) hospitalizados, 58 habían muerto. Treinta de ellos estaban a más de dos kilómetros del epicentro.
No es del todo cierto que la Bomba y la muerte traten del mismo modo a los ricos y a los pobres. Hacia el Oeste de Hiroshima, sobre las márgenes del Ota, los habitantes de Burako (una comunidad de 6.500 personas, completamente segregada del resto de la ciudad. La palabra Burako no puede pronunciarse dentro del barrio: se considera extremadamente ofensiva) vieron el 6 de agosto cómo sus míseras chozas de madera quedaban reducidas a cenizas y a escombros por el viento atómico. Desesperados, sintiéndose de repente hundidos en un infierno más abominable del que conocían, recogieron los residuos quemados de sus viejos hogares, y empezaron a reconstruirlos con fragmentos de cinc y cañas de bambú, sin permitirse descanso: esa impaciencia, esa irrefrenable necesidad de defenderse, acabó por exponerlos a más radiaciones que la gente de otras áreas, situadas a la misma distancia del Hospital Shima. Los estadísticos calculan que el 85 por ciento de la comunidad recibió una radiación nuclear residual de 5-30 roentgen, mientras que sólo el 25 por ciento de Hirosekita-machi, 500 metros más próximo al centro del estallido, quedó expuesta a la misma dosis de radiactividad. Ahora, el 44 por ciento de los burako en condiciones de trabajar vagabundean hechos andrajos en las calles, con sus nidadas de huérfanos por detrás. "Sienten la vida como un prolongado suicidio", dijo el doctor Yasuo Nakamoto, director del Hospital de Fukushima —el único de la comunidad—, hace un par de domingos, mientras la lluvia formaba nuevos ríos en las callecitas cenagosas del barrio.
Estos seres calcinados, aniquilados, temblorosos, han empezado a recortar flores de papel para el 6 de agosto. Casi siempre llovió ese día, a diferencia de 1945, y ya están acostumbrados a marchar por los puentes con sus paraguas de color naranja. Suelen ser 10 mil, pero este año esperan ser 20 mil por cada aniversario del cataclismo. Descenderán sobre la ciudad con sus grandes pancartas, con sus banderas blancas y sus tambores, por el puente sagrado de Kintai o por los dos puentes Heiwa, hacia un Parque de la Paz que estará lleno de azaleas y campanillas. "Así podremos calmar las almas de los que han muerto. Así podremos calmar nuestras propias almas", repitió Yoshioka-san, como en una letanía.
Ese no será el final de este vigésimo aniversario, sin embargo. Cinco de los 20 mil hombres, o quizá los 20 mil, si tienen fuerzas, subirán a los trenes en la estación de Hiroshima, cantarán durante las siete horas que separan esa ciudad de Nagasaki, en la isla de Kiu-shu, y marcharán en procesión hasta el estadio de béisbol, en el medio de la esplendorosa bahía donde debió caer la bomba, un 9 de agosto. Para apaciguar a los muertos, arrojarán flores y sembatsuru al mar, y recibirán la noche con sus farolitos de colores.
En su cama del Hospital de Nagasaki, Suewo-san esperaba el 9 de agosto con alegría. Meneando la cabeza rapada, quitándose a ratos los anteojos para ver más limpiamente el verde tibio de sus ideogramas japoneses, llevaba ya una semana, el lunes pasado, en pintar este poema sobre una gigantesca pancarta: 'Vuelve padre, vuelve madre, y vuelve amigo mío, para que yo también pueda volver'. Su hígado está deshecho, el ojo izquierdo le fue vaciado por el fogonazo, la anemia casi no lo deja mover, y él, Suewo-san, acaba de cumplir 67 años. Pero confía en que ninguna lágrima y ninguna muerte lo detendrán el 9 de agosto, cuando aparezca en el estadio de béisbol llevando su bandera.

El rayo silencioso
I — No se la oyó llegar: arrastraba apenas sus ghettá (Pantuflas o chanclos para estar en interior de las casas) por las esteras del vestíbulo, casi en la oscuridad, y parecía una sombra alada cuando pasó entre los kakeyi (Especie de gallardete blanco donde están pintados poemas y refranes) que colgaban del techo, los kakeyi que hablaban de la lluvia y de la primavera. Por fin, la señora Yuko Yamaguchi, esposa del presidente de la Compañía de Gas, en Hiroshima, se sentó sobre los talones y empezó a hablar:
—Aquel 6 de agosto yo estaba a cuatro kilómetros de la ciudad, en una casa del Monte Futaba. Me levanté temprano para servirles el desayuno a mis tres hijos y preparar unos cacharros que debía llevar a Ohte Machi, donde vivían mis padres. No tenía muchas ganas de almorzar con ellos, porque en el área de los bancos, junto al Hospital Shima, me parecía que el calor era más penetrante que en las montañas. Me preparé para salir a las cuatro de la tarde, y desde las seis de la mañana estuve limpiando los cacharros. Ese amanecer extrañé más que nunca a mi marido: desde hacía un mes y medio no recibíamos carta de él, y todo lo que sabíamos era que estaba acuartelado en Hangchow, sobre el Mar de la China. A las 8 y 10 despedí en la puerta a Fumiko y a Keiko, mis dos hijas mayores, y me quedé mirándolas mientras cruzaban la calle y entraban en la escuela. En la cocina, Rynichi, de tres años, el menor de mis chicos, se demoraba más de la cuenta con su tazón de arroz. "Voy a quitarte ese tazón si no terminas de una vez, Rynichi", me acuerdo que le dije. Pero no sé si terminé de decírselo, porque en ese momento la cocina se llenó de un resplandor azul, y a mi alrededor empezaron a volar miles de chispas, como si fueran langostas luminosas. Un trueno ensordecedor echó abajo las paredes, y de repente sentí muchísimo calor, el calor de tres veranos amontonados. Lo último que miré en mi corazón fue una columna de humo trepando hacia las nubes.
II — Afuera, los tejados negros del barrio de Toyiga, en Nagasaki, empezaron a amarillear lentamente en ese mediodía, el martes 6, despojándose de la lluvia que no había cesado de caer sobre ellos desde principios de junio. Era el primer ramalazo de sol que el señor Muta Suewo podía ver desde su cama, en el Hospital de la Bomba Atómica, y no quería perdérselo. Puso su mano derecha sobre la ventana, donde el sol golpeaba como una espada, y sólo la retiró de a ratitos, para rascarse la cabeza rapada y gris.
—Aquel 9 de agosto (empieza a decir, con su voz ronca, que se muere y no se entiende al final de cada frase), yo había llegado a las 5 de la mañana a la fundición de Mitsubishi, junto al valle de Urakami. A las 5 y cuarto empecé mi turno de vigilancia, un poco aburrido, pensando en que a las 12 podría irme y jugar con mis dos hijas en nuestra casita de Narutaki, sobre las montañas, cinco kilómetros al sur de la fábrica. La mayor, Yaeko, había sido muy débil, y necesitaba mucho de mis juegos con ella. Como a las 10 y media noté que un horno estaba pasándose de temperatura, y les avisé a los operarios. Trataron de corregir el error, pero había alguna falla mecánica que lo impedía. A las 11 menos cinco me presenté al jefe de vigilancia para entregarle el parte del desperfecto. Estábamos hablando cuando nos encegueció un relámpago. "¡El horno!", pensé, pero no creo que haya tenido tiempo de gritarlo. Un viento terrible volteó todas las máquinas al suelo, hizo estallar las ventanas y me aplastó a mí contra una pared, en medio de un fuego azulado. Vi que una viga se desplomaba sobre el jefe antes de perder el conocimiento. En la pesadilla, me parece que llamé a Yaeko desesperadamente. Cuando me desperté, sentí que mi cara estaba quemada y empapada de lágrimas.
III — Se quitó el saco de su pijama rayado, para que todos pudieran verle la espalda estriada y hecha pedazos, la piel reventando como una boca de volcán, en cada poro. "Quiero mostrárselo, sensei (Tratamiento respetuosos que equivale a profesor o doctor"), quiero que todo el mundo vea mis quemaduras." . Junto a la cama del señor Yukata Ikeda, en el Hospital de Hiroshima, un viejo casi idéntico a Suewo-san, esquelético, inmóvil, aspiraba a duras penas el aire tibio del cuarto. "Está por morirse", dijo Ikeda-san, sin importarle que lo oyeran, "Desde hace una semana está por morirse." Luego compuso la garganta, aprontó su voz afilada, y mientras acariciaba un sembatsuru con los dedos que se negaban a estar quietos, empezó a hablar:
—En 1945 empecé a trabajar como bombero en el turno de la noche. Hasta entonces había sido un tallador de lámparas de piedra, un artesano de primera, créame, y en los templos shintoístas de Hiroshima mis tallas relucían mejor que todas las otras. Pero la guerra se devoró esos lujos. Estaba muy cansado aquella mañana del 6 de agosto, cuando volvía a mi casa, y a la vez estaba también muy triste. Mi mujer me había llamado por teléfono al Cuartel de Bomberos para contarme que Sato-san, nuestro vecino, había muerto de un ataque al corazón. El y yo teníamos 30 años, y me pareció que una parte de mi vida también acababa de morirse. A las 8 de la mañana salí del Cuartel y caminé hacia la estación de Yokogawa, para tomar el tren de las 8 y 20. Había llegado al puente de la estación, sobre el río Ota, cuando vi que mi mujer venía a buscarme. La vi claramente en el otro extremo del puente, y la saludé con los brazos. En ese momento sonó la alarma antiaérea. "¡Corre al refugio!", le grité, mientras yo trataba de guarecerme. La alarma era cosa de todas las mañanas, de modo que no tomé demasiadas precauciones, pero sólo cuando la sirena se calló sentí que la calma volvía a mi corazón. Me levanté y caminé hacia el puente. Volví a ver la silueta de mi mujer, a lo lejos. Entonces creí que el sol se había descolgado desde el cielo, porque todas las cosas se pusieron blancas y enceguecedoras, y miles de brasas cayeron sobre el puente. Un viento me aplastó contra el pavimento, y ya no supe más qué estaba pasando.
IV — La señora Yukie Ooe, de 46 años, había estado sirviendo hasta las tres de la tarde en el pequeño shokudo (comedores de auto-servicio, donde se sirven exclusivamente platos japoneses) de su madre, junto al río Moto-yasu, a la sombra de la cúpula atómica. Era el 1º de julio pasado, y la humedad de Hiroshima se iba volviendo cada vez más difícil de soportar. Durante toda la mañana, la señora Ooe había padecido vómitos y mareos, pero no les dio demasiada importancia: estaba acostumbrada a que esos oscuros y pertinaces síntomas le recordasen, por lo menos dos veces al mes, que las cenizas atómicas habían caído sobre su cuerpo. Sin embargo, no podía hacerles demasiado caso: francamente, era pobre, y un día sin trabajar era lo mismo que un día sin comer. El shokudo de su madre estaba viniéndose abajo, y ahora ya no quedaban sino ellas dos para atenderlo. De repente, la señora Ooe se sintió desvanecer y llamó a la cocinera: "Por favor, ayúdame." A las cinco de la tarde, con el cuerpo flojo, distendido, se despertó de su desmayo en el Hospital de la Bomba Atómica, en Hiroshima. Esto es lo que contó a la mañana siguiente:
—Yo hubiera estado muerta si no fuera por los mosquitos. En agosto de 1945 trabajaba en un portal de los astilleros Mitsubishi, a 4 kilómetros del Hospital Shima. Me pasaba las mañanas sentada en un banquito, al aire libre, con un pequeño techo de cinc para guarecerme de las lluvias. Mi única misión consistía en mantener cerrada la verja del astillero después que pasaban los camiones.
En la mañana del 6, como a las 8.10, vi pasar un bombardero norteamericano por el cielo. Alcé los ojos con curiosidad, pero ni siquiera me molesté en ir al refugio; todos los días sucedía lo mismo, y jamás se habían atrevido a lanzar más de tres o cuatro bombas sobre Hiroshima. En ese momento, sentí una pinchadura en el brazo: me golpeé con la palma de la mano y la sangre de un mosquito gordo se me aplastó contra la piel. "No voy a seguir soportando esto", me dije. Le pedí a la señora Yasimoto, una obrera de la tornería, que se quedase cuidando el portal mientras yo iba a buscar algunas espirales. Me dijo que sí, sonriendo. Entré a la oficina de provisiones, a la derecha del astillero y le rogué al intendente que me diese un poco de piretro para quemar y ahuyentar a los mosquitos. De golpe, todo se volvió pálido, y el intendente se llevó las manos a los ojos. "¿Qué está pasando, señora Ooe?", me preguntó desesperado. "¿Qué está pasando? ¡No consigo ver nada!"
Salí corriendo a la carretera. Al volver al portal, encontré el cuerpo de la señora Yasimoto todo cortajeado por el cinc del refugio. Estaba muerta. Dos obreros de Mitsubishi me tomaron de la mano y me encerraron de nuevo en la oficinas de provisiones. El más joven, Suzuki-san, que tendría 17 años por entonces, trató de comunicarse por teléfono con un amigo que estaba de paso en la ciudad y había ido al Hospital Shima esa mañana. La campanilla parecía sonar al otro lado de la línea, pero nadie contestaba. Empecé yo también a pensar en mi esposo enfermo de úlceras y en mis dos hijos, que habían quedado en Senda-machi, a un kilómetro y medio del Hospital. Salí como enloquecida a buscarlos. Siempre llevaba conmigo un botiquín de primeros auxilios, y por suerte pude encontrarlo intacto, junto al cuerpo de la señora Yasimoto. Emprendí la marcha a lo largo del río Honkawa, por la ribera. Todo lo que ocurría, hasta donde alcanzaban mis ojos, era un interminable horror. Los heridos caminaban callados, en fila, hacia los suburbios, pero el incendio parecía caminar más ligero que ellos. Cerca de Kawaguchi encontré a un chico de seis años, aplastado por un tabique de madera, llorando amargamente. "Nadie quiere ayudarme, papá", sollozaba el chico. Separé un poco los escombros y vi que tenía un brazo completamente quemado. "¿Dónde está tu papá?", le pregunté. Me dijo que era un lanchero en el Honkawa, a tres manzanas de allí. Saqué el óleo calcáreo de mi botiquín y se lo apliqué sobre las ampollas. Eso pareció aliviarlo bastante. Cuando lo llevé a su casa, los padres me besaron las manos y se abrazaron a mis rodillas. "Eres nuestro dios", lloraban. A mí me avergonzó todo ese agradecimiento. Estaban quemados y necesitaban ocuparse más de ellos que de mí misma.
Me costó mucho esfuerzo seguir caminando por la ribera. Había que saltar sobre los escombros, y el calor del incendio se pegaba a la carne como una tenaza. Oí contar a un herido que la central eléctrica se había desplomado sobre el Ota, contaminando las aguas al estallar. "Despidió una luz más fuerte que el sol —me dijo—. Mucha gente ha quedado ciega." Sentí que el corazón me latía en la garganta. "Shojiro", empecé a llamar como loca, sin darme cuenta de que mi hijo menor, de tres años, no podía oírme. Así llegué hasta el puente Minami, sobre el Motoyasu. Reconocí a tres de mis vecinos, bajando por la barranca del río, para mojarse. Estaban negros, llenos de humo, y gemían como si no pudieran gemir. Alguien me llamó en ese momento: "¡Ooe-okusan, Ooe-okusan!" Era un jefe de la Comuna de Hiroshima: estaba tendido en la tierra, inmóvil, con otros empleados de su sección. "Usted que está a salvo, Ooe-okusan —me pidió—, averigüe por favor qué hará el gobierno para ayudarnos." "Parece que en seguida llegará un barco hospital", dijo una de las empleadas. Yo no había oído nada de eso, y lo único que pude dejarles como consuelo fue un frasquito de aspirinas. Pero no tenían agua para tomarlas, y la del río estaba inmunda. En ese momento sentí unos incontenibles deseos de ir al baño, y busqué un lugar cerca del puente donde ocultarme. Entré a un refugio antiaéreo, luego de saltar sobre una montaña de escombros. No hay una sola palabra en este mundo que pueda explicar lo que vi: el refugio estaba reventando de heridos y, sin embargo, ni un desierto hubiera parecido más silencioso. Me sentí como enterrada en una tumba: el único movimiento era el de los brazos de los heridos, espantándose las moscas. Volví al puente, y ya me había olvidado de mi cuerpo y de lo que mi cuerpo necesitaba. Al encontrarme otra vez con el jefe de los impuestos, me arrodillé llorando. "¡Tengo miedo, tengo miedo!", le repetí atontada. En Senda-machi, donde estaba mi casa, mil lenguas de fuego se alzaban hacia el cielo oscuro, y las casas se desmoronaban una tras otra. Todavía sigo soñando con lo que vi aquel día, y delante de mis ojos vuelven a aparecerse las espantosas caras de la gente quemada.
V — Afuera, la lluvia volvió a caer sobre Nagasaki, y la torre meteorológica del monte Inasa desapareció en la niebla. Por las ventanas del Hospital se filtró la sirena de un petrolero anclado en la bahía. La señora Sumi Yamamoto, de 63 años, dejó su ochawan (recipiente donde se sirve una bebida amarga, caliente, hecha con hojas de té tierno) vacío sobre una mesita, y no miró a sus visitantes: aferró los ojos a un ejemplar del Mainichi Shimbun, vespertino de Osaka, y contó:
—Al empezar la guerra, nos marchamos de Omura (pequeña ciudad a 18 kilómetros de Nagasaki) y construimos nuestra casita en el monte Inasa. Mi esposo trabajaba en los astilleros Mitsubishi, y a pesar de que yo ganaba algunos yenes más como lavandera, nunca nos alcanzaba para alimentar como es debido a nuestros siete hijos. A principios de 1945, ya no comíamos otra cosa que arroz. Estábamos contentos en esa casa, sin embargo. Por las mañanas, veía a mi marido descender por la ladera, hacia el astillero. Quedaba justamente debajo de nosotros, y era una gloria ver salir los acorazados, con sus banderas de colores, hasta que se perdían entre las islas.
A las 11 de la mañana, aquel 9 de agosto, salimos todos a la ventana a mirar el avión enemigo que atravesaba el cielo. Sus motores resoplaban apenas, y mis hijos mayores imitaron el ruido echando viento a través de los labios cerrados. Me acuerdo que nos reímos muchísimo porque Toshiko, la menor, de un año y medio, trataba también de soplar. La risa se nos cortó en seco. Un resplandor blanco, poderoso, nos dejó ciegos por un momento. El cuarto
quedó lleno de chispas que se encendían y se apagaban, como pequeños gorriones de fuego. Pensé, que lo mejor sería esconder a los chicos en el ropero, pero no me quedó tiempo para pensarlo demasiado. Un viento increíble nos golpeó en ese momento, y la casa cayó. Mis chicos se esfumaron en el aire. No sé si me desmayé, pero supongo que sí; al menos durante un minuto estuve desvanecida. Sentí el cuerpo lleno de cortaduras, y vi que los tatami (esteras rectangulares, de 1,50 metros por 0,75. Están tejidas en trama muy espesa, y colocadas sobre almohadones de paja, cubriendo el piso completamente.) habían reventado, empapándose en sangre. Los niños salieron de todos los rincones, llorando sin gemir. Estaban rojos, quemados, y a simple vista podía advertirse cómo se les hinchaban las ampollas. Pensé que el fogonazo había sido el principio de un gran incendio, y que debíamos escapar en seguida. Recogí los chicos y salí; en el patio, me di cuenta de que faltaba Kiyoshi, el quinto, y entré de nuevo en la casa a buscarlo. Me dio miedo dejar solos a los otros seis, porque los escombros y las tejas de las casas vecinas caían sobre el patio como una lluvia. Pero no tenía más remedio: encontré a Kiyoshi llorando lastimeramente bajo los tatami. Una viga le apretaba la espalda.
Mi peor preocupación era la falta de vendas para cubrirles las heridas: mientras descendíamos hacia el astillero, las llagas se les iban ensuciando con las cenizas, y no había manera de detenerles la sangre. Sobre todo, la pequeña Toshiko iba perdiendo la vida por las cortaduras. En un refugio antiaéreo pedí ayuda desesperadamente, lloré y grité hasta que una enfermera, tal vez porque se hartó de oírme, puso yodo sobre Tas heridas de Toshiko. No hizo falta: estaba mojándole con yodo la frente cuando Toshiko dejó de respirar.

Los médicos a oscuras
Cerca del monte Hiji, al este de Hiroshima, el viejo Cuartel de Artillería sirve ahora de biblioteca y laboratorio para la Escuela de Medicina de la Universidad. Son tres enormes bloques rojos, manchados de humedad, oliendo a éter y alcanfor. En el del fondo, detrás de un parque poblado por sésamos y narcisos, el doctor Yoshio Sugihara, titular de Patología de la Escuela, consume quince horas de las veinticuatro que tiene cada día, analizando la sangre y los tejidos de los gembakusho: durante otras tres, dicta sus clases y camina por las calles de Burako, llega a las chozas para compartir una taza de ocha con los vagabundos, y a menudo deja una bolsita de arroz o un pedazo de chocolate sobre las camas de sus hijos.
No nació en Hiroshima este doctor Sugihara: cuando la noticia de la explosión empezó a dispersarse era médico del Ejército en Okayama, al nordeste, junto al pueblo de Kurashiki, donde había nacido. El 2 de setiembre, la rendición incondicional del Imperio, firmada a bordo del Missouri, lo dejó sin empleo. El 5 trepó a un camión, con sus ropas apretujadas en una valija de lona, y descendió entre las cenizas atómicas, apenas aplacadas por el viento y las lluvias. No se marchó desde entonces. Por las noches, después de trabajar en seis o siete autopsias, dentro de un galpón sucio, escribió un minucioso diario médico. En marzo de 1948, lo llevó al Chugoku Shimbun, el único diario de la ciudad, para que le publicasen algunos fragmentos.
—Me enteré entonces (cuenta Sugihara-sensei) que el Código de Prensa promulgado por el general MacArthur impedía divulgar toda noticia sobre el cataclismo atómico y publicar fotografías o dibujos. Hasta fines de 1952, cuando la ocupación cesó y el semanario Asahi Pictures News publicó en Tokio las primeras fotografías de tejidos queloides y criaturas sin ojos, casi nadie en el Japón sabía hasta qué punto habíamos sido heridos por la bomba. Recuerdo que en esos meses, la revista Life contó, con honestidad, que "las fotos tomadas por Kiyoshi Kikkawa en las primeras cinco horas de terror fueron secuestradas por los censores militares. El señor Kikkawa pudo recuperar sus negativos en abril pasado (1952), cuando el Japón recobró su soberanía".
A Sugihara-sensei le gustaría pregonar ante el mundo que todavía siguen muriendo, año tras año, medio centenar de personas en el Hospital de la Bomba Atómica de Hiroshima, y otro medio centenar en la miserable Burako. Se le enciende la voz cuando va enumerando las enfermedades que nacieron de la gembakusho, esa gigantesca enfermedad-madre: leucemia, anemia, endurecimiento del hígado, cáncer de hígado, cáncer de pulmón, cáncer de piel, cáncer de tiroides, cáncer de estómago, tumores malignos, cataratas. Y se queja de que el ABCC, el Atomic Bomb Casualty Commission (Comisión para los Daños de la Bomba Atómica) (vasto centro médico sostenido por los Estados Unidos. Su misión es investigar los efectos de las explosiones radiactivas sobre los seres humanos y proporcionar diagnósticos a los bembakusho) sólo examine a los enfermos, sin responsabilizarse de su curación. "Los médicos tenemos la obligación de arrancar a las víctimas de sus infiernos, de sus depresiones morales, de su decadencia física —postuló el doctor Sugihara—. Pero el ABCC los confunde con mormoto." (cobayos de laboratorio).
Sobre el monte Hiji, 300 metros al oeste de la Escuela de Medicina, los investigadores norteamericanos piensan
que esa ira es ciega. "Hemos revelado que hay conexiones entre la explosión nuclear y el aumento de la leucemia — protestaron—. Hemos publicado en nuestros boletines que el cáncer de pulmón, el de senos, ovarios y cerebro eran fácilmente advertidos entre los sobrevivientes. Informamos a quien quería enterarse, que en los chicos de 7 a 10 años se descubría una pérdida constante de agudeza visual, y que las criaturas gestadas hasta cuatro meses antes de la explosión nacieron con graves retardos mentales y un alto porcentaje de microcefalia. ¿Cómo puede decirse que nuestras investigaciones transformen a los seres humanos en cobayos?"
Para Sugihara-sensei, la historia está en otro lugar, en el esfuerzo para hacerles sentir a los gembakusho que no están desamparados ni solos. "Ellos —dice— tratan de vivir más intensamente que nadie, de entregarse apasionadamente a su trabajo todos los días, aunque les faltan las fuerzas. Y tienen razón. Nadie puede asegurarles que no estarán muertos mañana."

Aprendizaje del dolor
VI — "Nadie puede asegurarme que no estaré muerto mañana", repitió el señor Michiyoshi Nakushina, de 59 años, en la trastienda de su almacén tristísimo y vacío. Afuera, los altoparlantes de un camión de propaganda incitaban a votar por los senadores del Partido Liberal Democrático, en las elecciones para la Dieta del 4 de julio. Sobre el muro de enfrente, los socialistas de Hiroshima habían aplastado centenares de afiches con la cara de sus candidatos. Pero el señor Nukushina no podía ver toda esa fiebre, y casi tampoco podía oírla: el resplandor atómico reventó más cerca de él que de ningún otro sobreviviente en la ciudad, porque su oscura tiendita de sake estaba a 900 metros al sur del Hospital Shima, en el mismo lugar donde se alza su casa ahora, sólo que con dos lámparas shintoístas en el jardín y más gente en el dormitorio, doce personas más de las tres que viven todavía.
Esa cercanía le costó cara a Nukushina-san: un ojo, las dos piernas — amputadas hasta la ingle, y suplantadas por aparatos ortopédicos—, el oído, un mar de tejidos queloides en la espalda, la esterilidad, los padres, los cinco hermanos, sus cuatro cuñados y uno de sus dos hijos. Se siente como una especie de Job incapaz de entender la ira de Dios, aunque no sabe quién es Job y no quiere saber quién es Dios.
Junto a la trastienda, inmóvil sobre un futon (cama dura que se extiende sobre los tatami), la esposa de Nukushina-san agonizaba, el primer martes de julio, sin poder resistir al embate de la anemia y de un cáncer pulmonar. Apenas podía mover sus 40 kilos huesosos, y la lengua se le había detenido. A su lado, Myeko, de 24 años, le espantaba las moscas con una pantalla de palma. A Myeko se le vaciaron los ojos por mirar el resplandor, aquel 6 de agosto, y esa oscuridad en que se sumergió a los cuatro años pareció iluminarse hace tres meses, cuando se casó con otro sobreviviente ciego, tejedor de mimbres, sólo para quedar acongojada de nuevo: el hijo que les nació no consigue librarse de la anemia ni de un inacabable llanto.
Como el propio Nukushina-san suele decir, sonriendo, su historia "es la más espantosa que conocí". Todo empezó de un modo tonto, imperdonable, porque el 2 de agosto, después de haberse tomado una fotografía junto a la puerta de su tienda, la familia Nukushina se estableció en Kure (la segunda ciudad de la prefectura de Hiroshima. En 1945 su población era de 187.215 personas; ahora, de 283414 -censo de 1964-), 25 kilómetros al sur. Volvieron en pleno la noche del 5, para festejar el cumpleaños de Myeko y llevarse unas cacerolas de cobre. Baba-san, la abuela, presentía que Hiroshima iba a ser bombardeada de un memento a otro, después de tres años y medio de tranquilidad, y el señor Nukushina resolvió que Kure podía ser un sitio más seguro hasta que la guerra terminase. Confiaban en regresar entonces a la tienda de sake, pero las incomodidades de la nueva casa, las cacerolas, Myeko y la fatalidad los empujaron hacia la muerte aquel 5 a la noche.
—A las 8 de la mañana (contó Nukushina-san), ya estaba toda la familia en el camión, lista para viajar a Kure. Les pedí que esperasen un momento, porque necesitaba llamar por teléfono desde la tienda a un amigo de Miyajima. Mi esposa bajó conmigo y no pudimos convencer a Myeko de que se quedara quieta en las faldas de Baba-san, de modo que también ella entró en la casa. La vimos divertir a su pequeño hermano con una muñeca de yeso, desde la ventana. La operadora telefónica me informó que tardaría unos diez minutos en comunicarme con Miyajima. Me senté a esperar. Me entretuve mirando a Myeko y, de a ratos, soplé el polvo de los cuadros que adornaban el vestíbulo. Eran muy parecidos a los que tengo ahora: un paisaje nevado de Hokkaido, una cesta de frutas, una mujer que esconde su cara detrás de un abanico. Mi esposa me llamó desde la cocina cuando sonó la alarma antiaérea. "¡Diles que entren!", gritó, pensando en Baba-san. Pero fue Baba-san la que se opuso, porque vio que era un solo aparato el que merodeaba en el cielo. Volví al lado del teléfono, y la alarma se apagó. Casi inmediatamente, una luz blanca, como un torrente de leche, inundó todo el cuarto: en ese instante, la casa se vino abajo.
Myeko lloraba amargamente en la ventana, cubriéndose los ojos con las manos. Le grité que no se moviera, porque vi que una viga se balanceaba y estaba a punto de caer. El cuarto estaba lleno de chispas. Recuerdo que un sofá de paja empezó a incendiarse, y en seguida el fuego estaba ya lamiendo las paredes. Traté de levantarme, para llevar a Myeko hacia el camión. Sólo entonces me di cuenta de que tenía la espalda cortada y quemada, y una especie de tenaza hirviendo me golpeaba las dos piernas. Me rasgué el pantalón, empapado en sangre. No quiero volver a pensar en lo que vi. Mis piernas estaban separadas del cuerpo, y dos cacerolas de hierro, partidas por la mitad, se habían incrustado en esas heridas. Nunca supe cómo llegaron hasta allí.
VII — Para la señora Yaeko Katsuda, que mueve sedosamente los pliegues de su quimono verde, todo es hermoso sobre la tierra: el ciruelo que crece bajo su ventana, en el Hospital de Hiroshima; la voz de la enfermera que sirve el almuerzo; las sembatsuru rosadas que dos amigas le han llevado de regalo a la señora Ooe, su compañera de cuarto; la lluvia que cae sin fatigarse nunca sobre la ciudad. También el pikadon, el relámpago atronador que arrasó su casa de Minami-Misasa, hace veinte años, fue "la luz más hermosa que he visto". Acaba de cumplir 48 años, y parece tan suave que no tolera los repiqueteos de un taladro eléctrico, fugaz y ensordecedor, en la calle donde desemboca el Hospital. Acomodándose el pelo corto con las manos, ajustándose los anteojos sobre su pequeña nariz, la señora Katsuda se resiste largamente a contar lo que por fin, con su voz tibia, cuenta:
—Cuando estalló el pikadon, en ese instante justo, empecé a caminar desde la cocina al cuarto de baño. No me sentía muy bien, porque esperaba mi tercer hijo, y el embarazo seguía provocándome vómitos y mareos, aun en ese quinto mes de gestación. Fue como si un rayo se instalara en el centro de la casa, obligándola a temblar. Una fuerza desconocida me arrastró por el suelo, como un huracán, mientras las tejas y los ladrillos se desmoronaban sin dar siquiera tiempo a protegerse. Llamé preocupada a mi hijo menor, de cuatro años, a quien había dejado en el dormitorio recortando papeles. Pero no lo oí contestarme. Pensé desconsolada en Toshio, el mayor, que estaba jugando en la calle. Toda la casa era una polvorienta colina de escombros, y los marcos de las ventanas habían saltado de sus sitios. De repente, oí un llanto despacioso, como de gato, y aparté las tejas que cubrían todo el dormitorio. Mi hijo pequeño estaba allí, guarecido bajo una mesa, completamente a salvo a pesar de las vigas que se habían desplomado a su alrededor. Salí al roka (estrecho vestíbulo exterior, que flanquea las casas japonesas), por si podía divisar a Toshio: lo vi correr hacia mí, con un pantaloncito blanco y empapado. Me contó que no soportaba más el calor y había decidido bañarse en el tanque de agua de Asano-san, nuestro vecino, Cuando oyó a su amigo Hideo buscándolo por el jardín, se acuclilló en el tanque y corrió la tapa. La bomba reventó en ese instante.
Hacía un mes y medio que la señora Katsuda había llegado al Hospital para quitarse "la pobreza de mi sangre", entre ramos de crisantemos y gallardetes con hai-kai. El 3 de julio, con la quijada sumergida en el pecho, se acordó que "hace muchos años, cuando acabó la guerra, sentí un odio implacable hacia los ocupantes del Japón, y deseé con todas mis fuerzas que diez bombas iguales a las de Hiroshima cayeran sobre cada una de sus ciudades. Pero ya pasó demasiado tiempo desde entonces, y mi odio se borró por completo".
—Y después del odio, ¿comenzó a quererlos? —preguntó la señora Ooe desde su cama.
Pero la señora Katsuda no contestó una sola palabra.



El fin del largo principio
Nadie pronuncia la palabra resentimiento; hasta Nukushina-san, a quien el llanto del nieto desvela todas las noches, se olvidó ya de su vieja cólera, y dejó que el cansancio y la costumbre la aventaran para siempre. En su casita soleada de Midori-machi, junto a la capilla, el padre LaSalle, de la Compañía de Jesús, no sintió nunca indignación por tanto espanto. "Sólo piedad por los que murieron y piedad por los que mataron." La voz le sale oscura, calmada, como si escapara de un tubo: "Con esta misma voz lloré el lunes 6 de agosto", cuenta, mientras una encorvada sirvienta japonesa va y viene por el piso de hule. El padre LaSalle ya no se llama como en 1945, cuando era Superior de la Misión en Hiroshima: ahora que ha resuelto quedarse ahí, vivir como un japonés y decirle Anoné (locución muy frecuente, que se emplea para llamar la atención) a Dios, su nombre es Enomiya Makibi, y su cargo, vicepresidente del Instituto Reine Elizabeth, una escuela de música.
Tenía 47 años aquel verano, y durante la primera semana de la hecatombe pasó casi todo su tiempo rezando, mientras andaba entre los heridos y los muertos. "No necesité perdonar porque ya había perdonado en el momento mismo en que mi espalda quedó rasgada por quince astillas de vidrio, la mañana de la explosión", cuenta el padre LaSalle sin que sus 67 años se muevan de la silla, enarcando apenas los labios finísimos. "Sólo pienso ahora que fue una desgracia para los norteamericanos haberla descargado primero sobre una ciudad, y una suerte que no todos los países en guerra la hayan tenido al mismo tiempo. A veces —reflexiona—, cuando miro las fotografías de aquellos años, me pregunto dónde están los límites de la desgracia. Una mujer de Liverpool me contó que la ciudad fue atacada 84 veces por los alemanes y que su casa estuvo indemne hasta la vez número 84. Entonces, una bomba (quizá la última bomba de la guerra en todo Liverpool) la redujo a cenizas."
El padre LaSalle prefiere acordarse de otras historias, de los trescientos mil dólares que logró acumular en todo Japón para alzar la Catedral de la Paz, de los padecimientos que afligen todavía al padre Wilhelm Kleinsorge y al padre Cieslik, dos sacerdotes de la Misión derribados por la anemia.
A medio kilómetro de su capilla, en una casa de departamentos que cobija a 83 profesores universitarios, los amigos de Kitanishi-sensei, titular de Economía Política en Hiroshima, hablan de la explosión atómica como de una leyenda oscura, impenetrable, un cataclismo que sólo puede preocupar a los viejos. Los amigos del profesor no tienen más de 14 años. Yasugiko, su hijo único, acaba de cumplir 8 y de empezar el tercer grado. Lo único que oyó decir del 6 de agosto en toda su vida es que un globo de calor hizo reventar la piel "de mil personas y les formó queloides en la espalda y en la cara".
No es raro, eso en Hiroshima; no es raro en una ciudad donde ni un solo sobreviviente (al menos, ni uno solo de los 300 que había en el Hospital de la Bomba durante las primeras semanas de julio) vio jamás el film de Alain Resnais, 'Hiroshima mon amour', o supo que tal film existiera. Cuatro médicos de la Prefectura, a su vez, se enteraron por un argentino de que esa era una obra maestra y un canto de amor a la ciudad martirizada.
Porque tampoco Hiroko Magari, de 14 años, sabe casi nada de esas historias. Por aquellos años, su madre vivía en Taiwan, y el padre estaba acuartelado en Corea. Hasta hace tres, cuando salió de la escuela primaria, Hiroko no sabía que doscientas mil personas podían morir golpeadas por un solo rayo: había estudiado algunos principios elementales de física, había aprendido la noción de que el átomo es divisible, pero no se imaginaba que la fuerza de mil soles se descargó un día sobre Hiroshima, a trescientos metros de la casa donde vive. En la última semana de clase, el maestro de sexto grado les explicó que Japón estaba a punto de derrumbarse en 1945, sin alimentos ni armas. Los japoneses sabían que ese derrumbe era inminente, pero estaban dispuestos a morir antes de rendirse. En las montañas de Kiu-shu, las muchachas guardaban un puñal de bambú (contó el maestro), "dispuestas a suicidarse ante la vista del enemigo. Para salvarnos de una masacre, Estados Unidos recurrió a la Bomba. El maestro creía que era justo. Eso es lo que creo yo también". 
Y es lo que cree Kazushige, el hermano menor de Hiroko, y lo que piensa a veces Akie Yokawa, de 11 años, a quien jamás le dijeron en la escuela una palabra sobre el Átomo, salvo las que leyó en el texto de Historia. Pero sólo a veces, porque Akie quisiera tener "un padre y una madre inmortales, y hermanos inmortales, y ninguna bomba ni puñal ni ametralladora cerca mío".
Todos los veranos, las lluvias siguieron cayendo sobre Hiroshima y Nagasaki como si nada hubiera ocurrido, y las casitas de dos pisos volvieron a crecer alrededor del Hospital Shima o de la Iglesia de Urakami, arriba del polvo y de las cenizas. En Nagasaki, los pescadores se alegraban de su buena suerte: al fin de cuentas, si la Bomba hubiese estallado sobre los astilleros Mitsubishi —el blanco elegido—, sin desviarse hacia el valle de los cristianos, el Urakami, la bahía entera estaría despedazada y la onda explosiva, al embolsarse entre las montañas, las habría limpiado de casas y de lágrimas. La estrecha garganta donde un trueno de plutonio reventó el jueves 9 de agosto, a las 11 y 2 de la mañana, salvó los astilleros, la casa de Madame Butterfly y casi todos los templos budistas. "Fue sólo una matanza entre cristianos", definió el Asahi Shimbun en el décimo aniversario del estallido.
Por entonces, en 1955, las cosas le iban bastante mal al ex bombero Yukata Ikeda. Su mujer había perecido en el puente Yokogawa, y a él mismo el brazo derecho le quedó casi inútil. "Durante seis meses —se acuerda—, me salió pus de las quemaduras y de los ganglios detrás de la oreja." Un tío paterno lo recomendó en las acerías de Mitsubishi, y allí estuvo trabajando tres años, una semana sí y otra no, a causa de las anemias y los dolores de hígado. "Hasta que en diciembre de 1951, mientras estaba llevando material al tren de laminación, los huesos cubito y radio del brazo derecho se me desencajaron, y ningún médico pudo unirlos. Vagué de un hospital a otro, y hace siete años llegué aquí, al de la Bomba Atómica.
No me he movido desde entonces, pero cuando llega la noche, me desespero por levantarme y respirar el aire libre."
La señora Yuko Yamaguchi, esposa del presidente de la Compañía de Gas, en Hiroshima, tuvo que aguardar un año a su marido —a quien creía en Hangchow—: fueron meses tristísimos, llenos de miseria, y ella pensó que no los sobreviviría. Su odio del principio contra el enemigo empezó a transformarse despaciosamente: primero, lo enderezó contra el país vencedor; luego, contra el coronel que había arrojado la bomba y contra el presidente que había "ordenado el exterminio; por fin, advirtió que no conocía ni a los unos ni a los otros, y que ese resentimiento anónimo, gregario, sólo podía caber en una tonta. "Entonces —dice la señora Yamaguchi— supe que el único destinatario de mi odio era el monstruo, la Bomba."
A las 9 de la mañana, aquel espantoso lunes de agosto, los heridos fueron invadiendo calladamente la escuela del Monte Futaba, donde ella vivía, y acostándose en la sala de reuniones sin pedir permiso ni quejarse. Todo lo que podía dárseles para ayudarlos era un poco de agua y media ración de arroz. Se contentaban con eso. A las once de la mañana, cuenta la señora Yamaguchi, "cuando más nos lamentábamos de nuestra impotencia, tuvimos nuestra primera muerte: una mujer que había venido caminando desde Hatchobori, a tres kilómetros, con su hijito a cuestas. Tomamos el niño a nuestro cargo, y fue esa misma mañana, en el nacimiento de la Era Atómica, que resolví dedicar mi vida a los huérfanos de Hiroshima. He cumplido hasta ahora".
Entre los kakeyi de su casa, entre los poemas que hablan de la lluvia y de la primavera, ella suele olvidarse a veces del desastre. "Pero no de mis huérfanos." En 1953 golpeó a miles de puertas, con un chiquillo de la mano, pidiendo que lo adoptasen. Escribió al gobierno del Japón, reclamó ayuda y alimentos, y acabó cobijando a un centenar de desamparados. Logró que los empleasen y los educasen, y les abrió las puertas de su casa para aconsejarlos en sus matrimonios.
Sin dejar de rascarse la cabeza rapada, también el señor Muta Suewo, en el Hospital de Nagasaki, acabó por aceptar la fatalidad y por acostumbrarse a ella. No le fue fácil consolarse, liberarse de la pesadilla. Al salir de la fundición de Mitsubishi y ascender a su casita de Narutaki, en las montañas, encontró a sus dos hijas salvas: Yaeko, la mayor, jugaba con una muñeca entre los escombros. Pero ese respiro de felicidad no le duró demasiado tiempo. En enero de 1947, mientras estaba comiendo, Suewo-san se desmayó; nunca más, desde entonces, volvió a sentirse con fuerzas. Esperó hasta el verano de aquel año, confiado en que mejoraría poco a poco. No le sirvió de nada. Los médicos, al menos los que él visitaba, creyeron que le estaba fallando el corazón y lo atosigaron de coraminas. Por fin, cuando el ABCC llegó a Nagasaki, Suewo-san se presentó para que lo examinaran. "Anduve días y días por las salas de la Comisión —cuenta—, preocupado porque mi diagnóstico tardaba demasiado. En Narutaki-machi me ponía en cama a las seis de la tarde y empezaba a pensar en la muerte. A veces, la sangre se me empobrecía tanto que deseaba no despertarme más: sólo las voces de Yaeko y de mi otra hija me devolvían la voluntad de vivir. Un día me encaré con los médicos del ABCC y les protesté: Si ya terminaron de revisarme y saben qué tengo, ¿por qué no me lo dicen y me dan remedios para que me cure? Pero me explicaron que no habían llegado a Nagasaki para calmar nuestros dolores sino para conocerlos."
También esa recelosa forma de indignación se le fue borrando a Suewo-san: ya no se acuerda casi de que en 1951 no probaba otro alimento que el arroz y que gastaba en medicinas todos los miserables yenes que ganaba. "Un día —dice, entrecerrando su ojo yerto— me puse a llorar ante la escudilla vacía de Yaeko, y resolví enterrar mi estúpida vergüenza para no verla consumirse de hambre. Fui a la Comuna y pedí que me subvencionaran. Al fundarse el Hospital de la Bomba Atómica, hace 7 años, los médicos admitieron que mi corazón estaba débil a causa de las radiaciones y que en mi sangre faltaban los espíritus blancos. La tranquilidad de saber que mi tarjeta de salud tenía un cuadradito verde con la palabra gembakusho me permitió olvidarme del pasado. Ese cuadradito verde me aseguraba atención médica gratuita en el Hospital. Para entonces, hace ya siete años, Yaeko trabajaba en la acería de Mitshubishi y mi otra hija en las tiendas de coral. Aquí estoy tranquilo —se regocija Suewo-san—, y no espero nada ni quiero nada. Esta es mi felicidad."
A los 35 años, el señor Yukio Yoshioka piensa, en cambio, que jamás conocerá nada parecido a la dicha. "Fui un globo, una ampolla de agua moviéndome a los 15 años, después del pikadon. Ahora me siento sin fuerzas, hecho andrajos, y cada dos o tres meses una violenta diarrea me obliga a esconderme en mi casa. Pero lo peor es que mi corazón está herido, ocupado con los problemas de mi cuerpo. Ni una sola noche puedo dormir sin despertarme sobresaltado. Entonces pienso que no podré ya nunca engendrar hijos sanos, que tampoco podré conseguir un buen trabajo."
Y sin embargo, Yoshioka-san parece más impetuoso que el señor Suewo, allí, entre los pizarrones con ideogramas coreanos que inundan el Centro de Paz donde él trabaja, junto al río Enko, en Hiroshima. Los ojos no se le quedan quietos detrás de sus pómulos redondos, lanzados hacia adelante, como una muralla. Pero lo que dice es esto: "Debo morir. Me golpeo la cabeza y siento que debo morir."
Era también lo único que esperaba la señora Yamamoto, morir, después que la pequeña Toshiko se le apagó para siempre en un refugio antiaéreo de Nagasaki, y sobre todo cuando Kiyoshi, a quien le había costado tanto salvar de entre los escombros, fue acometido por interminables vómitos en un puesto de emergencia. En la madrugada del viernes 10, lo vio empalidecer y suspirar: levantó los bracitos hacia un sembatsuru y cayó, con el corazón detenido. Otros tres de sus siete hijos sucumbieron en el año siguiente, y ella, la señora Yamamoto, perdió todo su pelo y lo sintió crecer de nuevo, oscuro y fuerte, mientras las montañas de la ciudad volvían a poblarse de alverjillas y los barcos, como antes, arrimaban sus sirenas a la bahía.
A su marido lo emplearon otra vez en los astilleros Mitsubishi, y ella se sintió también afanosa por trabajar. Pero cuando se marchaba del Hospital y comía los alimentos de su casa, la cara se le hinchaba y le dolía. A nada teme tanto ahora como a la muerte. A nada, salvo a otro fogonazo pálido y quemante.

El muro y los tormentos
Las cifras dicen poca cosa, pero a veces lo dicen casi todo. En enero de 1965, el 42 por ciento de los trabajadores esporádicos en Hiroshima eran sobrevivientes de la hecatombe; cada uno de ellos, por condescendencia del gobierno japonés, recibía un dólar y medio de jornal. En febrero, el señor Akira Kuboyama, licenciado en Economía de la Universidad de Nagasaki, aprobó el examen de ingreso a una de las mayores empresas de la isla Kiu-shu. Pero durante el test médico, los investigadores percibieron formaciones queloides en sus hombros, y vetaron su contrato. En abril, la señora Yamaguchi protestó ante la Comuna de Hiroshima porque uno de los huérfanos a quienes apadrinaba había debido cambiar de trabajo diez veces en un año: cuando presentaba su tarjeta de salud con el rectángulo verde era implacablemente despedido.
No les es fácil ser reconocidos como enfermos atómicos, y hasta 1957 se negó oficialmente que sus anemias y cánceres tuvieran algo que ver con la explosión. Es que el 3 de setiembre de 1945, durante una conferencia de prensa en Tokio, el brigadier general Thomas Farrell informó que "ya nadie padece en Hiroshima y Nagasaki los efectos radiactivos de la bomba. Quienes los recibieron están muertos".
Myeko, la hija ciega del señor Nukushina, imagina que la Hiroshima donde nació sigue como hace 20 años, con sus oscuras casitas de tejado curvo y sus Bancos amontonados en torno del Hospital Shima. No puede concebir que la ciudad donde nació sea otra, lavada por las lágrimas y la desdicha. "Aquel día, el cielo se cayó —suele contar, como hace veinte años—. Pero cuando el cielo volvió a levantarse, todo siguió igual que antes. Somos sólo nosotros los que hemos cambiado." 
(Las fotografías cuyo crédito no está indicado fueron tomadas por el autor de esta nota.)
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20 de julio de 1965